Artículo publicado en Rojo y Negro nº 400, mayo 2025

La actualidad internacional del mes de abril ha estado marcada por la guerra arancelaria desatada por el gobierno norteamericano del presidente Donald Trump. La gigantesca subida de los aranceles que Estados Unidos va a cobrar a la totalidad de los países del mundo ha venido acompañada de una tormenta bursátil que ha implicado el desplome de las Bolsas y de la deuda pública norteamericana.
Ante la caída de los bonos de la deuda estadounidense, que alimenta la sospecha de los que los tenedores chinos y de los países emergentes podrían estar desprendiéndose de sus activos en dólares, lo que podría afectar a la posibilidad de que el dólar siguiera actuando como la moneda de reserva global, Trump dio una marcha atrás que no impide considerar los aranceles subsistentes como los más elevados en casi un siglo.
La tormenta bursátil, y la reconfiguración creciente de las alianzas internacionales de la mayoría de los bloques geopolíticos del mundo (con Pedro Sánchez visitando cuatro veces Pekín en menos de tres años), hace cada vez más evidente que algo importante está cambiando en el capitalismo global. Hemos pasado de inaugurar una era de cambios a entrar de lleno en un cambio de era, una transformación cualitativa de la arquitectura productiva y comercial de nuestro mundo. Estamos en el comienzo de una etapa de fuertes turbulencias cuyo destino final, simplemente, desconocemos.
La etapa de la globalización neoliberal, iniciada tras la crisis de los años setenta del siglo XX, ha finalizado. La guerra comercial multilateral iniciada por Estados Unidos significa una renegociación completa de los equilibrios económicos y geoestratégicos establecidos por los aliados tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Con la crisis de la globalización llega también la crisis del modelo político liberal. El universalismo occidental, que reivindicaba “un orden global basado en reglas” (confeccionadas sólo por las potencias imperialistas del Norte), la extensión de la democracia parlamentaria y la plena libertad de movimientos para los capitales, ha colapsado definitivamente.
Y, con el colapso del discurso dominante entre las élites en los últimos setenta y cinco años, se hunde también el proyecto socialdemócrata de la conciliación de clases en los países del Norte global basado en el Estado del Bienestar (más o menos desarrollado según los territorios) y la negociación colectiva. No es de extrañar, pues, que la Unión Europea salude este nuevo mundo trumpiano planificando el desmantelamiento de los servicios públicos para alimentar con inversiones masivas la maquinaria de guerra (fundamentalmente, todo hay que decirlo, norteamericana, pues van a ser las empresas estadounidenses de armamento las que reciban finalmente la mayor parte de los fondos destinados a la defensa europea) y de seguridad interior.
Pero nos engañaremos si creemos que la disruptiva estrategia de Trump es una demostración de fuerza de un poder que ha llegado a su máxima expresión. Lo que estamos viendo no es la decidida política de un Imperio en su momento de mayor grandeza sino, más bien, un movimiento desesperado de una nación declinante y en crisis. Los aranceles de Trump y su retirada tendencial de la guerra de Ucrania son un claro reconocimiento histórico de que la era de la “Pax Americana” se ha acabado, de que Estados Unidos ya no puede garantizar la seguridad de las vías comerciales del mundo y de que el desarrollo de las fuerzas productivas globales ya no juega a su favor.
Iniciamos una era de crisis y de turbulencias. De bifurcaciones caóticas de la historia y del desarrollo capitalista. De desastres climáticos y guerras comerciales. De enfrentamientos armados a gran escala por los recursos. De colapso del sistema político y de la infraestructura cultural de Occidente. “El fin de la Historia”, del que hablaba Francis Fukuyama, ha terminado. El futuro vuelve a estar tremendamente abierto. Aun prometiendo sufrimiento y miseria, las fuerzas desatadas de la Historia están empujando, de nuevo, el mundo hacia adelante. Hacia un horizonte que aún no somos capaces de prever ni, lo que sería mucho más deseable, de construir consciente y colectivamente.
Trump quiere reindustrializar Estados Unidos, o eso dice, y por eso le acompañaron militantes obreros en la presentación de sus aranceles. Pero no nos engañemos, no eran sindicalistas del sector del automóvil, como se ha dicho, sino personajes turbios que han impulsado plataformas, como la de Autoworkers for Trump, que nada tienen que ver con la acción sindical o reivindicativa ni con la exitosa huelga del sector del año pasado. Se trata de individuos desclasados que buscan su cuota de celebridad riéndole las gracias al principal enemigo de la clase obrera. El que está modificando la legislación para impedir la constitución de sindicatos y la convocatoria de nuevas huelgas. El que está reprimiendo las muestras de solidaridad con Palestina del movimiento estudiantil. El que ha despedido a más de cien mil empleados públicos en apenas dos meses de mandato.
Ahora que la globalización ha muerto para dar paso a un torbellino de cambios, recordemos que su principal enemigo no eran los multimillonarios ni los fascistas, sino la vital juventud que, hace más de veinte años, se manifestaba en Seattle, Praga o Génova contra las cumbres mundiales de los globalizadores. Personas trabajadoras, campesinos y campesinas del Sur Global, estudiantes airados, artistas desviadas… el primer Movimiento Antiglobalización que hizo salir a los poderosos en helicóptero de su reunión de Seattle sin haber concretado sus destructivos planes para el mundo.
Después, Trump y sus secuaces han pretendido apropiarse de la rabia popular cantándole a la clase obrera en crisis y a la clase media en descomposición una melodía de odio supremacista y de individualismo extremo. No triunfarán porque ellos mismos han hecho caer todas las máscaras y han dinamitado todos los diques. La Historia ha comenzado de nuevo. Y las multitudes hacen la Historia.

José Luis Carretero Miramar


Fuente: Rojo y Negro