En la mayoría de los municipios, durante las fiestas patronales, al caer la tarde, se abre el abanico de los fuegos de artificio, inundando de explosivos colores los rincones más emblemáticos de cada lugar. Estos efectos pirotécnicos hacen las delicias de todos. Sus dinámicas formas, sus contrastados matices y sus serpenteantes silbidos surcan la imaginación llenando de grandeza nuestra pequeña existencia.

Pero no son más que eso, fuegos fatuos y presumidos que enseñorean y esconden la realidad de la noche, alumbrando durante escasos minutos la oscuridad que se nos aproxima, promesa inalcanzable, casi siempre, de diferentes sueños. Similares fuegos fatuos nos lanzaron, en lo que pretendieron fuesen las fiestas de la Transición, desde los balcones del palacio de la Zarzuela.

Pero no son más que eso, fuegos fatuos y presumidos que enseñorean y esconden la realidad de la noche, alumbrando durante escasos minutos la oscuridad que se nos aproxima, promesa inalcanzable, casi siempre, de diferentes sueños. Similares fuegos fatuos nos lanzaron, en lo que pretendieron fuesen las fiestas de la Transición, desde los balcones del palacio de la Zarzuela.

Desde ese edificio, símbolo por excelencia de la monarquía y sus suplentes, nos dispararon una colección pirotécnica cuyo componente principal fue la pólvora mojada. Sus residentes actuales, continuación del régimen nacido de la sublevación militar de julio de 1936, de igual manera que aquellos que firmaron los “Pactos de la Moncloa o los ideólogos de la “Inmaculada Transición”, entonces nos brindaron un proceso evolutivo que no supuso ningún cambio radical, puesto que siguieron gobernando los de siempre, ellos, y los dos núcleos de poder más importantes del sistema capitalista español: la oligarquía financiera y el capitalismo extranjero. Hoy, prometiéndonos que si somos sumisos nuestros sueños nocturnos se realizaran, desde el mismo balcón, y celebrando las mismas fiestas, el mismo cicerón y los descendientes de la prometida democracia, nos lanzan los mismos fuegos fatuos, con distintas carcasas, pero con el mismo contenido: sueños quiméricos de igualdad. La similitud del mensaje y los hechos que lo visten son idénticos, a pesar de los años. No han evolucionado, por lo que es adecuado hablar de Generación de la Transición.

En mi opinión, el error generacional, la distorsión ideológica del pensamiento, si prefieren, de la Transición, y de sus defensores, es que todavía creen en un legado político y cultural que ya no significa nada. Y ello, porque la base de su fundamento está desbordado de amnesia histórica –los muertos y asesinatos de la guerra; la represión y ejecuciones posteriores; o los mismos canes con distintos collares-. Y lo que es peor, ha creado una sociedad menor bajo la continuidad del legado franquista en las diferentes arenas políticas: la cultura del pelotazo y la mediocridad del enchufismo y la sumisión.

No podemos entrar en las consideraciones subjetivas que pertenecen al fuero interno de cada uno de los compones de esta generación, allá cada cual; me referiré exclusivamente a las posiciones políticas que objetivamente desempeñan, así como a las opciones materiales que pretenden encarnar, dinamizar también y, si es posible, protagonizar. Hacen suyo el neutralismo de toda posición conservadora cuando se hallan en el disfrute del poder: un olvido total o un desconocimiento absoluto de las bases represivas sobre las que se asienta el estado nacido el 18 de julio, amparada con una marcada vocación paternalista, que pone de relieve las tesis reaccionarias y retardatarias, yacentes en su discurso. Esto también vale para la oposición ejercida en cada legislatura de su democracia. Hoy, a pesar de que la situación económica es sumamente grave, afectando sobre todo al fractura social, la oposición al gobierno de corte neoliberal que nos sentencia cada viernes, muestra un papel más desmovilizador que estimulador. Ni acude a las movilizaciones, y desde luego ni se plantea las mismas. Pero fíjense en un detalle, aunque la oposición política frene a veces las luchas populares, éstas le sirven para poder presentarse ante el poder como capaz de encauzarlas y controlarlas –caso del 15 M, aunque no del 25 S, por lo ocurrido-, insinuando al poder, que si se la deja fuera del poder político, fomentará la agitación.

Nada más lejos de la realidad –por mala suerte, para los demás; para los que no se manifiestan y guardan silencio; para esa mayoría silenciosa que tanto le gusta a Rajoy-. Según Weber, y este es lema de la generación de la Transición, el monopolio de la violencia es el rasgo identificador del Estado. Pero a los gestores de este lema se les ha olvidado, han heredado, por otra parte, que en una sociedad organizada en Estado ningún grupo tiene el derecho a utilizarla; por eso demandan márgenes para disfrutar del monopolio de la coacción –modular la ley de manifestación, lo llaman-, o mejor dicho, la eventualidad de recurrir a la violencia, que permita al Estado imponer decisiones colectivas –la encerrona de Atocha-. Ahora bien, otra cosa de la que no han querido cerciorarse es que el dominio de los Estados no sólo se basa en la coacción a secas, sino en la coacción legítima, es decir con el consentimiento de los ciudadanos, ejercida conforme a lo establecido en la ley. Es tal la soberbia que atesoran, que sortean el fundamento más puro de la política, entendido éste como una práctica o actividad colectiva que los miembros de una comunidad llevan a cabo para resolver los conflictos que la convivencia social genera. La actividad política del actual gobierno, y este es legado del franquismo, estos son los fuegos fatuos que nos lazan desde la Zarzuela, es regular el conflicto entre los diferentes grupos y ellos, adoptando para ello, decisiones que obligan –por la fuerza si es preciso- a los miembros de la sociedad a acatar sus decisiones unilaterales. Como vemos esta manera de hacer política se encuentra íntimamente relacionada con el poder, más que nada por su componente de obligación y por recurrir, en caso necesario, a la fuerza como medio de imponer decisiones.

La Generación de la Transición, se ha olvidado de que, en líneas generales, las decisiones políticas son el resultado de la interacción entre los poderes públicos y los grupos sociales. La extensión de los derechos políticos tuvo como consecuencia el reconocimiento del sufragio universal que junto con la libertad de expresión, la pluralidad informativa y la libertad para organizar partidos políticos y sindicatos permitieron superar la desigualdad política del Estado franquista. En nuestro caso, todo teoría del tres al cuarto. La parlamentarización del gobierno es el rasgo característico de la democratización que pretendían. Esa responsabilidad exige que la formación y mandato de los gobiernos, depende de que éstos obtengan y mantengan la confianza del parlamento, de forma que si el gobierno pierde ésta tiene que dimitir, manteniendo esos mínimos democráticos. Amparados en esa engañifa electoral, que les puede proporcionar la mayoría absoluta, arrinconan el parlamentarismo a la inutilidad, puesto que ahora es evidente que no tienen la confianza de todos, ni de pocos.

Los vasallos de la Zarzuela, no quieren saber nada de la lógica democrática. Sí, esa que estimula el desarrollo del Estado social, la que potencia la idea de ciudadanía la que aboga por los derechos económicos y sociales. Sí, esa desde la cual nace el Estado de bienestar como representante de la colectividad, comprometido con la sociedad en su conjunto para proteger la seguridad económica de los ciudadanos frente a los riesgos de la existencia. Eso sí de todos, hasta de los sin papeles. En el popurrí de sus fuegos artificiales no tiene cabida el modelo que se responsabiliza de la seguridad material de los ciudadanos ante los riesgos del mercado, proporcionando servicios básicos, sobre todo, en materia de educación, sanidad y vivienda que el propio mercado no suministra, porque no quiere. Tan sólo, así de simple, porque no obtiene beneficio de esa honradez.

Po el contrario, lo que nos demanda la generación de la Transición es la sumisión ante la tecnocracia al servicio del capital, obviando que el capital confía sólo, y sobre todo, en sí mismo. El mercado prefiere hacer gobiernos –del que forma parte la oposición- con sus propios representantes antes que recurrir a soluciones más equilibrantes y redistributivas. Aquí, lo ha tenido fácil. Los descendientes de la Transición y el totalitarismo franquista, acumulan consejos de administración en bancos y empresas públicas y privadas, de tal forma que se han convertido en una secta política.

Pero ahora, somos más los desamparados por esta religión neoliberal. Esa misma generación, que nos obvia, se olvida que podemos fabricar nuestra propia colección de fuegos artificiales, se olvidan de que tenemos una tradición republicana y revolucionaria, de que existe la demanda de un legítimo independentismo en varios territorios históricos, se olvidan de la abundancia de problemas, sobre todo económicos, en la que su política nos ha sumergido. Esa colección de fuegos de la Transición esta  aducada, además está claro que, en su intención, no existe ninguna solución, sobre todo porque al mercado no le interesa. Por eso sería bueno recordarles el diálogo de Alicia, en el país de las maravillas, y el gato. “¿Por favor, podría decirme qué camino debo seguir?, preguntó Alicia. “Eso depende mucho de hasta dónde quieres llegar”, dijo el gato. ¿Hasta dónde quiere llegar, este sistema? ¿Tiene límite?

Julián Zubieta Martinez


Fuente: Julián Zubieta Martinez