Aunque la realidad hoy es más compleja, y las diferencias no faltan según los lugares, en su momento inicial el movimiento del 15 de mayo mostró dos almas diferentes. Si la primera la aportaban lo que acaso con poca fortuna hemos llamado ‘jóvenes indignados’, la segunda la configuraban las gentes de los movimientos sociales alternativos.

Mientras en la primera se daban cita ante todo integrantes de las clases medias en activo proceso de desclasamiento, en la segunda se hacían valer realidades muy dispares, y entre ellas muchas de las vinculadas con las luchas obreras de siempre.

Mientras en la primera se daban cita ante todo integrantes de las clases medias en activo proceso de desclasamiento, en la segunda se hacían valer realidades muy dispares, y entre ellas muchas de las vinculadas con las luchas obreras de siempre.

A mi entender, lo más común ha sido que esas dos almas se hayan vivificado mutuamente o, lo que es lo mismo, que hayan aprendido la una de la otra. Semejante vivificación ha corrido de la mano, con todo, de un corrimiento ideológico que merece atención. Y es que en la mayoría de los lugares -vuelvo a poner por delante esta cláusula- muchos de los ‘jóvenes indignados’, que en primera instancia parecían próximos a una propuesta meramente ciudadanista, han aceptado el buen sentido de un proyecto orgullosamente anticapitalista. Aclaremos qué es lo que significan los dos adjetivos que acabamos de emplear. Si el ciudadanismo plantea demandas que afectan en exclusiva a alguna cuestión precisa, no cuestiona el orden general del sistema y, al cabo, no pretende articular movimientos con vocación de permanecer, en el caso del anticapitalismo nos hallamos ante una contestación general y radical del sistema que se nos impone, una contestación que por lógica, y dada la magnitud de la tarea, debe materializarse en organizaciones con franca vocación de pervivir.

Retratemos lo anterior de la mano de una afirmación más precisa: en origen muchos de los ‘jóvenes indignados’ parecían contentarse con el cuestionamiento de lo que cabe entender que es la epidermis del sistema. El objeto de sus diatribas eran, por rescatar dos grandes discusiones, la corrupción y la precariedad. Aunque se trata, sí, de problemas importantes, no conviene engañarse en lo que hace a su relieve. Uno puede imaginar -ya sé que no es fácil- que conseguimos acabar con la corrupción: tal éxito en modo alguno será el final de nuestros problemas, toda vez que la lógica general de un sistema explotador y excluyente, el capitalismo, seguirá perviviendo por detrás. Otro tanto cabe decir de la precariedad, por muy cierto que sea que esta última marca poderosamente la vida cotidiana de muchas personas.

Pese a que muchos de los ‘jóvenes indignados’ han dejado atrás la contestación de la epidermis para encarar los problemas de fondo, a menudo perviven, entre lo que queda de las dos almas iniciales del movimiento, dos perspectivas diferentes. La primera, la más común entre los jóvenes recién mencionados, considera que nuestra tarea principal consiste en plantear propuestas que debemos esperar sean tomadas en consideración por nuestros gobernantes. La segunda estima, en cambio, que debemos crear espacios de autonomía en los cuales -sin precisar para nada de esos gobernantes- apliquemos reglas que, asentadas en la democracia de base, en la autogestión y en el apoyo mutuo, tienen por fuerza que ser muy diferentes de las hoy imperantes.

Salta a la vista que esas dos percepciones -mis preferencias se inclinan claramente por la segunda- son muy distintas. He tenido en ocasiones la oportunidad de comprobar, sin embargo, cómo pueden coexistir de manera llevaderamente fructífera. Valga un ejemplo, uno más, de lo que quiero decir: somos muchos los que no sentimos entusiasmo alguno por una propuesta, la que reclama una reforma de la ley electoral, que se sitúa en el terreno de la primera de las perspectivas que he identificado. No sentir entusiasmo por ella en modo alguno supone que cerremos los ojos ante la injusticia lacerante de la ley electoral en vigor. Así las cosas, si alguien nos pide nuestro apoyo para reclamar una reforma de esa ley, no hay mayor motivo para negarlo. Ese respaldo debe tener, con todo, su contrapartida: como quiera que no hay ningún motivo para concluir que quienes reivindican reformas en la ley electoral son hostiles a la creación de esos espacios de autonomía de los que antes hablé, lo suyo es que pidamos a estas gentes que en modo alguno nos dejen solos en la tarea correspondiente. Tiempo habrá para discutir, en suma, cuál de los dos proyectos que perviven tiene mejor sentido.

Carlos Taibo


Fuente: Carlos Taibo