Publicado en red-libertaria.net


Que la propiedad es un robo lo dijo Proudhon referido a la riqueza que no nace del trabajo propio. Pero hoy sabemos que el robo descarado se predica como ideología de progreso. Lo ha proclamado el director de la revista Foreign Policy, Moisés Naim, en un artículo publicado con el inaudito título de “La guerra contra la corrupción perjudica al mundo”. Sin cortarse un pelo, ahora los “grupos de expertos” (think tanks) neoliberales pretenden que el atraco les salga gratis. O incluso, de tomar en serio a Naim y su secta, que se reconozca el valor social del latrocinio.

Que la propiedad es un robo lo dijo Proudhon referido a la riqueza que no nace del trabajo propio. Pero hoy sabemos que el robo descarado se predica como ideología de progreso. Lo ha proclamado el director de la revista Foreign Policy, Moisés Naim, en un artículo publicado con el inaudito título de “La guerra contra la corrupción perjudica al mundo”. Sin cortarse un pelo, ahora los “grupos de expertos” (think tanks) neoliberales pretenden que el atraco les salga gratis. O incluso, de tomar en serio a Naim y su secta, que se reconozca el valor social del latrocinio.

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Que la propiedad es un robo lo dijo Proudhon referido a la riqueza que no nace del trabajo propio. Pero hoy sabemos que el robo descarado se predica como ideología de progreso. Lo ha proclamado el director de la revista Foreign Policy, Moisés Naim, en un artículo publicado con el inaudito título de “La guerra contra la corrupción perjudica al mundo”. Sin cortarse un pelo, ahora los “grupos de expertos” (think tanks) neoliberales pretenden que el atraco les salga gratis. O incluso, de tomar en serio a Naim y su secta, que se reconozca el valor social del latrocinio.

Que la propiedad es un robo lo dijo Proudhon referido a la riqueza que no nace del trabajo propio. Pero hoy sabemos que el robo descarado se predica como ideología de progreso. Lo ha proclamado el director de la revista Foreign Policy, Moisés Naim, en un artículo publicado con el inaudito título de “La guerra contra la corrupción perjudica al mundo”. Sin cortarse un pelo, ahora los “grupos de expertos” (think tanks) neoliberales pretenden que el atraco les salga gratis. O incluso, de tomar en serio a Naim y su secta, que se reconozca el valor social del latrocinio.

Lo veíamos venir (“La corrupción del poder y el poder de la corrupción”), pero no pensábamos que la fiebre cleptómana hubiera llegado tan lejos. Aunque hace tiempo que la densidad de la trama era asfixiante : progresividad de la corrupción en las altas esferas ; impunidad legal ; minimalismo informativo de los mass media sobre escándalos ; obsolescencia de los mecanismos judiciales para su combate ; positivación de los paraísos fiscales y creciente maridaje entre clase política y redes de delincuencia internacional, eran señas de identidad suficientes para ponerse en guardia.

Pero al final se han quitado careta, tal es su seguridad. Como algunos temíamos y muchos sabían, la democracia realmente existente o es corrupta o no es democracia. O, poniendo la oración por pasiva, en palabras del gurú neoliberal Naim : “la guerra contra la corrupción está minando la democracia”. Y no se trata de un lapsus o un desliz. Al contrario, estamos ante algo pensado, programado, monitorizado, sincronizado y pautado con todas las consecuencias. Fue Samuel Huntington, el autor de “El choque de civilizaciones” y padre de una rama teórica de los neoconservadores estadounidenses, el primero en apadrinar el globo sonda de si un exceso de democracia no constituía un obstáculo para la economía de mercado.

Lo dicho, el sistema Robin Hood pero al revés. Democracia hoy consiste en robar a los pobres para dárselo a los ricos. Históricamente, los sabios al servicio de los poderosos enarbolaron teorías semejantes para justificar la esclavitud, el sufragio censitario, el trabajo de los niños, la exclusión de la mujer y hasta todo tipo de dictaduras de alta o baja intensidad. La diferencia entre el pasado y el presente es sólo nominal. Mientras entonces no tenían argumentos para justificar urbi et orbi su explotación, ahora se valen de la general aceptación de la democracia como modelo de gobierno legítimo -reducida al chasis de la urna- para proseguir su larga marcha triunfal. El paradigma es la guerra, invasión y expolio de Irak : se bombardearon ciudades y se torturó y asesinó a miles de personas para llevar la democracia a lo que quedara de aquel pueblo árabe tan rico en petróleo.

Son todas ellas formas avanzadas y preventivas de darwinismo y maltusianismo social. Pero por costrosas que sean sus manifestaciones y suculentas las posibilidades de crítica que ofrecen, hay que ir a la raíz del problema. Toda esta panoplia de acciones contra el derecho, la democracia y el Estado de Bienestar tienen su lógica en la perpetuación de la tasa de beneficio del capital. Esta es la mano que mece la cuna de esa superchería que denominan mercado libre y que encubre en realidad el imperio de la barbarie económica y social. Con la particularidad de que en la actualidad éste sesgo caníbal no sólo se practica a nivel internacional sino que alcanza ya al hasta hace poco intocable patio interno.

Desde los inicios de la doctrina del librecambio se pretendió un marco de juego sin fronteras para que países ricos y pobres pudieran operar. Parecía un avance sobre la autarquía reinante en el mundo feudal. Pero pronto se pudo comprobar que esa pretendida homogeneidad entre distintos no era sino la nueva cara de la dominación. El intercambio desigual entre países pobres, con una producción basada en bienes de consumo y utilización extensiva de mano de obra barata, y países desarrollados, con un sistema de producción centrado en bienes manufacturados y de capital, terminaba provocando un nuevo colonialismo económico. Al no darse entre “libres e iguales”, extrapolando al plano económico la feliz fórmula de Rousseau para la política, el resultado era la deuda astronómica contraída por el Sur con el Norte que lastra su desarrollo y anilla a la víctima con su verdugo. Sobre este modelo se cimentó el diálogo económico entre naciones garantizado con toda una cohorte de instituciones para regularlo (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, etc.) y un aparato ideológico para pontificarlo.

Sin embargo, tras la desaparición del polo alternativo que representaba el bloque del Este, y con la excusa de la crisis del petróleo de 1973, se dio un paso de tuerca más en la doctrina hegemónica. A las técnicas de saqueo y explotación internacional se añadió un nuevo elemento para blindar la rentabilidad del capital.

Ahora esa ganancia acumulativa debía también provenir de los “ajustes” que se aplicarían -con la morfina que facilitaban los medios de comunicación de masas y el efecto placebo propagado por la ideología democrática- sobre el factor trabajo del propio aparato productivo. La regresión fiscal vía traslación de carga de los impuestos directos a los indirectos ; la creciente precariedad laboral ; la contención salarial acabando con la escala móvil de las retribuciones ; la congelación de las prestaciones sociales ; el paro estructural y la política de privatizaciones, entre otros, fueron las batallas decisivas para una guerra que debería terminar con la victoria total y global del capital.

Sobre todo cuando sus ventrílocuos logren convencer a la mayoría indispensable que vota -un tercio de los tres tercios en que se configura el reparto postmoderno entre instalados, asalariados y excluidos- de que, dada la sobrecarga de demanda de las sociedades de masas, a partir de ahora el progreso humano ya no será la luz que ilumine el desarrollo histórico. Y que las exigencias de la competitividad y la productividad implican que sólo unos pocos puedan acceder al mercado del trabajo, aunque dada su movilidad de ruleta rusa siempre existe la oportunidad de la alternancia en su disfrute. Hoy ya sabemos que el precio que tienen que pagar los que logren un empleo, basura, precario y embrutecedor es, como en el caso de las naciones del Tercer Mundo, hipotecarse de por vida en el insaciable potro de consumidor de casas, coches, viajes de placer y canales satélites de TV.

Por eso la última conquista que busca la casta dominante, tras los ataques al Estado de Derecho y al Estado de Bienestar, para perpetrar el rapto de la democracia, consiste en la aceptación de la corrupción como activo del sistema. Con ello, en el siglo XXI se cumpliría una utopía literaria del siglo XVIII para acabar con la infelicidad de la multitud. Hablamos de la modesta propuesta realizada en 1729 por el escritor Jonathan Swift “para impedir que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres o para el país, y para que sean útiles al público”.Que los propios padres se merienden a sus hijos.