Gregoria Aramendiria, de 90 años, perdió el jueves a su marido, Marià Casasús. Ayer, junto con medio millar de personas, estaba en el centro cívico Francesc Macià de Terrassa para recordar a su marido, a los "compañeros" y a otros muchos anarcosindicalistas que lucharon contra Franco. "A él le hacía mucha ilusión venir, estaba entusiasmado", explica Gregoria mientras, muy quieta, espera que empiecen los parlamentos.
Detrás de ella está Manel Llàtser, que tampoco quiere olvidar. A los 16 años se incorporó a la columna Durruti. Al acabar la guerra, cuando aún no había cumplido 18 años, decidió quedarse en Barcelona y trabajar en la clandestinidad. En su casa se imprimía Solidaridad Obrera y CNT. Lo detuvieron cinco veces y después de la última emprendió el camino del exilio. En la comisaría recibió muchas palizas, pero lo que más recuerda no son los golpes, sino que le robaron "todos los libros". Para él los ideales anarcosindicalistas siguen vivos. Aunque ahora, admite, lograr "que un hombre se rebote es mucho más difícil porque los estómagos están más llenos". Con todo, tiene claro que "los derechos no se piden, se ejercen".


Gregoria Aramendiria, de 90 años, perdió el jueves a su marido, Marià Casasús. Ayer, junto con medio millar de personas, estaba en el centro cívico Francesc Macià de Terrassa para recordar a su marido, a los «compañeros» y a otros muchos anarcosindicalistas que lucharon contra Franco. «A él le hacía mucha ilusión venir, estaba entusiasmado», explica Gregoria mientras, muy quieta, espera que empiecen los parlamentos.

Detrás de ella está Manel Llàtser, que tampoco quiere olvidar. A los 16 años se incorporó a la columna Durruti. Al acabar la guerra, cuando aún no había cumplido 18 años, decidió quedarse en Barcelona y trabajar en la clandestinidad. En su casa se imprimía Solidaridad Obrera y CNT. Lo detuvieron cinco veces y después de la última emprendió el camino del exilio. En la comisaría recibió muchas palizas, pero lo que más recuerda no son los golpes, sino que le robaron «todos los libros». Para él los ideales anarcosindicalistas siguen vivos. Aunque ahora, admite, lograr «que un hombre se rebote es mucho más difícil porque los estómagos están más llenos». Con todo, tiene claro que «los derechos no se piden, se ejercen».

Pocas sillas más hacia la derecha, Joan Ullés, de 84 años y tarrasense, recuerda aún la muerte de su hermano mayor cuando tan sólo tenía 20 años. Recibió la noticia mientras luchaba en el frente de los Pirineos. Primero le dijeron que había muerto en la batalla, tiempo después descubrió que lo habían matado de un tiro en la espalda cuando intentaba escaparse de las tropas franquistas que le habían hecho prisionero.

Pero «como el de mi hermano hay miles de casos», señala Ullés. En Francia pasó por cinco campos de concentración y entró a formar parte del maquis. «Yo -remarca orgulloso- fui el primer revolucionario de España». Con 14 años se afilió a la CNT, y cuando Franco se alzó contra el Gobierno de la República, «pedí las llaves del taller en el que trabajaba al amo, ahí reparamos miles de armas y fabricamos un nuevo prototipo. Cuando el Ministerio de Defensa lo probó nos hizo un pedido de 5.000 armas». El taller se llamaba Taller Confederal número 1.

Joaquina Dorado estuvo tres años en la prisión de les Corts. Pasó por dos consejos de guerra. «Cuando el juez me dijo que me juzgaba por auxiliar a la rebelión yo le pregunté qué rebelión porque fueron ellos, los fascistas, los que se rebelaron». Al final cambiaron el sustantivo por la denominación «actividades clandestinas».

Cada anarcosindicalista tiene una historia. En la sala de actos del Centro Cívico Francesc Macià, sin embargo, también están los descendientes de los que lucharon o padecieron la derrota de la Guerra Civil española. Entre ellos, Roberto Samsó, uno de los bisnietos de Anselmo Lorenzo, el fundador del diario Solidaridad obrera y de las Juventudes Libertarias. Samsó vio como un día, cuando tenía nueve años, se llevaron a su padre del número 32 de la calle de Casanova de Barcelona. Poco antes Frederica Montseny, la histórica dirigente anarquista «había venido a casa para advertirle de que corría peligro, pero él contestó que no había hecho nada y que por lo tanto no tenía que huir». El padre de Samsó, presidente del sindicato del espectáculo, no regresó. Roberto todavía no sabe como murió.

Hijos y nietos de militantes
Entre el público, abundan las caballeras blancas, pero en el escenario los treintañeros son mayoría. El primero en coger el micrófono es el más veterano y el organizador del acto, Just Casas, hijo y nieto de militantes de la CNT, también anarcosindicalista y profesor de historia de la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Este acto, asegura, «es un reconocimiento a los abuelos que son portadores de unos ideales que no han muerto con el tiempo porque son universales, unos ideales que defienden una sociedad sin oprimidos».

Casas se lamenta de que «los fascistas recuerdan a sus muertes» y constata que «el movimiento libertario y la CNT ha cometido una injusticia porque hasta ahora no había reconocido a los que nos han precedido». Recordar, sirve, según él, «para que la CNT no muera nunca porque los ideales de libertad no pueden morir». Después de los jóvenes, fueron los abuelos los que acabaron tomando la palabra. No en vano, el encuentro anarcosindicalista había sido convocado bajo el lema de Homenaje a nuestros abuelos.

SÍLVIA MARIMON – Terrassa

EL PAÍS