Artículo de opinión de Rafael Cid
He leído en alguno de los medios de comunicación que jalean la “participación” en las elecciones europeas (todos, de derecha y de izquierda, aquí no hay matices) que la diputada de Izquierda Unida (IU), Tania Sánchez, decía algo así como que Génova y Ferraz se frotan las manos con la abstención. O lo que es lo mismo dicho en basto: que el abstencionismo hace el juego al bipartidismo dinástico hegemónico. No es un comentario original. La diputada de IU coincide en esa valoración negativa con la cultura dominante.
He leído en alguno de los medios de comunicación que jalean la “participación” en las elecciones europeas (todos, de derecha y de izquierda, aquí no hay matices) que la diputada de Izquierda Unida (IU), Tania Sánchez, decía algo así como que Génova y Ferraz se frotan las manos con la abstención. O lo que es lo mismo dicho en basto: que el abstencionismo hace el juego al bipartidismo dinástico hegemónico. No es un comentario original. La diputada de IU coincide en esa valoración negativa con la cultura dominante. En general, entre la gente normal y corriente, eso que llamamos las clases populares, y a veces despectivamente masas, el abstencionismo está mal visto. O más concretamente, se considera como signo de incompetencia política e impotencia ideológica. Una utopía, propia de personas que no viven la realidad. El idioma que gastan unos cuentos personajes estrafalarios para propiciar un babelismo que aprovecha al poder.
Resulta curioso que sea precisamente IU quien haga esta arriesgada afirmación, seguramente llevada por la legítima esperanza de culminar su ambicionado sorpasso electoral sobre las cenizas del desplome de ese dúo sacapuntas que representa el tándem PP-PSOE. Es como mentar la soga en casa del ahorcado. Porque su demanda de voto útil a costa del colectivo abstencionista es una mala copia de la misma soflama que durante años ha utilizado el PSOE contra IU, haciendo creer ver a los votantes de talante progresista que votar sus siglas es tirar el voto a la basura. Todo se pega, menos la hermosura y la inteligencia política. Quizás por eso, la formación que lidera Cayo Lara mantiene una entente cordiale con el PSOE, gobernando al alimón en la Andalucía de los EREs, y con el PP, permitiendo que gobierne con su decidida abstención en Extremadura. También en época de elecciones, como en la guerra, la primera víctima es la verdad.
Pero vayamos de la anécdota a la categoría. ¿Dónde está escrito que la abstención es un desatino? La abstención es tan legítima, cívica y democrática como la “participación” electoral. Lo que pasa es que no se lleva, se ha sacado fuera de los ritos del buen ciudadano, porque años de elecciones mecánicas han terminado por jibarizar la democracia en el pensamiento único del mete-saca del “gobierno representativo”. Es decir, la ideología de la clase dominante se ha convertido en la ideología dominante, y todo aquel que ose desmentirla, refutarla o ignorarla pasa ipso facto a formar parte del batallón de los indocumentados, en el rutinario saber hacer de los que consideran las elecciones como el único camino.
Hemos escrito “participación electoral” entre comillas para cuestionar la propiedad del concepto. Porque bajo esa expresión yace un aserto performativo, no real. No se pueden llamar elecciones a un proceso mediante el cual los de abajo eligen a los de arriba, víctimas de la servidumbre voluntaria que significa optar (sin intervenir en el trabajo de elección original) por algunas de las listas (cerradas y bloqueadas: inalterables, como las lentejas; si quieres las tomas y si no las dejas) que nos ofrecen los partidos políticos tras el nihil obstat de sus cúpulas. De esta guisa, la “participación” se reduce a un simulacro por el cual los representados, únicos titulares de la soberanía, nombran a los representantes que quieren las direcciones de los organizaciones políticas (desde la extrema derecha a la extrema izquierda, todos son prosistema desde el momento en que aceptan las reglas del juego).
Pero si además ese proceso supone aceptar que los representantes no están obligados por el mandato imperativo (les firmamos un cheque en blanco); no son revocables hasta los próximos comicios y una vez investidos nuestros representantes adquieren unos privilegios (el aforamiento y todo lo que le cuelga) que los convierte es una casta de “políticos profesionales” que rompe la igualdad de todos los ciudadanos ante las ley (la vieja isonomía), resulta que a fin de cuentas las elecciones son ese mantra de prestidigitación mediante el cual nos damos nuestros propios amos. Algo que empezó desde abajo termina instaurando (legalidad y legitimidad juntas) el poder de los de arriba. Mayorías que eligen gobiernos de minorías, entronizan oligarquías. Y por si fuera poco, la cebada al rabo, tan patológica hermenéutica (ilegitimidad de origen) fomenta una cultura política popular, de masas, que confirma la bondad del ordeno y mando (verticalidad), el cesarismo (los liderazgos canibalizantes), el cortoplacismo competitivo (la mugre de la insolidaridad) y la obediencia debida (la exclusión del discrepante). Una ilegitimidad de ejercicio tan burda como llamar “benemérita” a la Guardia Civil.
Para fundamentar sus posiciones, sostienen los hooligans de las elecciones que el sufragio universal es una conquista histórica de la clase trabajadora. Es cierto, esos son sus atributos. Lo cual no quiere decir que lo que sirvió políticamente a finales del siglo XIX cumpla idéntica función en el siglo XXI, desde una sociedad que se alumbraba con velas hasta el presente mundo de la nanotecnología. E incluso ese socorrido argumentario clásico está desenfocado. Cuando en la Primera Internacional echó andar el movimiento obrero con personalidad propia lo hizo bajo el principio ético-político de que “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”. No hablada de “delegar” en otros actores políticos. La “delegación” vino bajo la forma de “representación imperfecta” cuando el socialismo autoritario (marxista-engelsista) derrocó al socialismo antiautoritario (bakuninista) y derivó hacia la participación electoral como herramienta para alcanzar el poder, dando lugar al proyecto socialdemócrata, con sus luces y sus sombras. Pero esa es otra historia.
Volviendo al bucle mayorías y minorías, legalidad y legitimidad, el problema se complica cuando se produce una escalada antisistema en las preferencias de las gentes que están dentro del sistema. Entonces a la ilegitimidad de origen y de ejercicio, siempre por imperativo legal, se añade la contradicción de la rebelión de lo que Ricardo Mella llamaba la “ley del número” y Albert Libertad el “rebaño electoral”. En una coyuntura (sin duda a rebufo del austericidio perpetrado por PSOE y PP al servicio de la troika), la abstención es “el partido más votado” (las encuestas oficiales no dan una participación el 25M más allá del 43% y al partido que resulte ganador de los comicios solo se le atribuye el 13% de los votos de todo el censo, el tinglado de la farsa se desmocha. De ahí, la actual ofensiva político-mediático-institucional en favor de la “participación electoral”.
Y a todo esto, precisamente los que, grosso modo, más cuentan, los abstencionistas, no existen política ni socialmente, son proscritos, civilmente invisibles, reos de ningún derecho. El mayor contingente ciudadano, en un proceso clave para la sedicente democracia representativa, no tiene ni voz ni voto. Porque a nadie se le ocurre la feliz idea de invitar a abstencionistas conscientes a exponer sus argumentos en esos debates que organizan medios de comunicación públicos y privados con los candidatos de los diferentes partidos. Desde la Tuerka a Intereconomía, la exclusión del disidente integral es la norma de la casa en las campañas mediático-electoralistas. Sin que nadie lo haya prescrito, existe una espiral del silencio contra el opositor-diana que supone el abstencionista, un númerus clausus que se aplica caiga quien caiga. Alguien dirá que el abstencionismo es un totum revolutum donde confluyen abstencionistas responsables, pasotas, indiferentes y otras faunas, y que, por tanto, otorgar voluntad antisistema a todo el abstencionismo es un despropósito. Y es cierto. Pero de la misma forma cabe afirmar que todos los ciudadanos que concurren plácidamente a la cita de las urnas no llevan en su mochila de elector una opción política consciente y meditada.
La clase política que tan febrilmente llama a la “participación electoral” y estigmatiza el abstencionismo, debería saber que está impidiendo el ejercicio de libertad ideológica, acción todavía más reprobable si quien lo fomenta es alguien que aspira a “representar” a toda la nación (y por tanto a sus nacionales). El artículo 23 de la vigente Constitución lo dice bien claro: “todos los españoles tiene el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de sus representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal”. Ergo, las elecciones en España son un “derecho”, no un “deber”; no se “obliga” a participar. Luego, vuelta la oración por pasiva, los ciudadanos tanto derecho a votar como a abstenerse. Pero es más, si el artículo 23 de la CE ya citado lo cruzamos con el artículo 14 referente a que “todos los españoles somos iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, religión opinión o cualquiera condición o circunstancia personal o social”, comprobamos que la inocente “caza del abstencionista” encubre un flagrante despotismo un rasgo de perfil totalitario, liberticida.
Curiosamente esto lo sabe hasta el Tato. El otro día, un portavoz de la Comisión Europea (CE) reconocía en una cadena televisiva el engorro que suponía para Bruselas tener que hacer una propaganda institucional cara al 25 M diferente para España, porque aquí no se puede incitar a votar, ninguneando la opción abstencionista. Lo mismo ha recordado la Junta Electoral Central ante las arremetidas de algunos aspirantes a políticos profesionales que, como Tania Sánchez, denigran el derecho a esbozar ese “preferiría no hacerlo” del protagonista de Bartleby, el escribiente, la genial novela de Herman Melville. Los abstencionistas, hoy mayoría emergente según todos los sondeos, son apestados políticos, carecen de libertad de expresión, pero se cuenta con ellos para pagar alícuotamente los 105 millones que cuestan las elecciones para sufragar urnas, papeletas, dietas interventores, fotocopias del padrón y del censo para entregar a los partidos, etc. Por cierto, ¿cuántos bosques se han talado para confeccionar los millones de papeletas electorales y de programas que con dinero de todos se envían los partidos concursantes por correo a cada votante potencial?
La revolución norteamericana estalló al negarse las colonias a pagar impuestos a la metrópoli inglesa sin obtener al cambio representación real. La abstención es un derecho. La manifestación política de los ciudadanos que quieren cambiar el sistema desde abajo y democráticamente. La solemne declaración de intenciones de quienes creen que no nos representan. La opinión comprometida, arriesgada y sostenible de cuantos piensan que lo se reproduce generación tras generación con el proceso oligárquico electoral y lo llaman democracia no lo es. La apuesta radical por una democracia con demócratas. Si la abstención no existiera habría que inventarla.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid