“Hay que destruir la Monarquía” –Delenda est Monarchia- , bajo esta expresión tituló José Ortega y Gasset “el error Berenguer” en noviembre de 1930. El país se escocía tras la dictadura de Primo de Ribera. Siete repugnantes años bajo el dominio de los sables militares amparados bajo el salvoconducto de la púrpura monárquica de los borbones, habían dejado exhausto al erario público, al analfabetismo como sustituto del pan para el pueblo y a la religión como narcotizante opiáceo de la sociedad.

Tras la dimisión del dictador,- otro que se
fue de rositas-“Aquí no ha pasado nada”. Esa era la máxima
utilizada por el régimen monárquico ante la indecencia nacional
provocada por la dictadura. La intención borbónica, como siempre,
se trasladaba a continuar en el trono de ascendencia divina a
cualquier precio, y como siempre hacen los poderosos cuando
tambalean, negociando si hace falta hasta con el diablo, sustituto,
siempre ansioso, del trono divino. Qué aportará la posesión del

Tras la dimisión del dictador,- otro que se
fue de rositas-“Aquí no ha pasado nada”. Esa era la máxima
utilizada por el régimen monárquico ante la indecencia nacional
provocada por la dictadura. La intención borbónica, como siempre,
se trasladaba a continuar en el trono de ascendencia divina a
cualquier precio, y como siempre hacen los poderosos cuando
tambalean, negociando si hace falta hasta con el diablo, sustituto,
siempre ansioso, del trono divino. Qué aportará la posesión del
poder, que nadie lo quiere abandonar. Por fin, les echó la
República. Dicen que se fueron pobres.

Han pasado más de
ochenta años desde la publicación del citado artículo en el
periódico El Sol. La situación tras la dictadura de Franco y la
modélica transición, no difiere más que en el contexto y la
coyuntura en que se desarrolla. Los borbones de nuevo,- sí, de
nuevo-, asimilan, bajo la máxima de los vencedores de aquella
terrible guerra –olvidémonos del romanticismo- , la situación sin
sonrojo. “Hay que olvidar” Hoy, la economía nos anuncia crisis,
casualidad que siempre cojea hacia el mismo sitio con vicio y desdén;
la educación no satisface a nadie, es materialista a la par que
consumidora; y la religión… ¡ah, no!, la religión católica del
poder ha mejorado, es la única que ha mejorado junto con sus
padrinos, los vencedores y el repuesto poder monárquico. Entonces no
había pasado nada, ahora “hay que olvidar”. Se fueron pobres,
dicen; son ricos, sabemos.

Digo “república de las
palabras” porque antes de que el hombre decida las disputas de la
única manera que sabe hacer, mediante la guerra, los grandes
acontecimientos de la historia se producen como consecuencia de un
debate donde cada quien tiene derecho, o debería, a exponer su punto
de vista. Eso sí, hay que tener en cuenta, que nunca los puntos de
vista son exactamente iguales, mejor dicho, siempre son completamente
distintos. Si admitiésemos este pequeño -pero insalvable- matiz del
debate, si aceptásemos la diferencia de opinión y de
comportamiento, quizás las disputas fueran reconfortantes y
constructivas. Las desavenencias y malentendidos convivirían con
nosotros, pero todos tendríamos opinión. Sería el comienzo de una
república. Por supuesto que estos debates se han producido en
momentos estelares de la historia, que diría Zweig, y, aunque no
participaban todos, -al poder no le ha gustado nunca la crítica, y
menos si es de todos- a través de las opiniones generadas por la
crítica se van produciéndo procesos de cambio. Incluso alguna vez,
como en 1931, de corte revolucionario, aliviando en cierta manera el
grado de traumatismo social instalado en el país. Episodios que
cuando consiguen empapar a las clases más desfavorecidas implican
una transformación profunda en la configuración de las relaciones
sociales, por lo tanto, no podemos alejarnos que estos cambios
comprenden la mutación en la esfera económica, política y cultural
de la sociedad, los ejes del poder

El régimen monárquico
quiere que olvidemos la represión que se llevó a cabo sin tapujos y
bajo el amparo de una legislación que contemplaba tanto la pena
capital como la posibilidad de suspender temporalmente los exiguos
derechos que ella misma reconocía. Han apartado la legitimidad que
le correspondía a la República (que no es el mejor sistema político
existente) mediante una transición pactada y reformista sin juicios
ni purgas y con importantes grados de continuismo institucional,
imponiéndonos la monarquía. De esta forma han creado un espacio
compartido de enfrentamiento socio-político. Las generaciones que
fueron cómplices del silencio o del crimen envejecen cara a las
generaciones que desean levantar el velo de la mentira, de la amnesia
o del olvido que nos proponen desde la Constitución otorgada por el
pacto. Las primeras se resisten a reconocer lo que las segundas
demandan cuestionando los relatos construidos por los vencedores de
una guerra que buscaron, pidiéndoles que expliquen sus silencios y
sus olvidos. El cadáver de la república se guarda en los armarios
de la monarquía. Su fantasma molesta en la Zarzuela. Su espectro
acosa el relato de su democracia. Tras la muerte de Franco no se
purgaron las principales instituciones civiles y militares heredadas
de la dictadura. Tampoco se crearon comisiones de la verdad que
investigaran las violaciones de derechos humanos que habían tenido
lugar bajo el franquismo. Y, desde luego, no se celebraron juicios
contra los responsables de las muertes, torturas y detenciones
ilegales producidas en esa etapa. Estos olvidos contribuyen al
desgaste de la legitimidad de la democracia, o por lo menos, a su
ralentización, y, que desde luego, siempre cuestionaran a la
monarquía.

Como insinúa A.
Trapiello en su libro Las armas y las letras, el nieto de
Alfonso XIII “hoy reinante”, podría recibir las palabras que le
dedicó Unamuno al abuelo de aquél “Ha querido colar de
contrabando/la monarquía neta, la del cuco/que fue el abyecto sétimo
Fernado/y aunque en España sobre hoy tanto eunuco/como el muy listo
es embustero y blando/va a salirle al revés el viejo truco”.

Una parte del mundo
académico y de los intelectuales se han dedicado, con acierto y
constancia, a desenmascarar la careta franquista del régimen
monárquico, a intentar abrir el armario de los horrores, a
desintoxicar el hedor a muerte que se desprende todavía en los
desmontes de este país. Pero falta algo. Por eso, otra manera eficaz
de captar el ambiente histórico de la represión a que fue sometido
el ideal republicano, su florecimiento intelectual y artístico, sus
deseos de igualdad social y su coqueteo con los ambientes libertarios
debe incluir los testimonios orales de los individuos que sufrieron
en sus carnes, o en la memoria de sus allegados, los crímenes de
lesa patria, de lesa historia, de lesa dignidad pública y privada,
como dijo Ortega y Gasset en el artículo citado. Sus relatos son los
documentos vivientes que construyen la historia desde abajo, centrada
en las condiciones de vida de los perdedores, de su cultura y de sus
expresiones. Sus palabras son la memoria de los acontecimientos, son
un espacio creador, a la vez que componen la recreación del tiempo.
Del tiempo de sus muertos guardados en el cuarto trastero de nuestra
historia. Su narración memorística significa dar voz a quien
normalmente no la tiene. Es un medio que trata de dejar que los
oprimidos, los marginados y los excluidos se hagan oír, además de
permitir que el punto de vista de los derrotados salga a la luz.

En definitiva sus
palabras nos sugieren una lección que no deberíamos olvidar: que la
vida debe ser comprendida mirándola hacia atrás, sin perder de
vista que debe ser vivida hacia delante. Por turno, igual toca
cambiar de régimen, por lo tanto “Delenda est monarchia”

Julián ZubietaMartínez