Un símbolo se puede entender como la representación perceptible de una idea. Es una forma de exteriorizar un pensamiento, con rasgos asociados por una conformidad socialmente admitida. Su objetivo es la de producir una respuesta de atención inmediata y de comprensión fácil.
La utilización de la simbología en el espacio político-social ha sido una constante en el devenir de la historia. El pueblo, conforme con sus dioses, con sus legisladores o con sus ídolos, elevaba esculturas, edificios y monumentos homenajeando a sus héroes institucionalmente reconocidos. El problema florece cuando la ausencia de legitimidad democrática, impulsa la búsqueda de legitimidades alternativas de corte carismático y, como consecuencia de ello, la necesidad de ensalzar simbólicamente a los usurpadores del poder.
El régimen dictatorial impuesto por Franco era, y es, a todas luces ilegítimo, de manera, que, desde su ascenso levítico al poder, ideo las técnicas propagandísticas que le garantizasen su objetivo político : elaborar una nueva cultura política y una memoria histórica que abarcase la socialización de varias generaciones. Para ello, contó con la posibilidad (la falta de pluralismo que, junto con la ausencia de críticas internas, fomentó el culto al líder y a lo que representaba, allanó el camino) de definir el espacio público de acuerdo con los nuevos esquemas políticos, ideológicos y religiosos, triunfales.
Hoy, casi treinta y cinco años después de la muerte del dictador, la presencia física de esta simbología franquista, se descubre en las siluetas de las ciudades, asomando entre las calles donde hemos crecido, tutelando en el legado del tiempo, las huellas de un pasado que, en la subsistencia de estos símbolos, ha sido, y es, prueba del éxito de las políticas de memoria franquista. La supervivencia de está simbología mantiene el sinónimo de su victoria.
Los ejemplos que voy a citar son de sobra conocidos, pero por ello no menos reales, así nos encontramos con : el Valle de los Caídos, mausoleo de Franco y Primo de Rivera (imitación de la esencia autocrática de El Escorial con sus reyes) gigantesco, grotesco, en medio de la nada ; tremendas piedras protagonistas silenciosas y asombradas, por unas ideas sometidas a la esclavitud de la fuerza (los reclusos políticos eran mano de obra) constructoras de un esplendor sin sentido. El Monumento a los Caídos en Pamplona, cuyo nombre oficial es “Navarra a sus Muertos”, disfrazado y ocultado bajo maderas y cartones por el honroso nomenclator falangista de Sala de Exposiciones Conde Rodezno, mausoleo, a su vez, de Emilio Mola y José Sanjurjo ; sus paredes interiores están raspadas con los nombres de los navarros muertos en el bando franquista, eso sí, ocultos a la vista. Pueblos cuyo nombre fue travestido hasta hoy, como : Quintanilla de Onesimo, en Valladolid, antes Quintanilla de Abajo, hoy honra a Onesimo Redondo, uno de los fundadores de falange ; lugar frecuentado por Aznar cuando era presidente. Alcocero de Mola, en Burgos, antes Alcocero a secas, término donde se estrelló la avioneta de E. Mola ; cuenta con un monolito en su honor de más de veinte metros de altura, en el escenario del accidente.
A la muerte del dictador, la Transición (de efecto continuista) se tradujo en un nuevo régimen que mantuvo la subsistencia de un ideario, de una memoria y de unos valores pertenecientes a la dictadura. Ejemplo de ello son los símbolos que perduran físicamente, obedeciendo al consenso obtenido para el olvido del régimen ilegítimo, es decir, a su no utilización política. No dejemos de lado que cuando un régimen sucede a otro violentamente, por lo general, los símbolos políticos ubicados en el ámbito urbano son retirados de inmediato (Irak, Rumania, Italia…). La simbología republicana desapareció de la calles en un suspiro (aunque algunos efectos perviven). Franco al morir en la cama permitió que la continuidad del pasado se siguiera manifestando en muchos lugares y en muchas conciencias. Pero, el tiempo no ha sido su aliado, ha sido su juez.
La propuesta de Franco era clara : conquistar el poder a cualquier precio, incluso asesinando. Los que eligieron seguirle no tienen excusa ninguna, lo sabían. De hecho, había ganado una guerra y estaba depurando el país. A la hora de pronunciarse, se atiende menos al contenido que a la confianza, el remordimiento y las recriminaciones no llegan sino a posteriori.
Estos defectos, ya he mencionado que han pasado casi treinta y cinco años desde su muerte, se han intentado corregir, nunca es tarde para ello, aunque nos topamos con la paradoja de las leyes.
La Ley de la Memoria Histórica, de 2007, desarrolla en su Art. 15 la actuación de las Administraciones públicas en el asunto relacionado con los símbolos y los monumentos públicos que tenían relación con la exaltación y la represión de la Dictadura, ordenado su retirada, salvo excepciones (otra vez la ambigüedad de este país) ; la misma Ley en su Art. 16 hace referencia al Valle de los Caídos, otorgándole las mismas normas que a los cementerios públicos. Otra ley de referencia es la Ley de Símbolos de Navarra, de 2003, que en su Art. 18 habla sobre la retirada de la simbología franquista en el plazo de un año tras su aprobación.
Advertimos que la Administración pública pasa por alto el valor de estas leyes (a su conveniencia y en según que casos) como muestran los ejemplos citados anteriormente. Mi pregunta es ¿qué deberíamos conservar de nuestro pasado y qué deberíamos desterrar ? Si la democracia, ha dispuesto leyes para eliminar los signos que alimentaron la desgracia de una guerra y de su posguerra, la supresión debe acatarse en su totalidad. No se pueden ocultar bajo los disfraces (Pamplona), no pueden ser centros de peregrinación nostálgica (Valle de los Caídos), no pueden perdurar topónimos travestidos (los pueblos) y, desde luego, no se pueden colocar nuevos símbolos que recuerden a las víctimas (muchas desparecidas todavía) un pasado que les ha perseguido toda la vida, señalándoles lugares donde el genocidio y los crímenes contra la humanidad sean visitados como algo que pertenece legítimamente a la democracia actual. Lo contrario es oxigenar las cenizas del conflicto.
Para concluir en el desacierto de nuestros gobernantes no me queda mucho que añadir, aunque no puedo pasar por encima la leyenda que se puede ojear en una de las placas (son dos) que adornan los laterales de la fachada principal del Palacio de Capitanía General de Burgos (ya no lo es) : “En este Palacio cuna del Glorioso Alzamiento Nacional residió durante los heroicos de su comienzo el Ilustre General y bienhechor de la Patria Excmo. Sr. D. Emilio Mola Vidal. Desde aquí dirigió las primeras operaciones que culminaron en la brillante campaña de Vizcaya durante la cual encontró honrosa muerte por Dios y por España el día 3 de junio de 1937 al lograrse su magno empeño de liberación de todo el norte hispano. El pueblo de Burgos rinde a este heroico y ejemplar soldado de España su más ferviente homenaje, 21 de octubre de 1937. II año triunfal”.
Si la lectura de estos pocos ejemplos, hay muchos más por la geografía hispánica, es el cumplimiento de lo que las leyes dictan, estoy seguro de que la memoria de los que fueron víctimas y de sus descendientes nunca prescribirá. Gracias por mantenerlos.
Julián Zubieta Martínez