Parodiando la famosa creación de Goscinny y Uderzo en los guiones de Astérix, diríamos : ¡están locos estos borbones ! Y ello, porque ahora declaman, sin sonrojo ninguno, y a los cuatro vientos : ¡qué viva la Pepa !
Digo locos, porque no dejan de asombrar, a los mortales, con su tesón por no perder su reino, agarrándose a cualquier modelo sociopolítico inventado. Y sino, se lo inventan sus protectores, y, ¡qué viva la Pepa ! El último ingenio para la permanencia real se produce con motivo de la conmemoración del bicentenario de la primera sesión de las Cortes de la Isla de León (San Fernando) ; no le han faltado escrúpulos a Juan Carlos para apelar al espíritu de la Constitución de Cádiz, para continuar, según dijo con “una España unida”.
Parece que la asignatura de Historia no es su plato fuerte. Ya se sabe, en casa del herrero…. No es de extrañar, por otra parte, que ensalcen a la Pepa, tal es el paralelismo de la Monarquía constitucional, aprobada entonces, con la Monarquía parlamentaria que ha aprobado la Constitución en vigor. En los dos periodos su poder se mantiene intacto, pese a los malos ratos que han tenido que pasar para conseguir apagar su sed de ambición. Entonces, perdido el trono por las disputas por poseerlo entre Carlos IV y su hijo Fernando VII –conocido por El Felón o El Deseado-, a favor de Napoleón y su hermano José I Bonaparte –Pepe botella- , recuperaron el cetro de ascendente divino, porque la Junta Central y las Cortes de Cádiz soportaron el poder en su nombre, dedicando sus esfuerzos a plantear las reformas, que creían necesarias, para el futuro (luego así pagaron esa fidelidad a los borbones). En la actualidad, también las disputas por el trono entre padre e hijo y las preferencias de Franco, inclinaron la corona hacia el monarca del “presente”. Aunque, en este caso, los que aguantaron el poder, no proyectasen reformas para el futuro, más bien se dedicaron a mantener el pasado a través de la judicatura, el ejército y la religión, básicamente el absolutismo Borbón.
La pena es que, hace doscientos años, se perdió la ocasión de derrocar definitivamente la monarquía, tal como ocurrió en Francia con la Revolución de 1789. Lo que acabó, otra vez en el absolutismo más radical, se podía haber resuelto como un sistema federalista basado en las Juntas provinciales. “La hidra del federalismo –decía la Junta Central de 28 de octubre de 1809- osa otra vez levantar sus cabezas ponzoñosas”, condenando con ello las pretensiones de algunas juntas provinciales que “pretendían continuamente nuevos fragmentos del poder soberano”. Los aires revolucionarios traspasaron los Pirineos, impregnando con su aroma el descontento popular. Esta atomización surge por el vacío de poder central –recordemos que, como en otras ocasiones, los borbones cuando pintan mal huyen- . A los constantes desaires monárquicos, se les unen las noticias progresistas de la utópica libertad napoleónica, pronto desenmascarada por su procesión de muerte y ruina. Pero la pirotecnia revolucionaria necesita tan sólo de una chispa para mostrar su artificio. La identidad del pueblo se establece en las Juntas locales – por lo que emanan directamente él-, expresando teóricamente las aspiraciones de las categorías sociales desheredadas, y sobre todo, aportando el capital necesario para afrontar la invasión gala. Pese al contexto caótico en el que se encontraban, no se olvidaron de mantener el factor de estabilidad, tan deseado por los que recurren siempre al orden centralizado e institucionalizado coercitivamente por los Estados. Y eso, abandonados como lo estaban, por la realeza y sus acólitos. Bien es cierto, que tan sólo se mantuvo en su condición federalista la Junta de Valencia, las demás se centralizaron en Sevilla y acabaron en la Regencia de Cádiz, eso sí, amparada por la Soberanía Popular.
La otra visión de la historia, la que no es oficialista, la que no se nutre en la mezquina saga del vencedor, sino en la reflexión del vencido, la que no ve en la Guerra de la Independencia el germen nacional, la que vislumbra el federalismo, otra vez abortado por los reaccionarios, propone un diálogo entre opuestos, y una visión de la historia, que aunque no este despojada de prejuicios o intencionadas ideologizaciones, por lo menos, da una oportunidad de expresarse a las otras opiniones. El escenario elegido para la celebración del bicentenario mencionado por parte de la monarquía, se sitúa en una Iglesia –entonces también-, con nutrida asistencia militar acompañando a la realeza, vanagloriando una Constitución que derogó, sustancialmente, la Soberanía de orden divino a favor de la Soberanía del pueblo. ¡Están locos estos borbones ! Ya sabemos que la democracia no siempre conduce a las buenas políticas, mucho menos a las mejores, pero sí proporciona una oportunidad para corregir los perores errores, eso sí, hay que afrontar la realidad con la responsabilidad necesaria y la humildad de haberlos cometido. Dos años después de entrar en vigor la Constitución de 1812, Fernando VII promulgó un decreto que restablecía la monarquía absoluta, que declaraba nula, y sin efecto alguno, toda la obra de las Cortes de Cádiz. Esto es lo que tenía que celebrar la monarquía. El retorno al poder. Como hacen en la actualidad, el día de las Fuerzas Armadas, el día de Santiago y el 6 de diciembre. ¡Están locos estos borbones !, diría Astérix.
Volvió la Inquisición, el terror de las ejecuciones, la censura, el exilio y el oprobio de los diferentes, entre otras mezquindades. Trataron al pueblo con toda la dureza y severidad propias de invasores victoriosos. La herencia que dejó el Felón se fraguó en doscientos años de guerras y dictaduras. Pero, lo que no se le puede imputar a la monarquía es su aprendizaje a través de a experiencia, en este caso directa, y de sus lecciones, porque el final de la I y II República, es un calco directo de la trayectoria que se mantiene en vigor : huida de los borbones y retorno, tras mutilar las libertades. Incluso, hoy todavía, la Ley de Pragmática Sanción aprobada en 1830 por Fernando VII, mantiene a las mujeres apartadas del trono. Claro, celebran el progreso de la tradición. Cuantas veces nos topamos, como en el Ricardo III de Shakespeare, personajes que llevan la máscara de la humanidad y la virtud hasta que consiguen el poder, y ya, sin disputa, se muestran tal como son, tiranos del poder.
Miramos el pasado que celebran y vemos el presente que nos restregan. Quizás, en vez de celebrar su permanencia en el poder, deberían, aunque tarde y fuera de lugar, manifestar un meo culpa. Nunca se han hecho, desde ellos, voz los vencidos. Las carnicerías de las guerras carlistas, las atrocidades y tropelías del franquismo, la ansiada igualdad en la justicia y la solidaridad, siempre inalcanzable, entre distintos, son “daños colaterales”. Como digo, aunque fuera lamentable y no disminuyera en nada la responsabilidad de sus autores, el meo culpa apaciguaría la ética de los herederos, que los hay, de todos su beneficios.
Mientras tanto : ¡Qué viva la Pepa !
¡Están locos estos sobornes !
Julián Zubieta