Todas las épocas históricas agotan su tiempo. Sus paradigmas iniciales, con el tiempo, conservadores y tradicionalistas, necesitan ser renovados. Pero, es muy difícil que los poderes establecidos acepten nuevas imágenes de la realidad, que sirvan a un nuevo marco de teorías y de nuevos supuestos, que ya, no reconocen la naturaleza de las condiciones instauradas por el obsoleto y consumido paradigma reaccionario.

Todas las épocas históricas agotan su tiempo. Sus paradigmas iniciales, con el tiempo, conservadores y tradicionalistas, necesitan ser renovados. Pero, es muy difícil que los poderes establecidos acepten nuevas imágenes de la realidad, que sirvan a un nuevo marco de teorías y de nuevos supuestos, que ya, no reconocen la naturaleza de las condiciones instauradas por el obsoleto y consumido paradigma reaccionario.

La historia, agotada, se refugia en la nostalgia de su poder, como un anhelo del pasado, a menudo idealizado y poco realista, con la sensación, sin certeza, de lo que se ha tenido y ya no se tiene, o lo que es peor, de lo que se tiene y se puede perder. La historia no olvida su fuerza, su poder, por eso interviene directamente en la construcción del nuevo paradigma. Vuelve a caer en la torpeza de no interesarse por otra opinión, por otra estructura, que no sea la que quiere oír y dominar. Esta es la génesis de la nostalgia del poder, originaría a su vez del fanatismo de su tiempo y de un futuro próximo, por lo mismo, heredera de otros fanatismos. Sólo bebemos de las fuentes que conocemos, con lo cual, lo único que buscamos es reafirmar las certidumbres que justifican nuestros sentimientos y convicciones.

Esta herencia nostálgica del poder, la convicción de haber sido fuertes, es el muro contra el que se enfrenta la construcción de los futuros paradigmas históricos. La pugna entre estos dos rivales, lo nuevo y lo antiguo, nos enseña que no tienen las mismas herramientas de convencimiento. Por un lado, el nuevo paradigma nos predispone a un nuevo debate ideológico, a la presentación de un nuevo escenario histórico que ahuyente a las tradiciones reaccionarias ; la nostalgia del poder se revuelve, proponiendo desde su fundamentalismo, la división maniquea de las identidades, intentando impregnar al nuevo paradigma de su propia esencia. Agua y aceite. Los dos métodos pregonan sus adhesiones, profieren sus anatemas, movilizan a los suyos, demonizan a los enemigos…, alcanzando el fanatismo, el umbral, el paroxismo orgásmico de la violencia.

Así, lo que la nueva ideología podía aportar al progreso de la humanidad se desborda, construyendo el afán genético de la violencia. Su rival, agazapado en la nostalgia de lo acostumbrado, busca en el elementalismo su fanatismo. Los dos rivales, ahora son iguales, ideología e identidad se funden en violencia hereditaria.

Las acciones, ahora unidas, de unos y de otros, son la raíz de los fanatismos del presente. La historia nos ha mostrado que, la obstinación del fanatismo, siempre apasionado e incondicional, necesita la adhesión a una causa que entusiasme a una masa desmotivada por un presente corrupto e inquietante, con un futuro interrogativo que no cuenta con el pasado. Así, otra vez, es el fanatismo el que sale victorioso, ese bastardo de espíritu y violencia, quiere imponer la dictadura de una manera propia de pensar. Al reconocer sólo su sistema y admitir sólo su verdad tiene que hacer uso de la violencia para reprimir cualquier manifestación de diversidad, una diversidad que debería se fruto de la variedad humana. La nostalgia y el fanatismo se olvidan de que es la búsqueda y no el hallazgo lo que nos hace crecer.

Los dos rivales necesitan, cada uno por su lado, reencarnarse en una figura como arquetipo de sus intereses. Teniendo en cuenta, que un solo individuo puede hacer que la masa se deje llevar por sus pasiones, pero casi nunca aplacar después la pasión desencadenada –Hitler, Napoleón, Stalin, Nasser…- nos encontramos, que la invitación al fanatismo tiene que reconocer la responsabilidad de estar llamando a la desunión del mundo, a la guerra contra las otras maneras de pensar o vivir.

Los dirigentes de la democracia capitalista se han enfangado en la nostalgia del poder, han abierto las puertas al fanatismo, olvidándose que la violencia significa necesariamente injusticia. La legitimidad de su imperio pasa por mantener el orden por el único medio que conocen : la imposición de su autoridad. Deberíamos darnos cuenta de que su orden, no daña a aquellos que lo justifican y lo dirigen sino, que, casi siempre, descarga todo su peso sobre los inocentes, sobre los débiles, que no ganan nada en con ese control. La advertencia de Cicerón es certera : “la peor parte de la violencia les toca a aquellos a los que la guerra ni les va ni les viene e, incluso si el resultado de la misma es el mejor posible, la felicidad de una parte es la desgracia y la ruina de la otra”. Si la idea de la violencia no puede asociarse con la idea de la justicia ¿cómo puede haber una guerra justa ? ¿Cómo se puede justificar la violencia ?

Sabemos que la tiranía de cualquier pensamiento es una declaración de guerra contra la libertad espiritual de la humanidad, y, sabiendo que todas las ideas tienden por esencia a la hegemonía –lo mismo que la pertenencia a un partido, hoy, requiere sentir, ver y pensar como él- tenemos que preservar la libertad de pensamiento en cualquier circunstancia, ya que sin libertad, la justicia, la única idea que debiéramos compartir entre los seres humanos universalmente, es imposible.

La mirada al pasado histórico nos debe servir de antorcha que ilumine el presente. Lo que nos revela la verdadera historia es una marea, un océano de terribles sufrimientos que, como R. Kapuscinski nos señala, siempre, entre sus componentes, nos encontramos tres plagas, tres pestes : el racismo, el nacionalismo imperialista y el fundamentalismo religioso. Los tres con el mismo denominador común, la irracionalidad y el fanatismo. La mente de la historia nos muestra que la monotemática de estos aspectos, gira en torno a un único tema : el enemigo. Pensar sobre el enemigo nos alimenta, nos permite existir. Por eso el enemigo siempre está presente en los paradigmas históricos, nunca los abandona.

Lo mismo que la naturaleza ha prestado el amuleto del instinto al zahorí, debemos estar atentos, fijarnos en los detalles, leer en el corazón de los otros para que el nuestro bombee justicia, no perder las guías del agua que desembocan en la investigación de los problemas, encontrar, donde otros pisan y no presienten nada. Pero, por mala suerte, o por legitimidades usurpadas desde la nostalgia pasada del poder y del fanatismo del presente, raramente las naturalezas que comprenden son las que actúan, pues la amplitud de miras frena la fuerza del fanatismo.

Nada de nosotros va a permanecer, por ello, debemos desvestirnos de la nostalgia y del fanatismo. Preguntarnos por lo qué es el saber, qué es el valor, la templanza y la justicia, por qué justificamos nuestra ignorancia. La diferencia qué hay entre ambición y avaricia, servidumbre y sujeción, licencia y libertad ; en qué medida debemos temerle al dolor y a la vergüenza. El verdadero espejo de los razonamientos es el curso de las vidas, lo que debe reflejar el horizonte es el testigo de la búsqueda. Lo único que debería perdurar del ser humano, es el testigo de la búsqueda para que los demás inicien su propia carrera y pasen el testigo de la historia, a poder ser con menos nostalgia de fanatismo.

Julián Zubieta Martínez