A lo largo de la construcción histórica europea, Monarquía e Iglesia han porfiado por el derecho divino del poder. Luego, más tarde, se les sumo el Estado. Desde la coronación, en Aquisgran, de Carlomagno por medio del papa León III, se selló institucionalmente, otra vez, la alianza entre dos poderes que se hacían sombra.
Este acto paradigmático, donde política y diplomacia garantizan la pragmática imposición del derecho divino al poder terrenal nos enseña, sin disimulos, los intereses camaleónicos de las dos fuerzas, su transformismo, para mantenerse en las cumbres del poder. La uniformidad de este episodio ha sido una constante en el espacio geopolítico europeo, puesto que la continuidad de su doctrina (entendida según el Littré, como : “el conjunto de dogmas, bien religiosos, bien filosóficos, que dirigen a un hombre en la interpretación de los hechos, y en la dirección de su conducta”) llevó a la Monarquía, a aceptar una legislación que, como le insinuaba la Iglesia, a veces, no podía regularse por las leyes humanas. A este efecto, Marsilio de Padua afirmaba que : “hay actos de los que no se puede probar que hayan sido o no realizados por los hombres y que, sin embargo, no pueden ocultarse a Dios”, marcando la esencia católica, en aquel tiempo, de la Monarquía.
Esta dual entente proclama la negación radical de la Iglesia a aceptar la diversidad de los pueblos que componían el espacio geopolítico del continente europeo, observando consigo la universalidad total, aceptada por la monarquía imperialista, que desembocó en la versión dominante del otro componente de la entente blasfema : el Estado. El efecto nivelador de esta doctrina totalitaria, germen de los totalitarismos y fascismos de los siglos venideros, ha afectado en el comportamiento y en el lenguaje de las viejas culturas que conformaban el suelo del continente. Las opciones políticas, impuestas mediante la represión y la violencia, no coincidían con las elecciones existenciales de los pueblos anteriormente asentados. Se ofrecía la nueva culturización mediante un renovado modelo de inculturización vertical, olvidándose de los valores espirituales, de los mundos dialectales y lingüísticos diversos e enriquecedores que construían un espacio de relaciones plural, entre sociedades diferentes y con intereses divergentes.
Fue Hobbes el que rechazó el recurso de lo sobrenatural, negando la existencia de ideas innatas, insistiendo en la importancia de las definiciones, los signos y el lenguaje. Es el racionalismo antiaristotélico de su Leviatán, donde en el capítulo “El reino de las tinieblas” denuncia la utilización de la demonología, los exorcismos y el temor al diablo, y de los beneficios que de todo ello obtiene el clero. La ansiedad humana se encuentra en el origen de la religión aceptada y utilizada por la monarquía, y viceversa. Hobbes, considera que la sociedad política no es un hecho natural, sino que la soberanía está basada en un contrato, pero no entre el soberano y los súbditos, sino entre individuos que deciden darse a un soberano. El contrato, lejos de limitar la soberanía, la funda. Así, el Estado aparece como una persona, que pregona la suma de intereses en búsqueda de la felicidad, donde, según él, hay que fundamentar la vida, originando la controversia entre lo eclesiástico y lo civil ; Hobbes, nos dice : “Ninguna autoridad espiritual puede oponerse al Estado. Nadie puede servir a dos señores. El soberano es el órgano no sólo del Estado, sino también de la Iglesia”. De esta forma se encuentran afirmados el poder y, también, la unidad del Estado. Estas ideas son el protocolo del absolutismo, de la entente, entre Monarquía, Estado e Iglesia.
Esta es una de las pinceladas entre las muchas que podemos encontrar, no sólo en el continente europeo, donde advertimos que estos tres segmentos de la sociedad se adaptan mutando sin escrúpulos, injuriando y blasfemando contra la sociedad a la que someten, sino en casi todas las civilizaciones. Sus componentes tratan de mantenerse en el Poder y utilizan la astucia cuando no disponen de la fuerza necesaria, raramente ocasional. Tras la Paz de Wesfalia, se inicia un nuevo orden que engarzaba las tres piedras preciosas de la entente, en la joya dorada del poder ; los católicos cedieron a las religiones propias de cada frontera (la reforma protestante les obligó, igual que el anglicalismo), la razón de estado francesa imponía el esbozo de un nuevo modelo legislativo y los pequeños estados perdieron su identidad, absorbidos por las culturas mayoritarias. Las monarquías de los Habsburgo, Borbón, Austrias, Tudor, Orleans…los diferentes papados y los nuevos conceptos de Estado –totalitarios, fascistas, democráticos…-, camparon a sus anchas por el suelo europeo, guerreando por diferentes motivos, con un objetivo común : la permanencia en el poder.
Los vicios de la triple entente, también se instalaron en el espacio geopolítico asignado a la frontera hispánica, cuyo resultado más reciente nos condujo al desastre del siglo XX en territorio español. Además, con una repercusión ineludible en la actualidad.
La instauración de la República redujo considerablemente la actuación de los poderes mencionados, incluso con la desaparición de alguno –nos habían tocado en suerte los borbones-. Por ello, la sublevación de los descontentos activó la guerra civil. El resultado, la dictadura franquista. Con el franquismo, la Iglesia tenía la posibilidad de intervenir de nuevo, de reprimir, sin que resultase contradictorio su comportamiento con el autoritarismo totalitario del régimen impuesto bajo el fuego bélico. El comportamiento eclesiástico contradecía brutalmente cualquier voluntad formalmente democrática dentro de las fronteras estatales. El mecanismo era sencillo –lo llevan haciendo durante siglos- : todo el aparato del poder (justicia, ejército, economía) adoptó una función conservadora y reaccionaria y, así, ponía automáticamente sus instrumentos al servicio de una Iglesia mancillada. Un ejemplo más del poder de adaptación o de permanencia, mejor dicho, de estos poderes.
En la actualidad, esta tremenda capacidad de transformación camaleónica que tienen estos tres verdugos de la sociedad, hacen un nuevo juego de prestidigitación círquense : la Iglesia se ha conjuntado con la Monarquía –no olvidemos que el rey juro las bases del movimiento franquista- y el parlamentarismo democrático acepta, de buena gana, el envite. Existe un doble o triple nexo en estas relaciones : por un lado, la Iglesia acepta la monarquía hereditaria del franquismo, concediéndole su consenso y apoyo, sin los que, hasta hoy, la monarquía –antes de origen divino- no habría podido subsistir ; aunque para ello la iglesia ha tenido que admitir y aprobar –con mucho recelo y demostrando públicamente su desacuerdo, sobre todo, en los temas referidos al divorcio, al aborto, la orientación sexual…- la exigencia liberal y la formalidad democrática travestida de legalidad constitucional. Elementos que sólo ha admitido, y digo sólo, a condición de obtener del poder la tácita autorización de una educación concertada y un predominio religioso prioritario en la sociedad. A lo que, como M. Vicent indica : “la democracia y sus representantes han accedido de muy buen grado”.
El juego es sibilino y sutil, los actores desarrollan en la tarima del escenario su papel con una excelsitud admirable. El Estado aporta los medios económicos, mediante concordatos con la Iglesia y con la partida presupuestaria a favor de la corona. El pacto de la entente se reafirma, mediante la ocultación, por parte de la Iglesia, del sentido antidemocrático de un Estado elitista. Aquélla ejecuta su papel histórico e histriónico con brillantez, su sentido inquisitorial invade cualquier progreso social, tapando la actuación entre bambalinas de un estado que confía su neoliberalismo capitalista, en las instituciones instaladas en la corrupción sistemática, concediendo el papel de marioneta de cartón a la corona, favoreciéndola, a su vez, con la instalación de los privilegios reaccionarios.
Por fin, la alianza faústica prevalece entre Iglesia, Estado y Monarquía, un conjunto que en ningún momento es contrario a la reacción. El fondo de sus expectativas se fragua en el pragmatismo del poder, la triple entente agradece, maquiavélicamente, la justificación de que le fin puede justificar los medios. En este caso, guerras, tiranías, hambrunas, esclavitud, expropiaciones y demás actos injuriosos y blasfemos, son cometidos por los representantes de Dios, de la razón y de la pureza real, en contra de sociedad. Su engaño nos invita a participar en sus actos de reafirmación, saben de sobra que la participación de la sociedad en las grandes decisiones políticas es requerida por su pragmatismo. Necesitan una cultura de aglomeración, un consumo globalizado y unas creencias uniformes, para triunfar.
La blasfemia de la entente reclama el orden desde el desorden. Un orden de Estado con la fuerza en manos de los poderosos para controlar, como siempre por medio de la legitimación de sus leyes si hace falta, a los que no se incluyen en su juego, sacándolos de encima con alejamientos, encarcelaciones o ejecuciones.
El fin de estos poderes es siempre la reorganización camaleónica y la homologación totalitaria del mundo. Eso sí, siempre, bajo su entente blasfema.
Julián Zubieta Martínez