Toda revolución en su objetividad muestra, entre otras muchas enseñanzas, la necesidad de romper para reconstruir. Existen diferentes intenciones entre los revolucionarios, lo mismo que existen modelos heterogéneos de revolución.
Los hay, y las hay, con convicción reaccionaria –volver a un modelo anterior, siempre en contra del presente y del futuro-, con intencionalidad de cambio radical –mudar absolutamente todo lo referente al régimen de poder instaurado- y las que suponen un mero aviso a la sociedad –intentar que no cambie nada, que todo siga igual, para todos-. Los dos primeros argumentos, necesariamente, solicitan ayuda a la violencia para alcanzar sus objetivos. El último, es más sibilino. No necesita ejercitarse tan violentamente, necesita tan sólo máscara del anonimato, sobre todo, desde la contra. Para lograr el objetivo deseado, sin crear demasiadas alarmas entre la población, se nutre de un poderoso entramado parapolicial y militar que mitigue las intenciones de cualquiera de los dos argumentos señalados anteriormente. De todas formas, todos los proyectos se ladean hacia la posesión del poder, todos bogan en demanda de la igualdad perversa, aunque en los prolegómenos auguren la igualdad o la diferencia. Tan sólo, y normalmente para embaucar a las masas, en los orígenes prerrevolucionarios, cuando los discursos son más calurosos, más agitadores y alentadores, los adalides revolucionarios implican a la revolución, me da igual cualquiera de las tres, a escoger un camino hacia un porvenir más racional y más justo.
Se pueden mencionar numerosos procesos revolucionarios a lo largo de la historia de la humanidad, cualquier época vale (no hemos cambiado tanto), pero, entre éstos, hay que matizar las circunstancias económicas, políticas, demográficas, tecnológicas, religiosas y culturales (entre muchas más) de cada coyuntura. Son las condiciones que nos obligan, desde el presente, a pasar por el tamiz de la historia los procesos recurrentes a la mera especulación teórica, tan de moda siempre. Un momento clave en la práctica revolucionaria, en la impresión ideológica que estamos pagando en el presente, digamos el sustrato histórico, el humus que sostiene la noción, que no la comprensión de los derechos del hombre, pertenece a la edad moderna. La doctrina de la razón entró en erupción en la época de las convulsiones agitadoras, turbulentas belicosas y ruidosas de los siglos XVII y XVIII.
Los paradigmas de la razón se inscriben en la Independencia de los Estados Unidos y en la Revolución francesa. Ambos sucesos derivan del pragmatismo británico. Uno, heredero directo, con efectividad individualista, como es el caso de los americanos, y, otro, como contrario a los evangelios de la isla, caso de Francia, más inclinado hacia las doctrinas laicas, estatales e igualitarias. De esta encrucijada revolucionaria, se abre camino el germen de la esperanza de igualdad, de la exigencia que se hace de ella, desde luego, siempre, aceptando sus errores y sus logros. Entonces, a la razón se le reconoce la honestidad y se le pide asiento exclusivo, en un caso para la individualidad humana, y en el otro, para la colectividad, pero los dos, en oposición al racionalismo trascendente de las épocas precedentes. Épocas donde la inexistencia de razón, era administrada por los juicios de autoridad, fundados en la revelación y la tradición, que hoy se quieren volver a institucionalizar.
Ambos modelos han fracasado. Me explico. A los valedores de ambas revoluciones se les llena el orgullo defendiendo, sin sonrojarse, el sistema institucional diseñado por las constituciones de los dos estados. Igualdad, fraternidad y libertad, por un lado, y el “laissez faire”, por otro. Hoy, tras casi dos siglos de colonialismo e imperialismo de perversa igualdad, nos encontramos con que casi las tres cuartas partes del mundo se muere de hambre y de sed. La libertad no existe si subsisten los privilegios. La desigualdad que se deriva de la riqueza permanece intangible, por ello, hay que reivindicar que la igualdad es el impulso esencial que siempre han hecho los desamparados, que sólo piden eso, igualdad. Quizás ser persona significa, como indica Zweig, contentarse con satisfacer las necesidades mediante el trabajo personal, sin desdeñar la comodidad ni el bienestar, pero sin buscar el lujo ni la pereza.
El fracaso de los modelos señalados, creo yo, radica en no saber frenar la vanidad de los movimientos sociales, (siempre aparecen los aprovechados). El ser humano tiene que comprometerse a tener ambición, pero sin vanidad. En el caso de la Revolución francesa es manifiesta la presunción humana. De sobra sabemos que una revolución nunca pertenece al primero, al que la inicia, sino al último, al que la culmina aferrándose a ella como una presa. Napoleón representa el cenit del cambio deseado por la igualdad de las masas, pero el dominio de la razón, no constituyó la eliminación de la autoridad reaccionaria sin cobrarse un precio. Un importe, otra vez, y son muchas, elevado y alto para el pueblo, facturando la vida de millones de personas. ¿Para qué ? Como decimos, poco importa la libertad sin la igualdad, poco importa la misma igualdad política sin la igualdad social, a la que hoy sigue sometida la mayoría mundial.
El caso de los americanos es parecido. El magma de sus parámetros es calcado al caso francés, aunque con otra vestimenta. Tras aniquilar, comprar, despachar, colonizar e invadir a los pobladores indígenas de las tierras que hoy ocupan, tras ejercitar su imperialismo por todo el mundo, (Europa, Centroamérica ; Sudamérica, África y Asia han sufrido las garras de sus mercenarios) llegamos al agotamiento del “american life”. Su decadencia económica, origen de la crisis mundial actual, ha originado, insisto por todo el mundo, recorte de salarios, recorte de prestaciones, temporalidad en el empleo, alargamiento de la vida laboral a cambio de un sueldo más bajo, menos impuestos, menor gasto en bienestar, menor regulación laboral, compra de sindicatos, efectos reales a consecuencia de su decaimiento, que han desencadenando la competencia económica mundial del capitalismo reorganizado. Capitalismo instalado en el neoliberalismo, financiado y aprovechado de las corporaciones bancarias.
Como decíamos al principio, los dos sistemas creados por estas revoluciones, han utilizado el tercer modelo -intentar que no cambie nada, mediante la máscara de la demanda de una igualdad con tintes perversos-. El resultado es evidente. Estamos instalados, sobre todo en lo que arrogantemente denominamos primer mundo, en el engreimiento de una tremenda estupidez. Fanfarroneamos a favor de la ruptura de las jerarquías morales, pero obviando que en el transcurso de la historia son las condiciones materiales y el nivel tecnológico lo que conforma y, a la vez, provoca la tremenda desigualdad. El orgullo del individualismo, el exceso y la autoridad del colectivismo mal entendido de esa revolución que proclamaba “liberté, égalité, fraternité”, han sumado las fuerzas con el poder económico, y entre los dos conceptos, trabajando en la oscuridad, igual que germina la simiente en la entraña de la tierra, han conseguido mantener, durante casi dos siglos, un poder que ya es reaccionario, conservador y elitista.
Tres cuartas partes del mundo demandan igualdad, pero no perversa. Las revoluciones de entonces decidieron bautizarse así para impulsar el cambio de entonces, pero, a su vez, ¿qué más perpetuo que la idea de cambio, que no se extingue ni cuando se produce ? Porque cada nueva situación, una vez asumida, acaba por estabilizarse y plantear, al cabo de un tiempo más o menos largo, la posibilidad, el deseo o la necesidad del cambio.
Los abandonados por este primer mundo no necesitan invasiones, ni colonizaciones neoliberales bancarias. Necesitan desmontar la organización social y de los principios que la gobiernan. Necesitan la transformación de las relaciones sociales, la anulación de los privilegios. Necesitan un nuevo parámetro, una nueva revolución que hierva hacia el cambio de estructura social y económica. Demandan, en definitiva, una igualdad que no sea perversa.
Julián Zubieta Martínez