El movimiento de la ola revolucionaria que se ha generado en norte de África puede propagarse fuera de la zona. Hay mar de fondo, y la ideología o la esperanza de libertad, se traslada a lugares muy alejados, pero con la misma sensación de sometimiento. No son espacios de conflicto nuevos, pero sí se trata de renovados aspectos críticos contra la lujuria de poder del mundo desarrollado.
Normalmente, la esperanza
de vida humana rara vez soporta más de ocho décadas en la tierra
–en el mundo subdesarrollado mucho menos-, y más raro es
que, en este corto periplo de tiempo, no se produzcan acontecimientos
bélicos. Vegetamos, pero si se quiere, la esencia humana puede
participar en el devenir de un mundo menos injusto. Pero claro, para
ello se necesitamos comprometernos y dedicar tiempo. Es más fácil
instalarse en la comodidad del progreso conocido, dejándonos llevar
Normalmente, la esperanza
de vida humana rara vez soporta más de ocho décadas en la tierra
–en el mundo subdesarrollado mucho menos-, y más raro es
que, en este corto periplo de tiempo, no se produzcan acontecimientos
bélicos. Vegetamos, pero si se quiere, la esencia humana puede
participar en el devenir de un mundo menos injusto. Pero claro, para
ello se necesitamos comprometernos y dedicar tiempo. Es más fácil
instalarse en la comodidad del progreso conocido, dejándonos llevar
por una plácida costumbre –sobre todo, sino nos afecta
directamente la incomodidad de la necesidad, o tenemos cubiertos los
caprichos “son tan pocos”- que proponernos, aunque sea
imaginariamente el esfuerzo de la duda. Nuestro credo es el
autoritarismo material, el cual nos garantiza la utilización
inconsciente del vocabulario política y socialmente conservador “la
que nos toca es la peor de las crisis conocidas”. Eso sí, para
nosotros y lejos de nuestro suelo protegido. Es la lógica de la
demagogia la que nos arrastra hacia esa ingratitud y egoísmo. Si nos
dan a elegir, preferimos la lujuria del poder y mirar hacia otro
lado.
La subsistencia en el
presente nos exige olvidarnos con prontitud del pasado. Por eso,
tendemos a mirar las ruinas anteriores como si se tratasen de modelos
inocuos en nuestra construcción civilizatoria. Idealizamos las
ruinas del Mediterráneo encajando nuestro saber originario en Grecia
y Roma, asombrándonos e idolatrando la cuna que mece nuestra cultura
y las ubres que amamantaron nuestra intelectualidad. Ambas orillas
del mar nos muestran las ruinas materiales de sus emporios
colonizadores; nosotros acudimos en masa a fotografiarlas desde todos
los ángulos posibles creyéndonos sus descubridores, pero, se nos
pasan muy de largo las otras ruinas, las de nuestro comportamiento
contra la historia. Sabemos que somos hijos de su cultura, pero
olvidamos y rechazamos la barbarie que nos creo, su lujuria de poder.
Actualmente asistimos de
nuevo como protagonistas no invitados a una guerra en la cuna de la
civilización europea y, no nos olvidemos, africana. He comenzado
hablando de Grecia y Roma como imperios colonizadores, porque el
problema también tiene su origen en la colonización ininterrumpida
del continente africano por las diferentes naciones hijas, en cierta
manera, de las civilizaciones mencionadas. Los paralelismos son
inevitables, a pesar de que el contexto y el contenido corresponden a
parámetros diferentes. Lo que no difiere es la pregunta recurrente
sobre si es o no es justa la guerra, las de entonces y las de ahora,
claro.
Partimos, por ello,
sabiendo que la reflexión sobre la guerra justa viene de lejos.
Aristóteles, Cicerón y Tucídides ya analizaron el tema. Lo mismo
que, más recientemente, deliberaron sobre la justicia o injusticia,
San Agustín y Tomás de Aquino, Francisco Suárez y Francisco de
Vitoria y más actualmente Hobbes y Sánchez Ferlosio, entre otros
muchos. Una de las respuestas a esta pregunta argumenta que la guerra
se encuentra más allá de la moralidad y las leyes, porque en el
campo de la justificación lo que es injusto para unos es necesario
para los otros, pues la guerra es una asunto de política, es decir,
de conveniencia y necesidad, en la que lo único que cuenta es el
resultado, en el que el fin justifica los medios, como diría
Maquiavelo. Un razonamiento inseparable a la actualidad que vivimos.
¿Existe, por tanto, la
guerra legítima? Sabemos que las armas son el origen la legitimidad,
siempre que existe violencia. El vencedor es el legitimado, y el
legitimador el vencido. Tan sólo, basta que uno de los dos la quiera
para que ocurra. En el contexto geográfico al que nos referimos,
¿quién desea la guerra? Gadafi y su lujuria de poder, los países
integrantes de la ONU que aprobaron la resolución 1973, la potencia
militar de la OTAN, el mar de fondo de las revoluciones con aire
democratizador y libertario, Israel para que todo siga como está y
los árabes de estas revoluciones no obtengan la independencia de la
colonización dictatorial, el capitalismo y su mercadeo de armas,
¿quién? W. Benjamín en un tratado sobre la violencia, nos sugiere
que las razones para empezar una guerra, las razonan los gobernantes
y las tendremos cuando ésta se acabe. Si ganan, porque hemos ganado.
Y si pierden… ¿Qué más da entonces? El ejemplo lo tenemos en
Irak y Afganistán ¿quién ha ganado esas guerras?
Hasta aquí hemos visto
que la violencia es la creadora de derecho. La noción de legitimidad
pertenece, por lo tanto, a esta estructura, es una ratificación de
una victoria por parte del vencido. En este país lo conocen
sobradamente los republicanos que tuvieron que dejar de serlo,-no sé
si será para siempre-. Luego, a la legitimidad se le pueden añadir
muchas cosas. Pero es una ilusión pensar que con un bañito de
democracia o como se quiera llamar se puede suprimir la legitimidad
como sustrato de la violencia que siempre va a permanecer.
Damos un paso más –no
sé si hacia delante o hacia atrás- . En 1648, mediante la Paz de
Westfalia, idea que partía del estado francés, se rechazaba la
injerencia de poderes extraños en los asuntos internos de otro
territorio con legalidad independiente. Hoy, Francia reclama la
intervención en Libia a toda costa, olvidándose, como decíamos al
principio, de la historia. De su historia. La libertad exterior de
una nación es la obra del mundo entero: es un hecho internacional en
que tiene parte el mundo de que la nación es parte integrante, como
es el caso de Libia. La libertad interior es la obra exclusiva de
cada nación aisladamente. Cosa que queda desmentida con el
colonialismo de finales del siglo XIX, hecho que originó una crisis
económica y una tensión política que enrareció, hasta desembocar
en la I GM, las relaciones internacionales. Otra vez el mundo árabe
sin protagonismo, y la lujuria del poder trasladándose mediante la
ola del Mediterráneo y su colonización.
Al igual que las
revoluciones democráticas europeas de 1848 contra la monarquía
autoritaria, el mundo árabe se levanta contra la desorganización
descolonizadora europea. Entonces tuvieron un importante papel las
nuevas tecnologías: sean el telégrafo, los periódicos o el
ferrocarril. Hoy, en el Mediterráneo con su mar de fondo, lo son el
canal televisivo Al Yazira y las redes de Internet, e igual que
entonces el proceso revolucionario tiene que sufrir avances y
retrocesos, victorias y derrotas, traiciones y heroísmos. Pero lo
que deben evitar los lujuriosos del poder es la hipocresía y el
cinismo de vendernos una guerra justa por una que es injusta,
originada por causas injustas– el colonialismo-, que se libra
injustamente invocando razones de justicia, cuando los elementos
civiles de los pueblos les son indiferentes. Hechos que quedaron más
que demostrados por la política de Bush en Irak o Afganistán, donde
se ha desarrollado una carnicería cruel de todos contra todos.
Claro, ahora Obama no quiere protagonismo, sabe que es injusto.
Opción igual de cínica que la no beligerancia de Alemania, que se
desentiende del colonialismo territorial que le obligó a la II GM,
hoy se abstiene, jugando la baza de, “a río revuelto…”
Para acabar unas palabras
de Hans Christof von Sponeck, ex Secretario general adjunto de la
ONU: “Desde 1945 se ha violado el derecho internacional
repetidamente. Para numerosas personas, los derechos esenciales a
alimentación, salud, vivienda, educación, trabajo, libertad de
opinión resultan inaccesibles. Se hicieron guerras, y siguen
haciéndose, sin respetar la Carta de la ONU, por ejemplo en
Yugoslavia, Iraq y Palestina. Se tortura, se practica el genocidio,
acuerdos sobre armamento son ignorados, riquezas no reemplazables del
medio ambiente son saqueadas. Transacciones financieras y económicas
incontroladas, sumadas a la avaricia, han provocado una crisis
mundial sin precedentes. El pragmatismo reina. Los principios se
dejan de lado. Ética ha devenido una palabra extranjera. La mentira
política aumenta. La cesura entre ricos y pobres se agranda cada vez
más. Las perspectivas de vivir y sobrevivir se han tornado aún más
desiguales. Ésto resulta, en gran medida, de la falta de voluntad
política para consagrarse al bien de la mayoría y no al bienestar
de unos pocos, así como la negligencia resultante con respecto al
derecho y la ley.”
“El acuerdo entre la
OTAN – una alianza militar que posee armas nucleares – y la ONU
¿es compatible con el artículo 2 de la Carta de las Naciones
Unidas, que exige que los conflictos se resuelvan pacíficamente? ¿Es
posible distinguir las intervenciones de la ONU de las de la OTAN, si
tres de los cinco miembros permanentes del Consejo de seguridad son
también miembros de la OTAN? ¿Cómo pueden ser perseguidos por la
justicia futuras violaciones del derecho que cometa la OTAN? Una
entidad como la OTAN, que bombardeó Serbia y Kosovo en 1999 sin un
mandato de las Naciones Unidas, y en contravención del derecho
internacional, ¿es un asociado adecuado para la ONU?”.
El mundo está sujeto a
cambios, y la sociedad se rige por la norma política y natural de la
obediencia a la lujuria del poder. Además, la principal paradoja en
torno a todo esto es que, por mucho que se lamente y se condene, la
guerra no se deja de aceptar como algo connatural al ser humano.
Ojala, el mar de fondo del Mediterráneo nos traiga otras brisas del
mundo árabe, y que el olor que desprenda sea más igualitario.
Julián
Zubieta Martínez