Recientemente se han cumplido 75 años del golpe de estado que, fracasado, desembocó en la trágica Guerra Civil española. Se cumplen, por lo tanto, 75 años desde que los golpistas llevaron a cabo una represión sangrienta entre la población civil que consideraron desafecta y sin sitio en la nueva España en construcción. Para ello, legitimaron el asesinato como arma depuradora, disfrazando la legalidad institucional en juicios sumarísimos.

Esta forma de represión fue aplaudida y
consentida por los militares, por los terratenientes, por la oligarquía
económica, por los monárquicos, por los fascistas y ultraderechistas de nuevo
corte y bendecida por parte de la jerarquía católica española (con Navarra a la
cabeza).

Esta forma de represión fue aplaudida y
consentida por los militares, por los terratenientes, por la oligarquía
económica, por los monárquicos, por los fascistas y ultraderechistas de nuevo
corte y bendecida por parte de la jerarquía católica española (con Navarra a la
cabeza). Y no vale, como ha citado en palabras de Azaña el presidente de la
Cámara de los Diputados, José Bono, decir que “hay que desterrar el odio y
la intolerancia de nuestras vidas”
haciendo clara referencia al olvido con
intención de regenerar la memoria, cuando transcurridos 72 años desde el final
de la guerra, todavía quedan miles de cuerpos de inocentes esparcidos por las
cunetas de este país. Así no se conjuga la historia. Como señala Vicenç Navarro
–aunque algunos no les guste- “la versión de equidistancia de
responsabilidades es profundamente ofensiva para los vencidos”.

Una de las premisas del historiador es
la objetividad en la exposición de los conceptos a través de las
investigaciones, de acuerdo. Pero, es difícil estar de acuerdo con esa
objetividad cuando la historia la cuentan los vencedores –por ejemplo el
Diccionario Biográfico de la RAH-. Norbert Bilbeny ha denominado “idiotas
morales”

a los autoritarios que no saben distinguir el bien del mal, y si el historiador
no sabe delimitar el mal en la historia, los atropellos y dominaciones de los
hombres acerca de otros y su explicación, no habrá sabido entender el pasado,
de forma que también conjugará mal la historia.

En la actualidad, como sucedía hace 2500
años con las tragedias griegas, son los medios de comunicación los que
reflejan, en cierta medida, las teorías, las ideas, los pensamientos y los
sentimientos que deben imponerse en el orden diario. No tenemos que pasar por
alto que nuestras relaciones con otras personas, y por ende, con los
acontecimientos están en buena medida conformadas por los conocimientos que
adquirimos a través de los medios, que además son canales esenciales de
contacto social. Sin embargo, no podemos perder de vista que la sinergia entre
los medios de comunicación y la sociedad no es tan solo un mero nexo de unión,
sino que a través de los primeros interpretamos y construimos la realidad, ya
que convierten los sucesos en acontecimientos informativos. De ahí, que la foto
publicada en El País el 17 de julio reproduciendo el simulacro del Abrazo de Vergara
entre “dos excombatientes de los bandos enfrentados” nos sugiere la
existencia de dos bandos enfrentados. Cuando, que se sepa, en democracia, a
ningún gobierno elegido en las urnas se le puede tildar de bando. Aunque, por
el contrario, si se puede llamar, no bando, sino banda armada a los sublevados
en su contra.

Desde el reloj que contempla la historia
se perciben ciclos de apertura y de cierre, tiempos que marcan épocas de
libertad y expansión enfrentados contra las ideologías retrogradas y reaccionarias
que, en su resistencia, abogan por el inmovilismo conservador. Y ese,
precisamente, fue el germen del golpismo del 36: que los que más tenían no
quisieron repartir lo que poseían. Y como sucede ahora, no es que en los
lugares que más hambre se pasaba, porque se pasaba hambre –y se pasa- fueran
pobres, o lo sean. Lo que ocurría, como ahora, era que la propiedad estaba
concentrada en pocas manos, en muy pocas para ser más exactos. Por
consiguiente, estamos enfrente de lo que podemos denominar sociedad injusta,
amparada por el detritus ideológico de las elites sociales, políticas y
económicas de aquellos años. Y, aunque no hay una correlación mecánica entre
desigualdad y revolución, es un factor a tener en cuenta al igual que las
expectativas frustradas (Tocqueville). De todas formas hay que advertir, que
contra la situación de injusticia social que vivía el país no se levantó una
revolución, como desde los escenarios revisionistas nos quieren hacer creer
–sendos artículos de Luís María Anson y Jesús Palacios en El Mundo-. Lo que
intentó la II República fue una transformación tan completa de la sociedad que
acabó asustando a los poderes tradicionalistas.

A pesar de ello, y pese a todo, el
descontento entre las filas militares se notaba en el pulso diario del país. De
la misma manera que la Iglesia se sentía cada vez más desconcertada y dolida
por la posible perdida del monopolio que poseían sobre la docencia infantil.
Igual que los terratenientes y la aristocracia apreciaban que el proyecto de la
Reforma Agraria iba desbancar una coyuntura muy favorable a sus intereses. El
proyecto reformista republicano hacía peligrar, de rebote o directamente, a las
grandes fortunas, lo que equivale a decir que las clases privilegiadas veían
que su voraz e insaciable apetito de poder iba tener que frenarse. Mediante
este camino lo que el nuevo régimen pretendía era instaurar o por lo menos
preparar, el basamento para construir una sociedad, que en esencia dispusiese
de una igualdad básica de oportunidades para todos los ciudadanos sin
distinción de clases o herencias, de credos o ideologías, de apetencias
sexuales o tendencias intelectuales. En definitiva, lo que pretendían era una
sociedad diversa y plural.

Contra todo esto se levantó una soldada
que, independientemente de su violencia intrínseca, consideraba que leer y
escribir era sumamente peligroso –de ahí el genocidio que conoció la educación
y la cultura en todos sus ámbitos-, proclamando, junto con la Iglesia católica,
que el nuevo régimen instaurado sería el nacional-catolicismo. Para ello
legitimaron la dictadura franquista, consentida y silenciada
internacionalmente, en unos casos, y apoyada y ayudada, en otros.
Autodidactismo frente a la tiranía intelectual de la República. España no podía
dejar de ser católica, como tampoco ahora, y para ello las mejores armas han
sido el fanatismo, la ignorancia y la superstición durante los 40 años de la
dictadura y los 35 de una transición que no ha sido tan modélica, como otra vez
nos quieren vender los medios de comunicación. Como bien señala V. Navarro en el
diario Publico “el dominio que las fuerzas conservadoras, herederas de los
vencedores de la Guerra Civil, tuvieron en el proceso de transición de la
dictadura a la democracia…dio lugar a una democracia muy incompleta y de una
cultura democrática todavía muy limitada hoy…con un coste político, resultado
de anteponer los intereses de los poderosos a los intereses de las clases
populares”
.
Así no se conjuga la historia.

Quizás, conjugar la historia sería
interpretarla como una flexión verbal de los sujetos humanos, que no consiste
en el revisionismo que nos hacen ver desde los poderes actuales. Conjugar la
historia pasa por combinar el devenir de los habitantes de un lugar con el
tiempo que corresponda. Asumir el pasado para conocer el presente y así poder
creer en el futuro.

Un ejemplo de lo anteriormente dicho se
repite anualmente en los Festivales de Teatro de Mérida. No podemos despreciar
lo que el arte nos proporciona, puesto que es un conducto que nos procura el
conocimiento de las manifestaciones humanas en un momento concreto. Un instante
mágico que comprende las huellas del pasado. Este año se ha representado la
adaptación de una tragedia griega, Antígona de Mérida, en un teatro
que pertenece a un imperio invasor, los romanos, con un tema tan, todavía,
controvertido como es la Guerra Civil. Por supuesto, que ha muchos no ha
gustado, de hecho, Blanca Portillo no renueva como organizadora de los
festivales. A otros nos ha encantado, tanto la obra como el marco inigualable
para su representación, como la fuerza de Bebe en el escenario, como las
intensas interpretaciones de los actores participantes, entre ellos Pepe
Viyuela. La obra trata de la represión sangrienta que llevó a cabo la Columna
de la Muerte, comandada por el teniente coronel Yagüe, a su paso por Mérida
–según el libro de Paul Preston El holocausto español, 250 víctimas,
sin oposición ninguna-. El conjunto de la adaptación representa el conflicto
entre los poderes políticos, siempre desmedidos; el conflicto entre hombres y
mujeres; el ansia de poder; la necesidad de enterrar a los muertos, de no usar
a los muertos como castigo de los vivos. Como se ve, en según que aspectos, un
calco del presente.

Esta forma de conjugar la historia tiene
que formar parte del comportamiento humano, ya que toda actividad humana viene
a ser un continuo cambio de riqueza y pobreza, de triunfo y derrota, de ofensa
y castigo recibido. Conjugar la historia es interpretar cada uno los
acontecimientos que se nos presentan, objetivamente, sí, pero sin
manipulaciones maniqueas.

¿Para cuándo una representación de este
estilo que tenga por escenario el Valle de los Caídos o el Monumento a los
Caídos de Pamplona?

Julián Zubieta Martínez