Aunque todo cambie rápidamente nada cambia en profundidad. Los actores y los textos se actualizan, pero tras las máscaras se nos muestran los mismos sentimientos que han crecido con nosotros ; eso sí, con sus contradicciones e inseguridades.

Aunque todo cambie rápidamente nada cambia en profundidad. Los actores y los textos se actualizan, pero tras las máscaras se nos muestran los mismos sentimientos que han crecido con nosotros ; eso sí, con sus contradicciones e inseguridades.

La censura y los derechos humanos, el conflicto social y la solidaridad vecinal, la rancia moralina y los instintos naturales, junto con el valor y el miedo son ansiedades que germinan dentro de nuestras raíces. Es nuestro genoma pasional.

Por lo mismo, el dinero nos motiva más que la lealtad. A largo plazo, está claro, que es la infraestructura material o económica la que moldea la sociedad, tanto o más que los valores culturales. Repensando la historia podemos darnos cuenta de que lo que da y quita valor al poder se ampara en el capital. Desde su jerarquía, éste, estructura el campo en que se producen las realidades, esforzándose en hacernos creer que el interés general tiene poco que ver con su interés particular.

Pocos son los privilegiados (o desafortunados) elegidos por este elitismo triunfal. La formula se repite infaliblemente : individuos llevados por ciertos ideales altruistas luchan contra la injusticia, llegan al poder, se corrompen, cometen injusticias y se casan con la demagogia política, desde donde alimentan su orgullo chulesco aupados en las cuadrigas del mandato, arrinconando e infravalorando a todos los demás. Los excluidos son los encargados de tirar de sus lujosos carruajes, llenos de vanidad e hipocresía, desde donde se dedican a vivir del esfuerzo de los otros. Nuestra ceguera es tal, que admiramos estos valores corrompidos adorando más al rango postizo, alabándolo más que lo que debería corresponder al mérito.

Esta monotonía de la historia es constante. Se repite y no le pedimos cuentas a lo que se me antoja mezquino. Tal es así, que Quevedo ya nos indicaba que “para las judicaturas se ha de escoger a los doctos y los desinteresados. Quien no es codicioso, a ningún vicio sirve, porque los vicios inducen al interés a que se venden”. El discurso histórico, de este país, y, de muchos otros, está construido por los herederos de los fanatismos religiosos, ideologías sectarias y conservadoras, de la explotación y la hambruna de los excluidos, y desde luego, por los herederos de la Guerra Civil. Claro, me refiero a los vencedores. Montaigne nos descubre en “Los ensayos” que los mandatarios son compañeros, si no dueños, de las leyes : “el poder que no ha ejercido sobre sus cabezas, es razonable que lo ejerza sobre su reputación y sobre los bienes (elementos que preferimos a la vida) de sus herederos”. Por lo que, creo que debemos lamentar que se otorgue el mismo trato a la memoria de los que nos han expoliado y asesinado, que a los que perecieron bajo sus leyes.

Nos deberíamos enfrentar, sin la telaraña de las tradiciones y las ortodoxias, con curiosidad incorruptible, cara a cara con la historia, como una investigación de nuestra propia problemática presente. El resultado es una hipoteca histórica. La carrera desenfrenada por obtener lecciones basadas en las obras de los vencedores ha fomentado la aparición de ideas tóxicas y el sobreentendimiento de las consecuencias históricas. Por lo tanto, nos desenvolvemos dentro de un marco de desvalorización social generado por el desconocimiento masivo de nuestro propio pasado.

Estos “privilegiados”, herederos de los procesos de legitimación, mediante medios adecuados intentan convencer a los que no pertenecen a la elite de que la desigualdad es moralmente buena, y que ellos tienen justificación para dar órdenes y recibir una mayor proporción de los bienes y servicios más valorados o, por lo menos, para hacer dudar de las alternativas. Para mantener esta obediencia y desigualdad estructurada, necesitan que los demás les apoyemos. Es una cuestión de confianza. Pero si obviamos el proceso de legitimación al que estamos sometidos, no podrán mantener su orden social.

¿Es legítimo que en las sociedades humanas sean aceptables el sistema de estratificación social, el grado de desigualdad y el poder de los privilegiados ? Si olvidamos el pasado, como los vencedores quieren, tendrán éxito. Seremos incapaces de distinguir la verdad de la mentira, o, más exactamente, la verdad de la ficción. Lo que no conocen las masas no perjudica a las elites y bajo un estricto control de la información la ignorancia acuna a los privilegiados. Orwell sabía que “la ignorancia es felicidad” o, podríamos añadir, por lo menos es felicidad para los privilegiados.

Debemos buscar en el carnaval de nuestras memorias, en el desorden de nuestros pensamientos, el pasado. Considerándolo como el tesoro cultural acumulado. Convirtiéndolo en la inteligencia, legado insustituible de la mejor humanidad. Debemos buscar la objetividad consistente en difundir los puntos de vista de cada uno, con el diálogo que cada cual haya mantenido, buscando la mejor solución a la conflictividad de la convivencia.

El hombre es un ser histórico porque elabora su propio destino, bien que dentro del marco natural y cultural al que pertenece. Desde el poder heredado por los privilegiados, ha cundido la negligencia. Su legitimidad debería ser puesta en duda y lo más preocupante es que los asaltantes sobre este poder, normalmente deciden quedarse en el poder. Religiones, monarquías, estados democráticos, etcétera abogan por la centralización y la totalización. Contra la negligencia de estos privilegiados, considero que es un juego más limpio no respetar otro poder que el de cada cual sobre sí mismo.

Julián Zubieta