Pertenezco a esa generación a la que se le concedieron tres días de fiesta y música sacra en la escuela para celebrar la muerte, en la cama, de uno de los mayores asesinos del siglo XX : Franco. Es sabido que los años de formación son clave en el devenir de las personas, al igual que sucede en la génesis de los problemas, donde siempre hay un inicio, una causa que perdura en el efecto para siempre. En ambos casos, lo absorbido al inicio resulta imborrable.
Por eso, remontarse a la infancia de los problemas reclama espontaneidad y una inequívoca sinceridad sobre los hechos. De todas formas, es difícil que el ser humano sepa extraer de su pensamiento las palabras que describan con inmediatez las impresiones sensibles y las representaciones concretas de las experiencias vividas, sobre todo, si los protagonistas son mayores y han padecido la crudeza y la realidad de una posguerra como derrotados y perdedores. Aun así, ellos nos han contado los sucesos padecidos, y, nosotros, alguno hemos llegado a observar.
Existe una masa social que apoya el olvido de unos hechos que “sucedieron hace mucho, quién se acuerda de aquello”, dicen (casualidad que esa masa, en su mayoría, también, es la que pide la inclusión de la cadena perpetua en el Código Penal, la que no apoya la elaboración del mapa de las fosas, la que intenta evitar la inclusión como personas dignas de derechos a los trabajadores extranjeros, salvo si tienen éxito, como W. Pandiani). Este tipo de gentes no deben olvidar, que la posguerra no es tan lejana. La posguerra, la conocieron nuestros padres y madres, nuestros abuelos y abuelas, en directo. Los vencedores, como tales, a sus anchas. A la sombra de un poder totalitario completamente disociado de cualquier conciencia razonable, y con el favor de la espiritualidad religiosa – esa que tanto parece echar en falta el obispo Munilla-. Y los perdedores – los que sobrevivieron- como eso, como derrotados. Asustados y resignados a la degradación. Con la derrota como acompañante impuesta de su aciago destino, ahora roto, cuando estaba a punto de trazar el proyecto de sus vidas. Por consiguiente, nos guste o no nos guste, somos hijos e hijas, nietos y nietas, de esa posguerra.
¿Qué quieren que olvidemos ? La consolidación de una coyuntura no buscada, donde las desigualdades fueron moralmente reprobables, socialmente indeseables, económicamente ineficientes y políticamente indeseables. Desigualdades, que no se mostraron miserables con los derrotados o simpatizantes de otras ideas, de otros gustos. Pretenden que nuestros mayores, y nosotros de paso, olviden olvidemos eso, la herencia de esa posguerra. ¿Acaso es ilegítimo su recuerdo ? O se considera, por los que abogan por ese olvido, que fue un pasaje histórico admisible, donde murieron todos por igual : “total fue hace tanto, y ya se sabe, en la guerra”. Que fue un error merecido por haber desencadenado la guerra ; un castigo por haber perdido y haber provocado una tragedia accidental, tan sólo por no aceptar las desigualdades, que siempre habían sido y son traspasables. Es difícil que lo consigan.
Esta claro que los valores de las generaciones que crecieron en la posguerra de la Guerra Civil fueron distintos a los de la generación anterior. Su mudanza consiste en el desplazamiento de la atención prestada por la ausencia de las necesidades básicas, sobre todo en los aspectos referidos a la seguridad física y económica generados en la posguerra. No olvidemos, que el proyecto de la República se encauzaba hacia otras cuestiones como la calidad de vida para todos, la autorrealización, y la satisfacción intelectual y estética, virtudes definidas como postmaterialistas, eso sí, una vez intentado equilibrar la pobreza. El sistema republicano ambicionaba objetivos con una meta definida : extender la alfabetización, el saber y el conocimiento por todo el país para conseguir de una vez por todas ciudadanos libres, que más adelante elegirían su modelo político, económico y social. Esta demanda de igualdad, sobre todo, por los menos favorecidos, despertó el sentido de privación, la insatisfacción con el sistema de privilegios y recompensas del absolutismo monárquico y caciquil, demostrándoles que su sistema se había agotado. La República –todavía de corte burgués- abrió una pequeña ventana, una esperanza, un claro entre los nubarrones de sus tormentosas prebendas. Insisto, no les gustó. La guerra se formalizó como único medio para la protección de su poder. Tras ella, la penuria… para algunos.
Los recuerdos que narran la posguerra nos relatan la escasez de alimentos, una fuerte inflación, depresión económica, graves conflictos internos por el poder entre los franquistas, fascistas, católicos, monárquicos y miembros del Opus Dei, campos de concentración, humillación servil, tráfico de niños (sí, como en Haití, y en otros lugares donde el poder campa a sus anchas, los niños siempre han estado desemparados), muertos en las cárceles, etcétera. En cambio, a los vencedores la posguerra les trajo espiritualidad católica (hasta la Iglesia se olvido del pretendido cambio de actitud promulgado por León XIII, en 1891, en su encíclica Rerum Novarum, donde pide reacción contra las evidentes injusticias sociales y terrenales, y las desorbitadas apetencias de los poderes económicos), la uniformidad castrense, la autarquía económica para los ganadores y sus propias normas jurídicas, éstas al abrigo de un Derecho conseguido por la fuerza bruta y la violencia de su orden.
El caos social y económico alcanzado por la guerra civil y su posterior posguerra, no cabe en ninguna mente individual, olvidaría muchos detalles, no podría hacerse una idea del conjunto de catástrofe alcanzado, por eso se reclama “el no olvido”, contra su deseado olvido.
Tras los tres días de fiesta en la escuela, nos brindaron con los fastos monárquicos, herencia de la posguerra, pues fue Franco el maestro de ceremonias. Después de muerto (como el Cid) invitó a la democracia, pero antes había que aderezarla, adornarla con los Pactos de la Moncloa y la Constitución. No se depuró nada, continuaron en vigor los códigos franquistas, la violencia policial, el desprecio por los obreros y desde luego se amnistió a los autores de los crímenes y a los herederos de los ganadores. Estos fastos brindados por los padres de la democracia, en teoría antifranquistas, eran indecentemente formales, puesto que utilizaron y manipularon la frescura de una juventud ilusionada y el silencio de los mayores, para instalar el poder heredado. La gestión tuvo éxito porque se basó en un régimen totalmente represivo.
En semejante universo, los valores que tenían importancia eran los mismos que los del franquismo : la Iglesia, la patria, la familia, la obediencia, la disciplina, el orden, el ahorro, la moralidad. Pero, era poco y nos regalaron la Constitución. Identificada como la ley de leyes donde interviene el pueblo, y es el pueblo el que decide sobre los baremos fundamentales a desarrollar, en beneficio de la convivencia. Esta norma superior fue firmada por siete “padres” entre todo el pueblo, cuatro de ellos con trayectorias dudosamente democráticas, para garantizar, seguramente la herencia de la posguerra. Entre otros, los principios rectores de la ley de leyes nos señalan de máximo interés : la protección a la familia y a la infancia, así como la atención particular a los inmigrantes (trabajadores extranjeros), a los disminuidos físicos y los ancianos. La redistribución de la renta y la política de pleno empleo. La mejora de las condiciones laborales y en general de la calidad de vida y del medio ambiente. La institucionalización de la Seguridad Social. La promoción de la cultura, ciencia e investigación y la conservación del patrimonio artístico. El derecho a la vivienda y la lucha contra la especulación urbanística. La promoción de la participación juvenil. La defensa de los consumidores. Apreciables sentimientos, pero cualquier asomo a la realidad nos enseña la precariedad de todos estos asuntos en la actualidad. Un logro mayúsculo de los “Padres de la Constitución” para el pueblo y por el pueblo. Recordemos que esta norma superior es ambigua e imprecisa, para que todos signos políticos interesados en meterle mano, lo hagan sin faltar.
Pero lo más sorprendente de toda esta parafernalia estrambótica que hemos heredado de la posguerra, es el tesón que pone la Carta Magna en reconocer el derecho a la propiedad privada y a la herencia. Este derecho a la herencia es una precisión absolutamente original de la Constitución de 1978. Esta norma jurídica, garantizó el traspaso de las fortunas heredadas por los simpatizantes franquistas, sin temor a ninguna traba administrativa. Lo que subyace en el fondo de esta Constitución, es la consagración en los altares de la propiedad privada de los franquistas como pilar básico del sistema democrático. Desde luego muy lejano de la redistribución equitativa anunciada. Que farsa.
Quieren que olvidemos el germen de su poder, pero no pueden arrancarnos el tesoro primitivo de nuestra infancia, ni la de nuestros mayores. En lo más hondo de las minas del recuerdo, en las galerías de nuestros sentimientos, circulan los valores de nuestros muertos, de nuestra herencia de posguerra : la verdad de los hechos. Sabemos la causa que originó el efecto : su ambición y su miedo a perder el poder, tanto político, como económico. Un muerto en la cárcel, dijo : Tristes guerras/ si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas/ si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes, hombres/ si no mueren de amores. Tristes, tristes. Miguel Hernández.
Julián Zubieta Martínez