Los últimos atropellos sufridos por el pueblo saharaui nos sitúan a las puertas de un nuevo genocidio. Hechos tan recientes y tan rápidamente apartados, son la dinámica que acompañan a este proceso de autodeterminación inconcluso, donde el estado español ha vuelto a dar muestras de muy poco tacto diplomático, como antes.
La del Sahara es una crisis que tiene que ver con la última fase de un largo proceso descolonizador que enlaza, mediante el puente del tiempo, con la crisis del sistema capitalista. La ONU, en 1965, aprueba una resolución sobre este territorio rico en fosfatos, en la que pide al estado español que celebre el proceso de descolonización. Recordemos que los procesos de independencia o autodeterminación de los antiguos territorios de la administración colonial dieron lugar en la década de los años sesenta al nacimiento de un cuerpo de doctrina jurídico-internacional que permiten el reconocimiento de la independencia de los nuevos Estados. En esta resolución se consideraba la sujeción de los pueblos a un Gobierno ajeno como una situación que compromete la causa de la paz y de la estabilidad, estableciendo el derecho a libre autodeterminación e impidiendo que se alegue, para el no cumplimiento del principio, el retraso cultural de un pueblo.
Tras el ejercicio estéril de la diplomacia internacional, en 1975 la ONU hace público un informe en el que se reconoce el principio de autodeterminación del pueblo saharaui. Aprovechando la coyuntura, la monarquía alauita, con Hassan II a la cabeza, organizó la Marcha Verde para respaldar la anexión de esta zona al reino de Marruecos, forzando la salida de España de la misma.
La Declaración de Madrid de 14 de noviembre de 1975, reiteraba la voluntad de España de llevar a cabo el proceso descolonizador, del Sahara, según procedimiento establecido por Naciones Unidas, y se comprometía a crear una administración temporal en el territorio, admitiendo en ella la participación de Marruecos y Mauritania, siempre en colaboración con la Yemáa –órgano administrativo creado para preparar el autogobierno-. Se fija la retirada española para el 28 de febrero de 1976, reafirmándose ante Naciones Unidas el derecho inalienable del pueblo saharaui a la libre autodeterminación. Ante estos hechos, se produce un vacío jurídico que no puede cubrir la Yemáa, puesto que había sido disuelta en noviembre de 1975. España comunica a la ONU que cesa en su función administradora y que con ello declina cualquier responsabilidad derivada de la administración del territorio. Marruecos y Mauritania se reparten el Sahara. El acto de celebración del referéndum no se llevó a cabo por no existir una administración convocante. El estatuto y las obligaciones de España con respecto del Sahara quedarían sin determinar y la cuestión de la descolonización, inconclusa. Todo esto tras la visita del príncipe Juan Carlos, heredero y sucesor de Franco. Otro logro más de la modélica transición que, ya no tanto, nos quieren vender incluso con series televisivas de dudoso rigor histórico.
España abandona definitivamente el Sahara en 1976 pero incumple la resolución de la ONU en la que se insta a realizar un referéndum. Nace la República Árabe Saharaui Democrática (RASD), la cual no es reconocida por Marruecos, y hoy en el año 2010, ha vuelto a explotar con los sucesos, poco esclarecidos, del campamento de Addayum Izik en la afueras de El Aaiún, y donde el estado español ha vuelto a desentenderse.
Al otro lado de la puerta de estas contingencias se sitúa el capitalismo, que se ha sumado a la teoría de la destrucción, ayudando a completar un genocidio más. Este demiurgo de la religión neoliberal ha encontrado sus apóstoles en el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, que prodigan por el mundo las parábolas del crecimiento global. La función del FMI es la de ser el banquero para las crisis del mundo, prestando dinero a los países con problemas económicos para evitar que se hundan y perjudiquen así a la economía mundial ; el BM es una organización que proporciona fondos a los países pobres para sus proyectos de desarrollo y la OMC supervisa las políticas comerciales cooperando con las dos instituciones mencionadas, para lograr el equilibrio mundial. Todo muy altruista, pero el trasfondo no es en absoluto tan democrático como es de suponer. La clase corporativa que las dirige (pertenecen a la elite mundial) demanda a los países receptores que sigan sus reglas y las visiones de cómo debe funcionar el capitalismo, sino están abocados a desaparecer y empobrecerse. Está claro que son organizaciones de interés que poseen un considerable poder económico y político lo que les permite influir sobre las políticas gubernamentales. Por lo tanto, en teoría, son instituciones potencialmente capaces para mediar a favor de todos estos conflictos, en concreto el del pueblos saharaui en la actualidad. Pero no, miran hacia otro lado y aceptan, sin sonrojo, que casi el 30% de la población mundial viva con menos de dólar y medio al día, amparan las desigualdades de riqueza e ingresos, la escasez de provisión de alimentos y agua, cuya carencia deja sin suficiente manutención aproximadamente a 2.000 millones de personas, sin contar los cientos de miles que se mueren de hambre y enfermedades.
No hay intervalo para la barbarie, cada cultura de la totalidad repudia la totalidad de cada cultura. Como si se tratase de la Hidra de Lerna –serpiente policéfala de la mitología griega, con aliento venenoso, que defendía las puertas del inframundo y cuya cabeza central era inmortal, puesto que se regeneraba cada vez se la hería- los genocidios no descansan, penetran por las galerías de la ambición humana, insinuando a sus sentidos el pensamiento que le subyace, mutando, tan sólo, nominalmente.
El genocidio designa un tipo de crimen masivo por el que un grupo es destruido intencionadamente, de forma total o parcial en nombre de criterios nacionales, étnicos, raciales o religiosos. Hoy deberíamos añadir los sistemas políticos –en 1945 estaban incluidos-. Bien es sabido que los genocidios se han practicado en todas las regiones del mundo y en todos los períodos de la historia. El problema es que todos los ejemplos históricos muestran que sólo fueron identificados después que ocurrieron los crímenes. Como posiblemente pase con el pueblo saharaui. No es posible enumerar todos los que se han perpetrado, su cuenta sería interminable, baste señalar algunos de los más sanguinarios. La lista se iniciaría con los castigos bíblicos – la toma de Jericó, el Diluvio Universal o la destrucción de Sodoma y Gomorra- continuaría con todos los sistemas imperialistas de la antigüedad –griegos, romanos, bárbaros, islamistas- para llegar al cenit del exterminio con el Descubrimiento de América, las guerras del Opio en China, el comercio de esclavos en África… Pero El siglo de los genocidios – título de Bernard Bruneteau- por excelencia es el siglo XX. Bombardeos de Hiroshima y Nagasaki por parte de EEUU, los de Dresde a cargo de los aliados ; Camboya con Pol Pot y los Jemeres Rojos ; Uganda de Idi Amin ; el pueblo Kurdo en Irak con Sadam Hussein ; el pueblo Armenio, exterminado por los turcos ; la masacre francesa en Argelia ; la guerra de Vietnam ; los crímenes en la antigua Yugoslavia ; Israel con Palestina ; Mao ; Stalin ; Franco ; Hitler ; Mussolini ; Bush, y el mencionado del pueblo saharaui. Y seguro que quedan más de diez que se nos ocurran a cada cual.
El nivel del conflicto social ya no es asimilable por el sistema vigente ; quizás, la tendencia de la globalización, como la entendemos actualmente, debería de mutar y rechazar las teorías generales de acusado totalitarismo uniformador, huir del imperialismo cultural, evitar la negación y represión de las diferencias entre las sociedades, debería de abandonar sus aspiraciones perpetuas de hegemonía mundial, trasladándose a planteamientos y lenguajes diversos. Se debería centrar en favorecer la paradoja, la contradicción y la idea de que existen múltiples facetas alternativas e irreconciliables. Exaltar las diferencias, la diversidad, la mutiplicidad de verdades particulares, aplaudir lo otro, lo distinto, las minorías, la identificación con los oprimidos. De está manera, igual, el pueblo saharaui tendría esperanzas. Lo mismo que nosotros.
Julián Zubieta Martínez