Al igual que Tom Wolfe nos descubrió el submundo corrupto del universo mafioso de New York a finales del siglo XX, en su best seller La hoguera de las vanidades, nosotros podemos intuir el clima subterráneo –cada vez más superficial- de corrupción, en cualquier municipio del país.
Lo mismo que nos hemos acostumbrado a ver el cemento de nuestras avenidas agujereadas, como si el suelo lunar no estaría a miles de kilómetros luz, lo mismo, nos estamos acostumbrando a la secuencia de productos viciados y adulterados que nos presenta la corrupción sostenible. La tendencia neoliberalista instalada en el suelo lunar nos oferta la posibilidad del comercio corruptivo.
He elegido el Mercado como distintivo simbólico de la sociedad porque, buscar la esencia de las ciudades, intentar percibir la particularidad de cada una, siempre ha pasado por éste centro neurálgico. Desde mucho antes que la escritura comenzara a construir la memoria de nuestra historia ya estaban instalados los mercados en la vida, el comercio y el mercadeo es condición humana. Una visita a su laberinto interior nos invita a perpetuar la afición gastronómica del ser humano, a su subsistencia, a la vez que nos ayuda a escudriñar la estructura vital y la variedad de gustos en sus visitantes. Sus puestos, ordenados como las vísceras de nuestro cuerpo, sin orden, pero con sentido en el interior del esqueleto, ofrecen la oportunidad de distanciarnos de la realidad. Cerrar los ojos e impregnarse en el abandono, lento y parsimonioso, revitalizándonos con el aroma particular de cada uno, los eleva hasta el rango de institución. Sus productos destacan en las hileras de cajas y envases apiñados : carnes rojizas, pescados de cambiantes mares, voluptuosas y tentadoras frutas, especias como premonitorios condimentos de sueños felices, pastas, dulces, vinos y licores que invitan al comercio de la vida. Fiestas y lutos, agitación y pausa, secretos disfrazados y exhibiciones aparentes, ese es el mercado, su gente, los rostros cambiantes de infinitos compradores y vendedores, es lo que forma el temperamento de cada mercado, de cada ciudad.
Pero, como en el libro mencionado antes, las ciudades construyen, paralelamente en la actualidad, un mercado que nada tiene que ver con el anterior descrito. El de las vanidades. El abanico de sus productos es también de extremada variedad, engreimientos, presunciones, afectaciones, jactancias, suficiencias y vanaglorias, se apilan detrás de los mostradores. Los puestos de este nuevo mercadeo, conseguidos con el engaño cuatrienal de las urnas, promesas esperanzadoras de igualdad para la sociedad, se alojan en la arquitectura política del parlamento, de los gobiernos y los ayuntamientos. Los desagües de sus cloacas dejan escapar el tufo de la corrupción y de la vanidad de sus ocupantes, los políticos interesados.
La anterior dieta de la dictadura franquista, nos dejó los cubos de la basura llenos de inmundicia. Las sobras del potaje franquista, pesado e indigesto, dejan entrever los condimentos utilizados para su composición, destacando los sables, las sotanas y los privilegiados. El provecho del ágape fascista, su escuela de cocina, cedió su lugar a la menestra de corrupción sostenible de la transición, cuyo aire viciado respiramos hoy. Aunque nos dicen que el menú democrático es el mejor, una mirada a la clase política nos enseña que se trata, tan sólo, de un grupo poderoso, capaz de manipular a los votantes –y no votantes- por medio de la amenaza, del empleo de la fuerza, del despido en el trabajo o por la ilegalización de opiniones, todo ello debido a su influencia como grupo dominante en las instituciones básicas de la sociedad –como son la economía, el gobierno, los tribunales, la policía y el ejército-. Todavía no hemos hecho la digestión de la transición, por lo tanto, la herencia de la corrupción se sostiene. Aún no han salido del cuerpo deshonesto de la sociedad, que calla y acepta, los deshechos de una nutrición del maridaje entre la elites franquistas y el privilegio de las prebendas monarquicas. Además, no se toman digestivos para acelerarla, al revés, seguimos engullendo los productos transgénicos que nos propone el mercado de las vanidades.
¿Tienen derecho el Estado, y sus marionetas, a hacernos comer el buffet libre de sus suficiencias obligadas ? Las nuevas recetas estatales han mantenido algunos sabores tradicionales, como la ambición, la mediocridad y la ignorancia que siguen perfumando los menús, olvidándose de las vitaminas naturales de la igualdad, la libertad o la justicia. Colorantes y edulcorantes artificiales contaminan las estancias políticas contemporáneas, la ecología colectiva no tiene paso en el escaparate actual. La proteína de la corrupción invade los intentos cooperativistas de una dieta que incluya la variedad de los hidratos, que condicionara una estrategia común sin contaminar.
El mercadeo de la clase política actual, en cualquier ciudad, nos proporciona la oportunidad de comprar los ingredientes necesarios para hacer el plato de la corrupción sostenible : profesionalización de la política, transfugismo, partitocriacia, neoliberalismo, financiación política, municipalismo de incompatibilidades interesadas y legales de alcaldes y concejales, son los ingredientes que abundan como setas venenosas. En este nuevo mercado podemos oír como se compra y se vende : “Ponme un kilo de corrupción, parece que hoy tiene buena pinta esa que tienes ahí, ¿qué son ? Terrenos sin recalificar. Estupendo, ya tenía ganas. No te importe pasarte, ¡ah ! Eso sí, quítale los escrúpulos, me sientan mal, a la noche me producen pesadez”. O ese otro que pide una docena de estafas, para guisar una fortuna : -“Nada, dame dos prevaricaciones y un testaferro fresco, lo demás ya lo tengo en casa –y nos dicta la receta- le pones un poco de envidia y cuando poche, le añades el consabido egoísmo y una pizca de malaleche, ahora está en flor. Pinchas y cuando salgan las monedas sin brillo, listo para servir y aparentar”.
El panorama político se presenta así de desolador, el sistema está podrido, la corrupción socava la integridad moral de la sociedad. El despilfarro del gasto público, la falta de ética pública de los administradores municipales y estatales, el favoritismo en la selección de empresas para la contratación de obras y servicios públicos, la arbitrariedad interesada en la planificación urbanística, son unas pocas, de las muchas viandas que configuran el menú diario de la democracia. Eso sí, la dieta de la corrupción sostenible es de elección propia, a nadie se le obliga comprar todo, tan sólo si te niegas a consumir, se te impondrá por la fuerza el pago de impuestos, la privatización de los servicios y el mantenimiento de las fuerzas vivas. De alguna manera se tienen que costear los restaurantes de esta descomposición social.
El mercadeo político tiene o debe de eliminar de su carta esta perversión de lo público, lo mismo que la sociedad tiene que intervenir para que en los mercados se dejen de vender los componentes de la vanidad, y así, la clase política deje de exhibir sus modelos de corrupción sostenible. Hay que dejar paso al cooperaritivismo con una dieta más ecológica, más sana, menos contaminado de ambición personal.
Julián Zubieta Martine