El sabio refranero popular siempre nos invita a ver nuestros atrevimientos sin perder de vista el brillo de la ironía. En este caso : De casta le viene al galgo nos sugiere una clara alusión a que los hijos suelen heredar, con mayor o menor grado de proximidad, la vocación, cualidades o habilidades de sus progenitores para desempeño de ciertas tareas o funciones. Ejemplo de clarísima aplicación al autor del artículo, publicado recientemente La Iglesia, de víctima a verdugo, Jaime Ignacio del Burgo.
Su progenitor, Jaime del Burgo, tradicionalista, requeté y destacado miembro de la dictadura franquista, a la par que historiador, formó parte de los privilegiados que no tuvieron que exiliarse –exilio que tanto molesta a su hijo respecto al privilegio que disfrutó V. Navarro, y al que responde en el artículo mencionado-. Recordarle a del Burgo que el exilio lo sufrieron alrededor de tres cuartos de millón de personas, y no fue voluntario, no fue por decisión propia, sino porque no tuvieron más remedio, si no querían saborear las decisiones arbitrarias del franquismo. Además, en los diferentes destinos, los exiliados, tuvieron la oportunidad de mantener la cultura e intelectualidad que este país rechazó. De todas formas, la crítica central de su artículo se refiere a la colaboración de la jerarquía católica con Franco, que tan brillantemente expone V. Navarro en La Iglesia contra Jesús, donde, sucintamente, nos explica el alejamiento que la doctrina de Jesús sufre de los jerarcas católicos de entonces que amparan a los de ahora. En una serie de apartados del Burgo, recrimina la falsedad de los argumentos de Navarro, eso sí, con el rigor histórico que acompañó a su padre, que más adelante abordaremos, y, sin más testimonios que los prueben que un grandilocuente “porque lo digo yo”.
El día de la Victoria nacional, el 19 de mayo de 1939, en una tribuna dispuesta en el Paseo de la Castellana de Madrid, Franco, escoltado bajo el escudo heráldico de los Reyes Católicos, presidía el desfile de los que habían impuesto el orden de las armas. Ahora, era señor y amo de su propio país. Ese día se homenajeó a las familias que colaboraron y ayudaron a conseguir el triunfo. El dictador consumó el acto con una elección camaleónica en el diseño de su vestimenta, muy en armonía con su actitud oscurantista. Tocado por un cuello sobrepuesto, sobre el uniforme de capitán general aparecía el azul mahón de la camisa falangista. Su cabeza se cubría con la boina roja de los requetés –de casta…-. A sus pies los acompañantes de la cruzada : su guardia mora, adornaban el cosmopolitismo eclesiástico.
Al día siguiente, como nos relata Anthony Beevor en “La Guerra civil española” el cardenal Gomá, primado de España, dio a besar a Franco el lignun crucis a la puerta de la iglesia de Santa Bárbara, de las Salesas Reales, donde entró el Caudillo bajo palio, como solían hacer los reyes de España, depositando su espada victoriosa ante el milagroso Cristo de Lepanto, traído expresamente de Barcelona para tan solemne ocasión.
Otro reconocido historiador de la guerra civil, Julián Casanova en “La Iglesia de Franco”, nos acomoda la identificación del clero y del catolicismo con la rebelión militar del verano del 36, indicándonos “el pacto de sangre y simbiosis entre Religión, Patria y Caudillo que emergió tras la guerra y sobre el intercambio de favores que la Iglesia y los católicos mantuvieron con un régimen asesino, levantado sobre las cenizas de la República y la venganza sobre los vencidos”. Mantiene, asimismo, que la Iglesia proporcionó a Franco la máscara de la religión como refugio de su tiranía y crueldad. Sin esa máscara y sin el culto que la iglesia forjó en torno a él como caudillo salvador, santo y supremo benefactor, hubiera tenido muchas más dificultades para mantener su omnímodo poder.
Para salvar la Patria, el Orden y la Religión se pusieron al servicio de esa causa, y como se relata en la Sesión Plenaria núm. 79 del 10/03/2003 en el Parlamento de Navarra “…sobre el recuerdo, reconocimiento y reparación moral de las personas fusiladas y represaliadas durante la Guerra Civil en Navarra”, fue desde el púlpito, las editoriales y las arengas episcopales desde donde se incitó a sumarse a la cruzada religiosa para salvar la civilización cristiana, “los asesinatos se llevaron a cabo por las partidas organizadas a tal fin por los sublevados, dirigidos por sus juntas de guerra, y sin mediar ningún atisbo de legalidad ni formalismo alguno. Estos actos criminales se llevaron a cabo no sólo con el beneplácito de la jerarquía eclesiástica de la Iglesia Católica, manifestada públicamente a favor del llamado Alzamiento, sino en algunos casos con su participación directa”.
Del Burgo hace referencia a los miembros del clero que sucumbieron durante la campaña bélica. Dice que fueron 10.000, todos sabemos la dificultad a la hora de contar víctimas que tienen padre e hijo, pero aunque son muchas, alrededor de 7.000, estas víctimas- como dice V. Navarro, también dolorosas- fueron en tiempos de dislocación social y en periodo bélico. Tan sólo recordarle que dos ciudades sin frente de guerra, Pamplona y Burgos, suman entre las dos más asesinatos silenciados y bendecidos por la jerarquía eclesiástica que todos los desmandes sufridos por los religiosos en todo el país, pese a que padre e hijo –no sé si el espíritu santo también- mantienen reiteradamente que fueron 678, el total de las víctimas en Navarra –hasta ahora son más de 3.200-. De casta…
En la posguerra la iglesia no hizo ni un solo gesto a favor del perdón o la reconciliación. Al contrario, informaron, delataron y denunciaron formando parte del nuevo sistema de terror instalado. Acudían a los pies de los pelotones de ejecución para reconciliar a los rojos con dios, luego elevaban a los altares a los ejecutores, gravando sus nombres en las piedras de los templos que llaman sagrados. Que fácil es caer en la hipocresía de las palabras cuando dice que la jerarquía eclesiástica no intervino directamente en la depuración del país. Acciones que se recogen en Propuesta de la Sesión del Parlamento antes señalada –recordar que la Propuesta fue aprobada por 28 votos a favor, ninguno en contra y 22 abstenciones, las de UPN, que ya entonces mantenía, como ahora, que “es una acusación generalista la efectuada contra la Iglesia Católica como principal y hasta ejecutora de los asesinatos”-.
La decisión de la iglesia de apoyar el levantamiento fue una elección racional y consensuada por su jerarquía. La pérdida de protagonismo social y económico en la coyuntura republicana, aportó la idea de aproximarse y participar consecuentemente con los sublevados. Su interesada colaboración aportaría en un futuro las prebendas que disfruta en el presente. Bien es sabido, que una elección consumada depende de las anticipaciones racionales que se hayan hecho sobre los efectos futuros de las acciones presentes. Esto se traduce en una racionalidad limitada en cuanto que los objetivos fueron alcanzados en simbiosis con la fuerza de las armas, bajo el dolor de las víctimas –tanto si fueron asesinadas, como vencidas en la posguerra o exiliadas contra su voluntad-. El límite lo ha impuesto el tiempo. Recordemos que no es el hombre quien detiene el tiempo, es el tiempo el que detiene al hombre. La pérdida de poder actual es el precio que tiene que pagar la jerarquía eclesiástica en este país por su comunión con el franquismo. Por mucho que le quieran echar la culpa al laicismo y al anticlericalismo actual, no son más que las excusas que siempre reinventan cuando ven que sus privilegios peligran. Como dice Benedicto XVI sobre la república, pero a la inversa.
El problema al que se enfrenta la iglesia es la pérdida del norte respecto a las enseñanzas de Jesús, como bien recalca en su artículo V. Navarro. Una vez que sus aspiraciones de dominio, una vez alcanzados, con creces, durante el franquismo los objetivos deseados, han disminuido la atención y el cuidado de sus secretos más íntimos ; de ahí, que las grandes lagunas en su comportamiento hayan salido –todavía con cuentagotas aquí- a la luz : la práctica de la pederastia, su misoginia mal disimulada, los desfalcos intentando apoderarse de las propiedades de los pueblos, la práctica del amigismo equivalente al nepotismo tradicional. Eso, tan sólo por citar sólo unos ejemplos, sin olvidar que todavía mantienen los privilegios de los Concordatos firmados con el Vaticano en tiempos del franquismo.
El resultado de esta lacra de posibilidades es un grupo parasitario, que todavía está ubicado en los distintos niveles de la jerarquía de poder, y que, hoy por hoy, componen el espacio de elaboración de políticas y de adopción de decisiones dentro del presunto marco constitucional que les ha aceptado pese a su reciente pasado franquista.
No sé si la jerarquía eclesiástica fue víctima o verdugo de sus pretensiones, lo que sí sé es que el discurso de del Burgo, mantiene las huellas del desaseo franquista. Sus palabras reavivan la suciedad del dogma cínico, el impudor de la verdad única aprendida en las aulas católicas, la tiranía déspota que añora la gloria eterna prometida por los adalides de su reconocida e idolatrada cruzada contra la república. La proclama del autor mencionado tiene más que ver con un trasnochado apóstol de almas descarriadas, que con un orador con garantías de verdad. Ya se sabe : De casta le viene al galgo.
Julián Zubieta Martínez.