En 1968, el filósofo  Henry Lefebvre,  acuñó la expresión “el derecho a la ciudad”. Una frase   con la que pretendía  expresar la idea de la apropiación del   espacio como requisito para  la condición de sujeto. Pues bien, transcurridas varias décadas, atentos a las   movilizaciones surgidas en distintas ciudades: Túnez,  El Cairo, Atenas,  Estambul, Madrid, Rio de Janeiro, Sao Paolo, demostrativas del amplísimo rechazo social que ha suscitado  el funcionamiento depredador  de la economía de mercado, financiarizada,  y de las instituciones políticas,  se podría decir que aquellas palabras no han perdido vigencia

Irrupciones

Irrupciones

En este sentido, lo ocurrido en Turquía, concretamente en  la  Plaza Taksim y el  Parque Gezi,  resulta sintomático. Lo  que comenzó un 29 de Mayo de 2013 como  protesta pacífica de unos cuantos estudiantes y ecologistas, que se oponían a la   remodelación de un espacio público con fines   especulativos, una de las pocas zonas verdes de Estambul- solamente el 2% de la superficie  de la ciudad está catalogado como zona verde-  tuvo como respuesta por parte del   Estado  una durísima actuación policial, lo cual hizo que  lo que había sido un acto minoritario se convirtiera, finalmente,  en un conflicto generalizado con múltiples  manifestaciones  en  todo el país. Unas protestas cuya magnitud   ha llegado a poner  en jaque la estabilidad política del hasta ahora intocable Tayyed Erdogan, sunnista salafí ligado a los hermanos Musulmanes y  defensor del neoliberalismo, y del gubernamental Partido Justicia y Desarrollo  .  

Existen  varias razones  que permiten entender  que, lo que parecía ser un problema  urbanístico   o medioambiental, se haya convertido en algo extremadamente  grave.  De entrada, no podemos omitir cómo  la persistencia de la memoria histórica crítica de  Plaza Taksim, espacio social y culturalmente diverso en el que han convivido perfectamente armenios, judios, árabes,..  ha posibilitado desvelar de qué modo los planes de la municipalidad, que comportaban la destrucción del  Centro Cultural Ataturk y la conversión  en zona comercial de un antiguo cuartel reconstruido,  demolido  en los años 40 dentro de los planes modernizadores de Prost, no solamente constituían  una operación urbanística, sino  también, de paso,  borrar las  huellas de  una porción importante del bagaje cultural e histórico  de la Turquía laica y combatiente. Es preciso  recordar, también,  que fue aquí donde, en  1977, fueron asesinados 40 activistas de izquierdas.         

Trasfondo

Con todo,  hay algunas  cuestiones específicas de fondo que   nos permitirán ahondar un poco más en todo esto. En primer lugar, no  se puede  afirmar que Turquía represente una  réplica exacta de lo que han sido los formatos dictatoriales en algunos Estados (Egipto, Túnez, Bahrein), puesto que se trata de un país que, a  pesar de haber sufrido golpes de Estado, y de la permanente amenaza  del poder del ejército ( al igual que en España o Reino Unido, por ejemplo), principalmente  desde 1998 se ha respetado en cierto modo el ritual democrático. No obstante, sí tiene algunos puntos en común con las  movilizaciones surgidas  en ciudades de otros Estados ( El Cairo, Túnez, Atenas, …); revueltas en cuyo trasfondo  estaría  el descontento social por distintas causas (empobrecimiento, corrupción, arbitrarias…;  represión y    autoritarismo gubernamentales). Otro de los   factores a tener en cuenta es el  talante autocrático  del Estado y de las  élites dominantes. Estado, por cierto, miembro de la OTAN, fiel aliado de las potencias  occidentales, principalmente de EEUU,  y pieza clave en el equilibrio geoestratégico del capitalismo global en  Oriente Medio. Un Estado que ha aprobado  la “Bag Law”, paquete de medidas de recorte  presupuestario precarizantes; que ha prohibido que los sindicatos  celebraran el 1 de Mayo en Plaza Taksim; responsable  de que haya  2500 presos políticos; y, por último, que ha prohibido el aborto y  ha tratado de imponer la  resislamización con la    anulación de los  impedimentos al uso del velo, al introducir determinados  controles sobre el consumo de alcohol y mediante la obligatoriedad  la obligatoriedad de las clases de religión.

Por otro lado,  no deja de ser significativa la manera como se abordaron,  desde  un principio, las dificultades  económicas a raíz de la crisis 2000-2001. Efectivamente, en esos  años, coincidiendo con su llegada al poder, en 2002, el gobierno  Erdogan acordó con el Fondo Monetario Internacional un conjunto de medidas de ajuste y estabilización  económicos  que incluían: privatización de servicios y empresas del  sector público; retroceso en los derechos sociales y económicos; facilidades para las inversiones de capital foráneo.  Todo esto, aunque se ha podido traducir en términos macroeconómicos en un crecimiento del 8% del PIB, en cambio, como ha señalado Nazanin Armanian, ha sido a costa del empeoramiento de las condiciones de vida de la mayoría y del debilitamiento del  propio sistema económico: el 16% de la población está por debajo del umbral de la pobreza; el chabolismo ha crecido exponencialmente; el 25% de los alumnos no termina la secundaria; el 30% de los titulados universitarios está en paro; y, por último, la deuda exterior es de 55.000 millones  de dólares y la lira se ha devaluado un 25% desde el 2010.  

A ello habría que añadir los centenares de centrales hidroeléctricas  construidas en las regiones montañosas de Turquía, provocando la destrucción del ecosistema;  construcciones efectuadas contra la voluntad de la población autóctona, que se ha visto envuelta en un sinnúmero de pleitos y enfrentamientos  con la    administración y con las empresas privadas. Un ingrediente a añadir a esta larga lista de desaguisados son  las  operaciones de “gentrificación”: expulsión masiva de vecinos con ingresos bajos y consiguiente demolición de las construcciones existentes para construir viviendas nuevas que se ofrecen a familias con  rentas altas.  Es lo que  sucedió, primero  en Estambul ( Tarlabasi, Surlukule), pero que después  se ha extendido a otras ciudades. Ahora bien, donde el delirio alcanza su grado máximo es con  los megaproyectos:  un  tercer puente sobre el Bósforo en homenaje al Sultan Selim I, llamado “El Terrible”, por la masacre de miles de alavíes ( musulmanes no sunitas) que provocó en el s. XVI; disponer del  aeropuerto más grande de Europa con capacidad para 100 millones de pasajeros; y un canal que comunique el Mar Negro con el Mar de Mármara.      

Esta ha sido, por tanto, la magna obra realizada a lo largo de una década y también, en el reverso,  el precio que ha tenido que pagar la mayoría de la población de este país  para que se  enriqueciera una  reducida casta burguesa, musulmana y neo-otomana, que fantasea  con un pasado  imperial, la cual, a   partir de la  figura del primer ministro y de algunos  próceres, ha logrado tejer una perversa  tela de araña que engloba  familiares y amigos. Tal ambición  pone en  tela de juicio, asimismo,  la solidez   de las    convicciones  religiosas de que hacen gala,  cuando  lo que prevalece, a la vista está, es el  afán de lucro,   uno de los móviles   más palpables   de la cara oscura, corrupta,  del  gobierno de Tayyed Erdogan.

Movilizaciones   y autoorganización semiespontánea

Por lo que se refiere a las movilizaciones, hay que decir que circunscribirlas a la mera reivindicación de la democracia representativa ha contribuido a   desvirtuar la realidad. En primer lugar, no podemos considerar  que haya sido, ni mucho menos,  que aquel haya sido un  componente predominante de las movilizaciones. A este respecto, parece obvio que para una sociedad familiarizada con la democracias parlamentaria, incluido  el marasmo de contradicciones que acarrea, repetir la misma escenificación no represente un incentivo. Máxime en un contexto en  que las instituciones de la democracia   se hallan profundamente desacreditadas en gran medida por ese rasgo intrínseco que es la  no  correspondencia, o mejor la divergencia  entre los intereses de lo social y los del  sistema de los partidos.  Además, es preciso tener en cuenta el carácter funcional  de este concepto- comodín llamado democracia, que ha permitido tanto  describir el  simulacro de la participación política  cuanto justificar, asimilar,  golpes de  Estado, como acaba de ocurrir en   Egipto con Mursi o en 1991 en Argelia, cuando no encajan las piezas en el puzle imaginado por determinados  círculos de  poder supraestatales.

Lo que hemos visto, en cambio, en aquellas plazas y calles, era otra cosas. Era cólera, hartazgo, pero también otra manera de actuar e interpretar la realidad,  otros objetivos. Un decir basta a esta orgía desenfrenada  de los ricos y poderosos- mezcla de capitalistas, altos funcionarios, políticos y clérigos- que ha permitido y permite ahí y en muchos otros países llevar a cabo “el gran saqueo”.   Se trataría, pues,  de prácticas y relaciones     autoorganizadas  que han surgido semiespontáneamente.

En cualquier caso, una de las características  más  destacadas  de estas movilizaciones, protagonizadas por un   magma social de parados, ecologistas, feministas, estudiantes, obreros  de fábrica, kurdos, militantes de partidos y sindicatos, hinchas de futbol  … que han comportado  la okupación de diversos espacios de la ciudad, ha sido, con muchos matices,   su significación  desmercatilizante y crítica con el   autoritarismo rampante  que sobrepasa con creces  lo que sería una simple petición de relevo gubernamental. Movilizaciones  carentes de jerarquías y líderes,  dotadas de  estructuras flexibles, colectivas;  formas  de organización  desde abajo,  no exentas de problemas, que  permiten debatir y resolver las cuestiones derivadas de la  propia situación de conflicto: suministro de alimentos, dispositivos hospitalarios de campaña, mecanismos de autodefensa, particularmente de las mujeres (frente a las agresiones sexistas organizadas), procedimientos de movilización.     

No cabe duda, por otro lado,   que estas  experiencias han contribuido a enriquecer las concepciones y la  praxis críticos al indicarnos que no todo empieza y acaba en el binomio   fábrica y   trabajo.  Nos evocan,  con su singular visión crítica,  lo  que se inició  hace varias décadas en los  barrios obreros de los cinturones industriales de Barcelona Madrid, etc..en que la gente se organizaba por sí misma para exigir aquellos derechos que el Municipio les negaba (transporte público, escuela, ambulatorio, zona verde), en ocasiones al margen y contra las asociaciones de vecinos. O también , paralelamente, a  los squatter ingleses y los kraker holandeses (okupas).  Y, más recientemente, a los amotinamientos  de  los jóvenes hijo/as de inmigrantes de los suburbios de París o de Estocolmo. Hoy,  podemos decir,  aparece, re-aparece, una vez más, la ciudad o el espacio-ciudad como  ámbito relevante  de explotación y de conflicto, rebelión .   

Taksim y los invisibles

Estas  serían, por tanto, las cuestiones  que estarían detrás de aquellas  irrupciones. Explosiones sociales  que surgen, no de manera fortuita, en un país con una larga tradición de lucha.  Protestas y  formas  de  cooperación surgidas en  la calle, en la plaza, en el barrio. Lugares en que se da la  comunicación social, donde se vive o sobrevive, pero no necesariamente donde está el   puesto de trabajo, aunque no por ello debemos desdeñar este escenario –  la ciudad-  que aparece, sin embargo,  como  vivero de un tipo de  vínculos de los que se nutre el mercado, pero también la  confrontación. Espacio de relaciones sociales y de memoria que comunican,  a través de un hilo invisible, un presente renovado, cosmopolita y de problemáticas heterogéneas de expolio (migraciones, proletariado multinacional, género, etnia)  y conflicto, con un pasado de luchas obreras y sociales.

En suma,  frente a la lectura deformada de estas movilizaciones que nos presentan los medios de comunicación convencionales,  lo que nos revela lo acontecido en Taksim o en las calles de Sao Paolo,  es algo ciertamente distinto  a lo que sería simplemente la indignación democrática. Se trata de  con la  okupación  una parte de la ciudad experimenta una metamorfosis;  metáfora esta que describe  la mutación  del espacio urbano,  dado que las relaciones que en él se configuran no son, al menos por un tiempo,   las del mercado y el poder estatal, sino nexos  de cooperación mediante los  que los expoliados, los   “invisibles”,  se hacen visibles. Okupación  basada en la noción del “derecho a la ciudad”,  que implica necesariamente prácticas  de contrapoder,  algo  que ya se daba en la Comuna de Paris de 1871, y  que significa, a fin cuentas, abrir  espacios sin derechos de autor ni de propiedad.


Teo Maldo



Fuente: Teo Maldo