El Ministerio del Interior ha comenzado a desalojar la antigua terminal del aeropuerto de Fuerteventura, que los Gobiernos del PP utilizaron durante los últimos cuatro años para internar a 16.000 inmigrantes llegados en pateras a Canarias. En las instalaciones, cuyas condiciones infrahumanas fueron denunciadas ante la ONU y la UE por organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, y ratificadas por el Defensor del Pueblo, llegaron a ser hacinadas hasta 1.300 personas en sólo 1.500 metros cuadrados. Hasta hoy no había sido autorizada la visita de un periodista.


El Ministerio del Interior ha comenzado a desalojar la antigua terminal del aeropuerto de Fuerteventura, que los Gobiernos del PP utilizaron durante los últimos cuatro años para internar a 16.000 inmigrantes llegados en pateras a Canarias. En las instalaciones, cuyas condiciones infrahumanas fueron denunciadas ante la ONU y la UE por organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, y ratificadas por el Defensor del Pueblo, llegaron a ser hacinadas hasta 1.300 personas en sólo 1.500 metros cuadrados. Hasta hoy no había sido autorizada la visita de un periodista.

Situada a 400 metros del moderno edificio en el que desembarcan miles de turistas, la antigua terminal fue abierta en octubre de 1999 como una «solución provisional» para internar a los inmigrantes. Las organizaciones humanitarias la bautizaron «Guantánamo 2», pues, como su homónimo caribeño, el centro carecía de estatuto jurídico. Los internos carecían de derechos que habrían disfrutado en cualquier cárcel o centro de internamiento de extranjeros (CIE) del resto de España. Para justificar su régimen alegal, las autoridades la calificaron como «una extensión de los calabozos» de la comisaría de Puerto del Rosario, la capital de la isla.

En este momento, la terminal apenas insinúa el infierno que debió ser en los días en que se hacinaban en ella cientos de africanos sin papeles. Se trata de un edificio herméticamente cerrado. Una claraboya situada en techo proporciona un resplandor tamizado que apenas permite distinguir los objetos a pocos metros. Los tenues tubos de neón situados en el techo convierten a las personas en sombras.

En las cintas transportadoras de maletas aún descansan las planchas de madera contrachapada sobre las que durmieron los inmigrantes que no encontraron sitio en el suelo. De los cabeceros de las literas de hierro cuelgan como banderolas sus rollos de papel higiénico. Y en las paredes pueden verse los dibujos y mensajes en árabe, hindi o francés que dejaron los miles de internos que permanecieron encerrados allí 40 días con sus 40 noches.

Los muros de ladrillo gris, sin revocar, fueron levantados en los últimos días de 2002, cuando las autoridades decidieron ampliar las instalaciones de la sala de «llegadas» a costa de la vecina sala de «salidas». En sus rendijas anidaron los parásitos de los enfermos, que luego infectaron a los sanos. Hubo numerosos brotes de sarna y de piojos, y abundantes casos de tuberculosis y de enfermedades venéreas.

De aquella fecha datan también los nuevos aseos. Hasta entonces, los internos sólo disponían de cuatro duchas, seis retretes y 11 lavabos. En las épocas de máxima ocupación, tocaban a una ducha por cada 250 personas, a un retrete por cada 170 y a un lavabo por cada 90. No era extraño que los servicios estuvieran atascados e inundados, ni que el agua saliera bajo la puerta y empapara los colchones.

Unos ventanucos situados a cuatro metros del suelo proporcionan la única ventilación a este lugar siniestro. «Huele a sudor ácido, a pies y a mal aliento», declaró en diciembre de 2001 a EL PAÍS Els Van Leemput, una educadora de Cruz Roja. «La policía distribuye ropa limpia a los que llegan. También les proporciona detergente para que la laven. Pero, como no hay ventilación, las prendas tardan mucho en secarse».

En la habitación que hacía las veces de consultorio médico el polvo cubre la camilla y la mesa de despacho. La escasez de luz explica que, en ocasiones, los médicos tuvieran que explorar a los pacientes con linternas. A finales de 2001 los doctores voluntarios denunciaron la situación y abandonaron su trabajo en señal de protesta. Meses después trascendió que el médico al que el Ministerio del Interior había encomendado la sustitución tenía su base en Tenerife, a media hora de vuelo, y sólo pasaba por la terminal cada dos semanas. En dos horas y media atendía a medio centenar de enfermos : uno cada tres minutos. Cuando él no estaba, la evaluación de la salud de los internos corría a cargo de los dos agentes de guardia, a cuya discreción quedaba la distribución de medicamentos.

Evidentemente, dos policías no eran suficientes para vigilar a cientos de personas hacinadas en un recinto que carecía de medidas de seguridad. Hubo varias fugas y hubo también riesgo para la seguridad aérea. A pesar de ello, el entonces secretario de Estado para la Inmigración, Enrique Fernández-Miranda, calificó de «óptimas» las instalaciones.

El viernes pasado, una cuadrilla de inmigrantes subsaharianos, vigilados por varios agentes del Cuerpo Nacional de Policía, acarreaba los últimos colchones desde la terminal hasta una furgoneta, para trasladarlos hasta el centro de internamiento de extranjeros construido el año pasado en lo que fue un antiguo cuartel de la Legión. El nuevo CIE tiene capacidad para 1.200 internos. A pesar de que la constante llegada a las islas de pateras cargadas de africanos debería desbordarlo, en este momento sólo lo ocupan medio millar de sin papeles.

La razón de esa holgura son los continuos traslados de inmigrantes a la Península. Sólo entre enero de 2002 y octubre de 2003, el Ministerio del Interior envió a 10.000 subsaharianos en aviones desde Canarias hasta los CIES de Barcelona, Valencia, Murcia, Madrid y Málaga. A las pocas horas de su ingreso, quedaron en libertad con órdenes de expulsión imposibles de cumplir pero que les impiden trabajar legalmente. Ésta es, hasta ahora, la mejor fórmula que han hallado las autoridades para acabar con «Guantánamo 2».

TOMÁS BÁRBULO – Fuerteventura

EL PAÍS