“No consigo satisfacción, no consigo satisfacción, y eso que lo intento, lo intento, lo intento, y lo intento, pero no la consigo, no la consigo” (I can get no) Satisfaction
Corría el año 1965 y los Rolling hacían una gira por Norteamérica. Da la sensación de que se encontraron cara a cara con una sociedad opulenta, atormentada por la frustración general y embargada por el cinismo de una felicidad malhumorada. El riff de su composición aborda toda la insatisfacción de una época que se ha instalado en nuestro tiempo. Siempre queremos más. Pero existía otra cara en la moneda de la insatisfacción.
Corría el año 1965 y los Rolling hacían una gira por Norteamérica. Da la sensación de que se encontraron cara a cara con una sociedad opulenta, atormentada por la frustración general y embargada por el cinismo de una felicidad malhumorada. El riff de su composición aborda toda la insatisfacción de una época que se ha instalado en nuestro tiempo. Siempre queremos más. Pero existía otra cara en la moneda de la insatisfacción. La desesperación de una gran parte de la sociedad, tal y como el historiador estadounidense Howard Zinn describe en sus libros, que bien podía haberse convertido en otro riff de éxito: “estoy desesperado, estoy desesperado, y eso que intento salir, lo intento, lo intento, y lo intento, pero no nos dejan, no nos dejan”. Por supuesto, y eso nos atormenta, la desesperación también se ha instalado en nuestra coyuntura. Tan real era/es la insatisfacción del que tenía todo, como la desesperación del que no podía/puede acceder a algo.
La desigualdad estadounidense iba tomando cuerpo bajo el parasol del “American way of life”. Su doctrina se aferraba al neoliberalismo institucionalizando un sistema de relaciones sociales que acordaba quién recibe qué y por qué. El dogma de este credo alcanzó su cenit con R. Reagan. No sé si fue el ambiente el que influyó para la obtención del poder, o fue su elección el punto de arranque del proselitismo conservador. Pero esta es la fecha donde se encuentra el origen de la crisis que hoy sufrimos universalmente. La insatisfacción del imperialismo norteamericano impuso un concepto de dominio orientado hacia la creación de un sistema productivo mundial sin restricciones, socorrido por una ofensiva del sistema financiero que quería un tablero de juego desregulado y libre. La “Escuela de Chicago” con M. Friedman – premio Nobel de Economía en 1976- a la cabeza, recomendó las tesis monetaristas de gestión de la Política Económica, en contra de las fiscales. Mercado frente a Estado. Su discurso afianzó la instauración del libre mercado no ya como condición, sino como auténtico axioma; la privatización y la desregularización de las economías intervenidas o planificadas. Señalar que la derrota del comunismo ayudó tremendamente a que su éxito haya sido absoluto.
El establecimiento de esta desigualdad puede o no ser aceptada por igual por la mayoría de la sociedad, pero un cosa es evidente, cuando no nos aprieta personalmente se reconoce como la forma en que funcionan las cosas, sin darnos cuenta que la indolencia y la dejadez nos lanzan a la insatisfacción –caprichos materiales- que directamente nos trae la desesperación –suicidios individuales-. El riff de la melodía neoliberal opta por recortar al máximo el gasto en bienestar y bajar los impuestos. Dos opciones que siempre benefician a las clase más rica – poseedores de bienes acumulados, sobre todo hereditariamente-, perjudicando sin importarle lo más mínimo los que viven de la renta –salarios y pagos que se reciben a cambio de una ocupación-. La realidad es evidente: no se redistribuyen los posibles beneficios entre los más necesitados. El estribillo “neocon” estadounidense ha primado la disminución de los empleos de remuneración media, dando más oportunidades a las clases pudientes para que accedan a los empleos de alta prestación, rebajando las aspiraciones de la clase media hacia lo que se consideran trabajos de baja remuneración.
Trasladándonos a nuestro tiempo y a nuestra geografía, es normal buscar fuera de uno mismo el modelo que hay que seguir, para ser aceptado e integrarse en los ambientes deseados. Y, claro, no hemos sido menos. Nuestra Inmaculada Transición había firmado la americanización de nuestra identidad, sin darse cuenta que una mirada a nuestro interior comparándolo con el de ese admirado modelo de vida, nos remitiría a no tener motivos a sentirnos inferiores a nadie. Nos habíamos matado y habíamos sufrido una dictadura brutal. Esas son las huellas que impregnan nuestra identidad: un pasado que auguraba un futuro complicado y difícil, pero con opciones de solución diferentes. Deberíamos haber solucionado los problemas a nuestro estilo. Pero no. Al contrario. Los Pactos de la Moncloa americanizaron nuestra economía. Ese ha sido uno de nuestros mayores errores. Pero, todavía mucho peor que eso, insistimos en imitar a una sociedad cuyo modelo ha desatado una crisis a nivel mundial. Hemos rechazado que las necesidades básicas deberían estar cubiertas por los subsidios estatales. La comida, el alojamiento, la sanidad y la educación, no son artículos de lujo. Son prestaciones de primera necesidad y obligado derecho. Y, aunque la distribución de renta y riqueza sean tremendamente desiguales, los gobiernos deberían saber, por lo tanto no olvidarse, que la cobertura de necesidades primarias puede ser menos desigual si el coste de estos productos básicos fuese relativamente más bajo. Si así lo hiciesen la desigualdad afectaría a los lujos y a los ahorros –que producen insatisfacción- y no a la cobertura de necesidades -que procuran desesperación-.
Eric Hobsbawm insiste en que el objetivo de una economía no es el beneficio, sino el bienestar de toda la población. El crecimiento económico no es un fin, sino un medio para dar vida a las sociedades buenas, humanas y justas. No importa como llamamos a los regímenes que buscan esa finalidad, insiste el autor, importa únicamente cómo y con qué prioridades podemos combinar las potencialidades del sector público y del sector privado en busca de una economía mixta. Afirma el historiador que esta es la prioridad política más importante del siglo XXI.
Nuestra insatisfacción occidental, vista como el privilegio que nunca se ha cerciorado de que otros se morían porque no se cubrían sus necesidades básicas, se tambalea cuando nos damos cuenta que la fina línea que nos separaba de ellos, se ha traspasado. La americanización de nuestra sociedad está logrando desmantelar los sistemas de bienestar social conseguidos por los trabajadores a través de más de un siglo de lucha laboral y sindical. Las premisas de la globalización financieras alegan que las economías deben regularizarse y liberalizarse flexiblemente. Los grandes gurús de las finanzas aducen que los derechos sociales encarecen la producción y disminuyen los beneficios de las empresas, que van a la ruina por esa razón. Nos están refrotando que los trabajadores occidentales somos improductivos, aprovechados y vagos –sobre todo los funcionarios- por no querer cobrar salarios bajos, con jornadas interminables, con contratos precarios, con escasos derechos sociales. Se presente la falacia de la gratuidad de las prestaciones sociales, cuando como todo el mundo sabe, éstas son cualquier cosa menos gratuitas: se pagan. E históricamente se han pagado, entre otras cosas, con vidas humanas. Lo que necesitamos es una redistribución adecuada y universal de las necesidades básicas.
Los políticos, indecisos e incompetentes como siempre a la hora de analizar los problemas de su propia sociedad, se encuentran una vez más acosados por una ola de creciente descontento social. Sostenidos por la banca financiera y los grandes propietarios, ahora se ven cuestionados por la propia burocracia, e incluso, por sus propias fuerzas policiales. Todos estamos esperando algo, no a alguien. Somos todos nosotros el acontecimiento esperado. Si alguien puede mejorar las cosas somos nosotros. Pero claro, hay que separar el grano de la paja, para que la insatisfacción no nos produzca desesperación.
Julian Zubieta Martinez
Fuente: Julian Zubieta Martinez