El austriaco Günter Brus es una de las figuras más radicales del arte de las acciones y las performances. Visceral, antirromántico e intransigente, Brus utilizó con frecuencia su propio cuerpo en prácticas sadomasoquistas, autolesionándose y pintando con su sangre y excrementos. El Macba presenta ahora la primera retrospectiva en España de este artista, con un amplio repaso a su trayectoria desde los años sesenta hasta la actualidad.
Un lienzo humano que utiliza el pincel como estilete y la sangre y los excrementos como pintura. Un mártir totalmente afeitado que se autolesiona a la manera de la tradición pictórica del vía crucis. Puede que Günter Brus (Ardning, 1938) haya sido el más catártico y sadomasoquista del Wiener Aktionsgruppe (accionismo vienés), pero también es uno de los últimos peintre maudit cuya reputación como auténtico clásico ha sido incapaz de sobrevivir del todo a su última «prueba de fuerza», aquella performance convertida en psicodrama en la que el artista, en estado catatónico, se abría las carnes, hurgaba en sus heridas y revolcaba su cuerpo en el suelo. «Uno se hace artista para insultar a su familia», solía decir. A Robert Rauschenberg le gustaba comparar su trabajo con el de un lampista, una analogía que conlleva un tropo irónico, porque en realidad Brus se sentía víctima de una represión freudiana que le alejaba de todo sentimentalismo : «Yo quería ser artísticamente tan directo como un instalador que ilustra la historia del arte con una llave inglesa», dijo en una ocasión.
Con la primera retrospectiva de Günter Brus en España, el Macba da pie a un ejercicio de inteligencia crítica aplicada a una vida de trabajo compleja y revolucionaria, desde las primeras pinturas informales y los cuadros-acontecimiento (acciones) de los sesenta, dibujos, libros de artista, películas, los bild-dichtungen o cuadros-poema y los diseños para ópera y teatro, más recientes. La trayectoria del autor vienés apunta al antirromanticismo y a la imaginación literaria contaminada por los excesos del expresionismo.
No se puede entender la obra de Günter Brus sin mencionar a los precursores del arte desmaterializado, de la acción y la performance -Pollock, Cage, Kaprow, Vostell, Fontana, Shimamoto, Mathieu, Manzoni, Klein, Grooms, Oldenburg- y la literatura y el teatro -Artaud, Bataille, Brecht, Pierre Guyoyat, el Living Theatre-. El grupo vienés quería engrasar con sangre la fábrica del body art que representaban aquellas prácticas más bien «neumáticas» (aliento de artista, huellas dactilares, esculturas de aire, mierda enlatada), pues el cuerpo humano, soporte, material y trazo de la obra de arte, podía y debía ser degradado, envilecido e incluso mancillado en un proceso de «política de la experiencia». Si Hermann Nitsch había sido el sacerdote libidinoso en el ritual de lo sagrado, Brus ponía al descubierto las constantes erótico-sexuales del hombre a través de la música del cuadro en una partitura de signos y palabras ; Otto Muehl revelaba lo que políticamente destruía la coherencia espacial del individuo, mientras el simulador y pulcro Rudolf Schwarzkogler convertía el arte en el purgatorio de los sentidos.
En la búsqueda de la acción
total, la obra de Günter Brus asocia los componentes pictóricos del expresionismo abstracto y del informalismo con una gestualidad corporal arraigada en las pulsiones sexuales masculinas. Importante señalar la cursiva, ya que tales prácticas sádicas suelen universalizarse en la expresión «comportamientos sexuales del ser humano», una frase que esconde la existencia de prácticas humillantes hacia la mujer. Ejemplos que evidencian el marco gore y agresivo de algunos «body-works» se pueden ver en las salas del museo, fotografiados magníficamente por Khasaq -alias de Siegfrid Klein-. En la «autopintura» tridimensional titulada Ana (1964), realizada en casa de Otto Muehl, en Viena : el artista aparece envuelto en vendas mientras se mueve en una habitación blanca ; es un lienzo viviente que se deja salpicar por la pintura negra, que también gotea sobre paredes y suelo. Brus se mueve entre los muebles y la pared a un ritmo vertiginoso, entre los objetos dispuestos como en un bodegón, un cubo de pintura tras otro sirven a la desmedida lujuria del dripping. El cuerpo del artista aparece desenfocado, sus límites físicos se funden con el escenario orgiástico, Khasaq es incapaz de seguirlo en todo su vértigo. Como un efecto doppler, la masa humana se difumina.
En otra fotografía vemos la imagen de Anni Brus, la fiel compañera, que de ninguna manera parece querer subvertir el papel de la «modelo» en pintura. Despegada de la acción -y de la pasión-, por mucho que aspire a ella, Ana es en su plena pasividad el «fondo» de pintura, y a través de ella el autor vuelve a retar al amor mientras descarga sus furias en un cuerpo (un cuerpo siempre social) totalmente desangrado. Pura analogía freudiana, amor vienés. «La pincelada», dice Brus, «es como un corte en el corazón».
En la última fase, el artista abandona «el lugar de los hechos», enfilado a una escalera : es la pintura como acto de equilibrio. De nuevo, la acción, ahora la pintura es la que maneja a Brus, a través de gestos que le llevan a revolcarse en el magma negro y que conectarán más tarde con sus dibujos : el cuerpo de Anni, sus extremidades pintadas de pequeña muerte, los perfiles del minotauro en su reposo, son el eslabón que le unen a la historia de la pintura de su país.
Egon Schiele, Gustav Klimt, James Ensor, Fragonard, Füssli, William Blake, Odilon Redon y Goya son también dos faros que alumbran la trayectoria de Günter Brus. El propio autor solía decir que fue en El Prado donde sintió que su actitud crítica ante las convenciones de la sociedad y el poder estaría ligada para siempre a la innegable modernidad de Goya. Se puede ver en su homenaje pictórico titulado Das Inquisit (El procesado por la Inquisición, 1977) o en sus «cuadros-poema» descendientes de los Caprichos.
La retrospectiva del Macba alcanza también sus «acciones extremas» sobre el papel, que suponen la «domesticación del salvaje» y la rebelión del lenguaje. Las realizó dos años después de ser condenado a seis meses de prisión por haber realizado una acción «anarquista» en el marco de una asamblea política en la Universidad de Viena, en pleno ambiente revolucionario de 1968. En Fuego fatuo, un manuscrito de 167 páginas, vemos una serie de dibujos de tono sadiano, ilustraciones de un texto que apuntan al contexto social de la opresión del individuo por las convenciones, al poder público y la Iglesia. La exposición concluye con los dibujos de los ochenta y noventa en grandes formatos, cuadros-poema, escenografías teatrales, óperas ; y su idiosincrásico lenguaje literario (Los portadores de secretos, Amor y rabia) en conjunción con el dibujo directo, figurativo, de clara tradición fantástica y simbolista. Dice una frase de un cuadro-poema : «Si el lactante pudiera hablar, diría : me horroriza mi futura juventud y la abstracción geométrica», expresión de su escepticismo ante la dominación del arte abstracto.
Fuente: ÁNGELA MOLINA / EL PAIS