Ha bastado apenas una semana para que la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo cambie radicalmente de criterio en la tercera causa abierta contra Baltasar Garzón, ex juez de la Audiencia Nacional (jurisdicción heredera del franquista Tribunal de Orden Público), y deje en agua de borrajas un proceso que amenazaba con otorgarle una nueva condena por delitos tipificados en el código penal.

Se trata de un auténtico vuelco procesal que erosiona la autoridad jurídica del alto tribunal y levanta legítimas sospechas sobre las verdaderas razones que pueden haberle llevado a contradecirse de forma tan escandalosa.

Se trata de un auténtico vuelco procesal que erosiona la autoridad jurídica del alto tribunal y levanta legítimas sospechas sobre las verdaderas razones que pueden haberle llevado a contradecirse de forma tan escandalosa.

Seguramente la flagrante rectificación tenga mucho que ver con las presiones recibidas de una parte de la opinión pública, institucional y mediática, nacional e internacional, hagiógrafa entusiasta del Garzón más intrépido. Aunque tampoco puede descartarse que el influyente lobby del magistrado haya puesto en valor ante quien corresponda el peligro que representaba la eventualidad de que, por un mal cálculo político, se airearan con luz y taquígrafos algunos episodios conocidos por el magistrado durante su paso por la judicatura, auténticos secretos de Estado.

Pero, al margen de conjeturas, lo cierto y verdad es que el mismo magistrado ponente, Manuel Marchena, que confirmó su procesamiento el pasado 27 de enero ha archivado la causa de los cursos de Nueva York in extremis, al admitir, ahora sí, que el presunto delito por cohecho impropio (la misma imputación que a Francisco Camps) ha prescrito. Con ello Garzón se salva de otro varapalo por un tema tan poco edificante como haber cogido dinero del Banco Santander (entre otros) para financiar unas conferencias en una universidad estadounidense, con el agravante de que una vez de vuelta al juzgado procediera a archivar una causa que tenía como imputado precisamente a su principal patrocinador, el presidente del Banco de Santander Emilio Botín, “querido Emilio” para el Garzón mendicante.

Porque la resolución que contiene la orden de archivo no es para nada de exculpación, ya que se afirma taxativamente que el juez había cometido el delito que se le imputaba y que se ha escapado a la acción de la justicia por exigencias de la legalidad vigente: presentar la denuncia fuera de plazo. El texto de archivo no deja dudas: Garzón actuó “por agradecimiento o dádiva” al no abstener de la investigación que afectaba a su benefactor y, por el contrario, archivar el procedimiento judicial.

La sombra de Botín es alargada y está dejando huella en los juicios de Garzón. En el de las escuchas ilegales a la trama Gürtel, por el que Garzón ha sido condenado a 11 años de inhabilitación de la carrera judicial, sus abogados trataron de aducir sin éxito como factor de nulidad la conocida como “doctrina Botín”, con el argumento de que la acción popular no contaba con el apoyo del ministerio fiscal. No coló. Y ahora Baltasar Garzón se encuentra con una absolución sobrevenida por estricto cumplimiento de la legalidad caiga quien caiga: es decir, la aplicación de la prescripción delincuencial.

Un garantismo jurídico cuya inobservancia, propia de regímenes totalitarios, viciaría el proceso por muy evidentes que fueran los delitos atribuidos. Precisamente la misma licencia antijurídica, propia de los regímenes totalitarios, que Garzón predicaba para justificar la grabación de las conversaciones de las defensas de la red Gürtel con sus clientes como tributo de la lucha contra la corrupción. Como un desquiciado Don Cicuta, a Garzón le ha salvado la mano ciega de una justicia que le ha administrado las mismas medicinas que él negó a sus investigados.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid