Como si de un Messi de la política se tratara, los medios de comunicación del régimen y sus comentaristas de escalafón se han apresurado a celebrar la apretada victoria del pícnico Hollande sobre el sanguíneo Sarkozy. En tal desmesura han brillado sobre todo los diarios de predicamento progresista.

Así, El País titulaba “Hollande impulsa otra Europa”. Nada más y nada menos. Como si la llegada de un aplicado burócrata del Partido Socialista Francés (PSF) a la presidencia de la V República conllevara el factor taumatúrgico de las grandes transformaciones históricas.

Así, El País titulaba “Hollande impulsa otra Europa”. Nada más y nada menos. Como si la llegada de un aplicado burócrata del Partido Socialista Francés (PSF) a la presidencia de la V República conllevara el factor taumatúrgico de las grandes transformaciones históricas.

Pocas veces alguien con una hoja de servicios tan mediocre y oscura ha sido así jaleado por los plenipotenciarios de la opinión publicada. De un hombre sin atributos nuestros analistas de cabecera han hecho un titán de la política, un pequeño Napoleón. “Un hombre sereno y tocado por el don de la ironía pero sin experiencia de gobierno”, escribe sin sonrojo un veterano corresponsal para prestigiarle. Porque lo que de verdad interesa al sistema, en estos momentos de imparable descrédito de la política profesional y de la democracia representativa, es intentar repescar a los millones de desencantados que en Europa se están pasando con armas y bagajes a las filas de la indignación activa y la resistencia al statu quo. De ahí esa ofensiva para reubicar en el pódium del imaginario social a líderes y hombres providenciales. Es el culto a la personalidad en su versión capitalista.

Nadie con dos dedos de frente puede creer en el milagro Hollande, como no sea a la manera del Barón de Münchhausen, que pretendía elevarse al cielo tirando de sus cabellos. La entronización del cabeza de lista del PSF y la consiguiente defenestración de Sarkozy sólo pueden interpretarse como un cambio de guardia, un episodio rutinario más de la eterna rifa lanpedusiana que ha hegemonizado la dirección de la política europea desde la segunda guerra mundial. Ora con el modelo conservador, ora con el socialdemócrata, los gobiernos del Viejo Continente únicamente se conmueven al son que marcan los intereses del mundo de los negocios, las multinacionales y las finanzas. Y todo lo demás, como en la literatura al peso, si no es traducción es plagio. Lo que sucede es que la crisis ha hecho inevitable descararse a ese bipartidismo enmascarado, inmolándose en las brasas de las medidas antisociales que una vez en el poder, tanto la derecha real como la izquierda nominal, se ven obligados a perpetrar para apuntalar al sistema.

Un repaso a la reciente hemeroteca debería servir para pinchar ese espejismo que ahora nos están facturando como la “excepción francesa”. Las palabras de los líderes en campaña y los programas electorales de los partidos son burdas golosinas de mentiras preventivas. Música celestial que dura hasta que se apagan las candilejas y cada mochuelo regresa a su olivo. Recordemos a Zapatero ofreciendo pleno empleo en las elecciones de 2008. O a su colega Papandreu, presidente de la Internacional Socialista, haciendo todo lo contrario de lo que prometió urbi et orbi para desbancar a sus rivales del gobierno griego. Y con la derecha, la otra parte contratante, igual de lo mismo, en competencia perfecta. Mariano Rajoy sólo tardó un trimestre en darse la vuelta como un calcetín y hacer lo opuesto de lo que pregonó durante el teatrillo electoral.

Claro que cuando se trata de la izquierda de mercado, vulgo centro derecha, en el pecado llevamos la penitencia. Porque mientras el triunfo de la derecha rancia en España sirve para confirmar su carácter genéticamente conservador (aunque no miente), la victoria de la izquierda, superados los besamanos de rigor, permite aplicar las políticas reaccionarias que la caverna es incapaz de ejecutar sin provocar un guirigay social. Unos cardan la lana y otros se llevan la fama.

No hay más que ver de qué ingenua manera se ha avalado como el colmo del radicalismo esa bola que ha servido de eslogan a François Hollande de que piensa respetar el compromiso del déficit pero exigiendo crecimiento económico. Que es como sorber y cantar al mismo tiempo. Esas bromas a la derecha no se las toleran. Por cierto, halando del “rupturista” Hollande. Resulta muy difícil creer que el resultado del intrépido caballero (el 51,67% de los votos) se ha logrado sólo agregando a su techo de la primera vuelta (el 28,56%) todos, digo todos, los votos cosechados entonces por los otros candidatos de la izquierda (el 11,10% Jean-Luc Mélenchon y el 2,5% Eva Joly). Con lo que hay que suponer que el trasvase de votos de que hablaban los sondeos desde el centro derecha y la extrema derecha hacia los socialistas se ha cumplido (el 28% de los seguidores de François Bayrou y el 15% de los partidarios de Marine Le Pen). Porque el índice de participación ha sido similar en ambos comicios.

Eso sí, a cada uno lo suyo y que Dios reparta suerte. Mientras se socializaba la victoria de Hollande como una posible alternativa reformista a los dictados de los mercados, la espectacular derrota de los socialistas en Grecia a manos de la izquierda anticapitalista Syriza era ninguneada por los medios de comunicación que preferían poner el acento y la coz en la entrada en el parlamento de la extrema derecha con una representación de mínimos. Hasta ahora la historia la escribían los vencedores, hoy les basta con predecirla.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid