Se acaban de publicar dos biografías de Federica Montseny, la mítica dirigente anarquista, y en el rastro de esa noticia regresé a la primavera de 1977. Al tiempo grande, y entonces nuevo, de los mítines. Al tiempo de creer que nos uníamos a la historia ; que ya formábamos parte de todo lo que había estado prohibido. Cuarenta años después de la guerra civil, volvió a Valencia Federica Montseny.
Fue un día de sol y de alegría triste. La plaza de toros de la calle Xátiva se había llenado de personas variopintas. Jóvenes y viejos casi todos. Porque allí faltaban los de la edad media, arrasados por el medievo de Franco, el destructor de tantas juventudes. Allí estaban las gentes mayores de la república y la FAI, y con ellos las camadas de muchachos que aborrecían más o menos igual a la Falange que a las formaciones comunistas, que tanto ruido hacían entonces, y que tan poco hacen ahora, desfibrada su doctrina por el estrepitoso derrumbe del totalitarismo soviético.
Entonces parecía que el futuro iba a ser rojo, o que no sería, y que los ácratas representaban un sentir loco, una nostalgia absurda, una tropelía cripto-conservadora. Eso decían los que miraban a Moscú. Pero nosotros mirábamos a Federica, con su aura de abuela joven de todos nosotros. Enérgica, organizada, lúcida, optimista irreductible. Con sus gafas que atravesaban libros y décadas. Nunca sentí mayor emoción ante un político de la República. Aunque fuera una honrada anti política. Pero pronto se fue. Regresó a Toulouse, a su piso pequeño y a sus ideas grandes y revolucionarias, muchas de las cuales continúan en vigor. Como el descreer en las patrias, el laicismo innegociable, la defensa del amor libre, o incluso la reivindicación del iberismo, acaso la única salvación de paz y de concordia para este país que día tras día dinamitan los centrífugos, siempre asesorados por burócratas y clérigos. Cuando muchos anhelaban que el futuro de España se torciera por la senda de una dictadura proletaria, Federica Montseny iluminó de firmeza, de memoria y libertad una tarde de Valencia.
EL PAÍS