Artículo de opinión de Rafael Cid

Estaremos en lo cierto si afirmamos que nunca como el 4M de mayo unas elecciones autonómicas han sido consideradas tan importantes a nivel nacional. Ni han sido seguidas con tanto apasionamiento dentro y fuera de la comunidad afectada. Ni los medios de comunicación han realizado coberturas informativas tan intensas sobre los acontecimientos previos a los comicios. Hechos todos ellos escoltados con otros igualmente densos posicionamientos demoscópicos mediante sondeos y encuestas de organismos públicos (CIS) y privados.

Estaremos en lo cierto si afirmamos que nunca como el 4M de mayo unas elecciones autonómicas han sido consideradas tan importantes a nivel nacional. Ni han sido seguidas con tanto apasionamiento dentro y fuera de la comunidad afectada. Ni los medios de comunicación han realizado coberturas informativas tan intensas sobre los acontecimientos previos a los comicios. Hechos todos ellos escoltados con otros igualmente densos posicionamientos demoscópicos mediante sondeos y encuestas de organismos públicos (CIS) y privados. Quizá, pero solo a cierta distancia minorista, lo que más pueda acercársele, por el clímax de excepcionalidad, hayan sido las diferentes consultas y referendos populares ligadas al procés independentista catalán.

De ahí que cabría hablar más de un auténtico plebiscito al plantear lo que se dirime en los debates de la Comunidad de Madrid. Y ello por lo que supuestamente está en juego. No estamos ante una alternativa a la vieja usanza del bipartidismo dinástico hegemónico, actitud que prevaleció en la política española hasta el estallido de la crisis financiera del 2008 y las consecuencias económico-sociales que la consiguiente Gran Recesión desató. Tampoco en la dinámica ideológica tradicional izquierda-derecha, o al menos no en sus connotaciones habituales. Ni siquiera en el vaivén arriba-abajo que puso de moda la nueva política tras la llegada de Podemos a las instituciones con su tesis del <<significante vacío>>. Lo que en teoría se ventila el 4M, en plena pandemia sanitaria y laboral, es un compendio condensado de todas esas variables vectoriales. La máxima expresión atronadora del doble antagonismo izquierda-derecha y arriba-abajo. Si hay que aceptar el veredicto del tumulto imperante, de lo que se trata es de elegir entre fascismo o democracia (o, en su envés, entre comunismo y libertad).

El planteamiento de marras sería el siguiente. El partido Vox, surgido en las elecciones andaluzas de 2018, supondría la encarnación de ese fascismo que la izquierda en el poder denuncia denodadamente. Un grupo euroescéptico de la derecha populista, de porte xenófobo, homófobo y trumpista, liderado por Santiago Abascal, antiguo concejal del Partido Popular (PP) en Euskadi. Colectivo ultra que se ha encaramado como tercera fuerza en el Congreso de los Diputados, por delante de Unidas Podemos (UP), a quien saca más de medio millón de votos y 17 escaños. El inquietante sorpasso de esta extremaderecha habría llegado a ser quien es gracias al apoyo determinante del PP, al que por otra parte Vox condiciona parlamentariamente en varios gobiernos regionales (Andalucía, Madrid o Murcia). Semejante <<blanqueamiento del fascismo>>, a decir del relato de parte, se completaría con la complacencia de Ciudadanos, el socio de las gentes de Pablo Casado en esas comunidades, al que tildaban de marioneta del Ibex 35.

En ese contexto, entre la opinión pública y la publicada hizo fortuna como viático la inseminación de una polarización radical del espacio público. A un lado estaba la izquierda política, sindical y social, y al otro y enfrente, <<el trifachito>> constituido por PP, Cs y Vox, <<las tres derechas>> de <<la foto de Colón>> con su <<discurso del odio>>. Dos mundos distintos y distantes, separados por un abismo de incomprensión y desencuentros. Dos categorías existenciales irreconciliables, donde el adversario político pasa a ser considerado como el enemigo a batir y no el simple disidente. Esa es la radiografía sobre la que se escrutaran los resultados de las urnas el día de autos en la Villa y Corte. Conviene recordar para mayor abundancia y precisión que en los muchos años en que los de Génova 13 han ostentado el gobierno de la nación, en algunas ocasiones disponiendo de mayoría absoluta, nunca procedieron fascistamente, impidiendo su relevo en el poder del Estado cuando la izquierda les destronó electoralmente. Que los fundadores de Vox abandonaron el PP en protesta por la política blanda de Marino Rajoy. Que los hinchas de Abascal no comparten grupo en la eurocámara con los partidarios de Reconstrucción Nacional (RN) de Marine Le Pen y la Liga Norte (LN) de Mateo Salvini. Y que en la actual España democrática, partidos que muestran afinidad con la etapa franquista, como Falange o el propio Vox, son legales y plenamente constitucionales. Porque tanto el PSOE como el PCE, entonces claves en la oposición a la dictadura, así lo pactaron con los tardofranquistas (aceptando al Rey designado por Franco como jefe de Estado y de las Fuerzas Armadas; admitiendo el consenso con la UCD de Adolfo Suarez, el último secretario general del Movimiento Nacional, el partido único del franquismo; y vetando que los republicanos históricos pudieran concurrir a las primeras elecciones libres de 1977). Aquel blanqueamiento de los posfranquistas se llamó <<reconciliación nacional>> y forma ya parte de nuestra herencia recibida.

Pero incurriríamos en el muy común vicio del <<presentismo>> si pretendiéramos valorar lo que sucede hoy en la política española usando el espejo retrovisor de lo que sucedió en la Transición el siglo pasado. Estaríamos inoculando el virus de la confusión y la demagogia sobre unas categorías políticas que, solo en la añoranza de algunos a diestra y siniestra, puede asimilarse a lo que actualmente nos concierne. Y eso vale tanto para la trabazón franquista renuente como para el eslabón fascista recurrente. Sea lo que fuere que hoy domina en el tablero político, por muy indeseable y despreciable que ciertamente sea (la intolerancia y el desprecio al diferente lo son sin paliativos de ningún género ni medida), se puede calificar con toda la gravedad que permite la riqueza de nuestro idioma. Pero dar un salto atrás en el túnel del tiempo, abusando de la carga de emotividad de los enunciados performativos (conceptos que realizan hechos), entraña una barbarización de la política. Ya advertía Carlos Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte que <<la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos>>.

A más más. Existe el peligro de que en ese afán por elevar el <<presentismo>> al podio de lo contingente se haga una caricatura de lo emergente de nueva planta que solape la verdadera naturaleza de lo que en realidad acontece. Aplicar fórmulas sencillas basadas en la doctrina del shock (vulgo estrategia de la tensión) a problemas complejos puede significar hacernos candidatos a repetir la historia. Y no precisamente como farsa. Sino como algo que nos impide pensar más allá de nuestros intereses de casta, clase, etnia, confesión, partido o género. La realidad de la emergencia de un pensamiento único fanatizado, de raíces antidemocráticas y antihumanistas, que gana adeptos en la población gracias a bravatas de corte populista y al desamparo vital provocado por las sucesivas crisis, es insoslayable y requiere de urgente rectificación. Hay que ir de los efectos a las causas y no manosear las consecuencias para canibalizar el entorno social. Cualquiera puede tener razón por motivos equivocados.

Durante la campaña del 4M se ha hablado hasta la saciedad de la imperiosa necesidad de extender <<un cordón sanitario>> frente a la extrema derecha que práctica el odio y la violencia como argumentario político, en evidente alusión a Vox y sus <<provocaciones>> por haber celebrado un mítines en barrios obreros. Vaya por delante que esa zona de exclusión demandada, aparte de conculcar derechos fundamentales, carece de virtualidad probada por el chute de victimismo con que suele investirse a los estigmatizados. La experiencia de lo que viene ocurriendo en Francia con el <<partido hermano>> de la señora Le Pen merecería una profunda reflexión. El cordón sanitario a que se viene sometiendo al antiguo Frente Nacional (FN) en la segunda vuelta (balotaje) no ha servido para parar su crecimiento. Un reciente informe de la Fundación Jean-Jaurés señalaba al respecto: “A poco más de un año de las próximas elecciones la victoria final de Marine Le Pen es una posibilidad nada desdeñable>>. Sobre todo cuando su onda expansiva se nutre de las carencias de la sedicente izquierda, porque como recuerda ese estudio << Le Pen obtuvo en la primera ronda en 2017 más del 30% de los votos obreros, de asalariados y de desempleados>>. Vox entró en las instituciones andaluzas en 2018 gracias en cierta medida a los <<votos robados>> al PSOE. Y fue entonces cuando nació la consigna del <<trifachito>> al calor de las concentraciones convocadas por PSOE y UP para boicotear la investirá del nuevo presidente de la Junta, operación para que se llegaron a fletar autobuses desde muchas provincias. Como decía el anuncio de una conocida pizzeria, parece que << el secreto está en la masa>>.

Entonces, otra vez más la pregunta pertinente es: ¿qué hacer? Doctores tiene la iglesia, pero desde el amateurismo militante me atrevería a señalar que nuestra caja de herramientas para frenar la llegada de los bárbaros presagiada por Kavafis tendría que utilizar medidas a corto y a largo plazo. Y sobre todo no caer en la tentación de capitalizar el <<no pasarán>> y el anuncio del diluvio universal anexo para incentivar un tropismo pro domo sua de muy corto vuelo y perspectiva bumerán (Franco utilizaba el trampantojos de la conspiración judeo-masónica-comunista). El largo plazo en sin duda la cura definitiva, pero necesita tiempo, madurez, talento y perseverancia generacional para triunfar en el empeño. Implica inculcar de arriba-abajo y de abajo-arriba; de dentro-afuera y de afuera-adentro; valores humanos y democráticos como imperativo categórico. Hacer del hombre sea la medida de todas las cosas, de las que son como de las que no son. Y que asumamos el principio de responsabilidad concebido por Hans Jonas: <<obra de tal modo que las consecuencias de tu acción resulten compatibles con la permanencia de una vida auténticamente humana sobre la tierra>>. Un desideratum al que no podemos esperar cruzados de brazos. Largo me lo fiais.

De ahí la necesidad de una política proactiva. Hay que dotarse de una vigorosa cultura democrática para impedir esas fuerzas disruptivas y distópicas tomen el poder, las mentes y las emociones. Pero eso es imposible si la fórmula que se utiliza consiste en poner a media sociedad contra la otra media, en un diálogo maquineo de buenos y malos, rojos y azules, donde todo se jibariza con simplezas tipo <<o conmigo o contra mí>> o fórmulas pedestres como aquella del <<el amigo de mi enemigo es mi enemigo y tiro porque me toca>>. Algo que no solo está inventado sino que se está haciendo ya en el marco de la Unión Europea (UE). Lo que pasa es que eso requiere echar mano del consenso bueno, a la inversa de lo que se perpetró en la etapa de la transición y que ahora nos pasa factura por su insondable déficit moral. Cordón sanitario que en julio de 2019 asumieron populares, socialistas, liberales y verdes en Bruselas, adversarios políticos e ideológicos en tantas otras cosas, para impedir que los ultras y euroescépticos de Le Pen y Matteo Salvini coparan las presidencias de algunas comisiones en el Parlamento Europeo.

Pero eso aquí no está ni se le espera. Lo que funciona es la ofensa canallesca. El efecto <<los nuestros primero>> caiga quien caiga. Una versión humorística, pero no exenta de profundidad, la ha ofrecido Díaz Ayuso al proponer a Ángel Gabilondo que vote a su favor en la investidura si tanto desea levantar un cordón sanitario contra Vox. Incunable para las hemerotecas que el dirigente socialista toreó repitiendo el mantra <<Ni Vox ni Ayuso. Ni la ultraderecha ni las políticas que blanquean a la ultraderecha>>. Otra muesca en el haber del <<difachito>> formado por PP y Vox, tras haber sacado la izquierda a Ciudadanos del cártel criminal (el ex magistrado y ministro del Interior Marlaska se refirió en esos términos a los conservadores en un mitin del candidato de Ferraz). Visto desde los actuales presupuestos, no deja de resultar curioso que PP y PSOE promovieran un cordón austericida al pactar la reforma del artículo 135 de la constitución sin consultar a la ciudadanía. O que la vicepresidenta primera Carmen Calvo alabara el <<sentido de Estado>> de Vox cuando la abstención de sus 57 diputados dejó en manos del gobierno de coalición de izquierdas <<socialcomunista>> el control exclusivo de los multimillonarios fondos europeos.

Alea jacta est. El día después del 4 de mayo sabremos si finalmente, como auguran los intelectuales y artistas abajofirmantes movilizados contra <<26 años infernales de atentados contra los derechos y la dignidad de la mayoría>> en la CAM (manifiesto Ahora sí), la izquierda reconquista el gobierno en la capital. Porque si, por el contrario, se confirmaran algunas predicciones y, con una participación masiva incuestionable, el PP de Díaz Ayuso doblara en escaños y Vox resistiera impávido, habría que deducir que media población de Madrid es fascista. Y eso es un ultraje y un insulto a la inteligencia. Algo por lo que algunos pirómanos de vía estrecha deberían responder. Aunque siempre cabe el recurso de decir con Alfonso Guerra: <<el pueblo se ha equivocado>>.

Rafael Cid

 

 


Fuente: Rafael Cid