Artículo de opinión de Rafael Cid
Aunque por la rabiosa actualidad pudiera dar esa impresión, no voy a tratar aquí de ese diktat seudo-stalinista del secretario de organización de Podemos, Pablo Echenique, “el bueno”, dirigido al Consejo Ciudadano para acabar con el debate interno. ¡Prietas las filas! Este enunciado tiene que ver con lo que a todas luces es la segunda y fundamental ofensiva de la campaña puesta en marcha por los distintos agentes del sistema político-económico hegemónico para segar todo rastro de disidencia entre la ciudadanía como respuesta a las políticas austericidas y liberticidas.
Aunque por la rabiosa actualidad pudiera dar esa impresión, no voy a tratar aquí de ese diktat seudo-stalinista del secretario de organización de Podemos, Pablo Echenique, “el bueno”, dirigido al Consejo Ciudadano para acabar con el debate interno. ¡Prietas las filas! Este enunciado tiene que ver con lo que a todas luces es la segunda y fundamental ofensiva de la campaña puesta en marcha por los distintos agentes del sistema político-económico hegemónico para segar todo rastro de disidencia entre la ciudadanía como respuesta a las políticas austericidas y liberticidas.
Después de haber rechazado a sangre y fuego las manifestaciones más decisivas de las “primaveras árabes” con la complicidad de los regímenes “del mundo libre” y, en otros zonas, tener a buen recaudo las movilizaciones gracias a la botadura de nuevos partidos que las han remansado hacia la competencia institucional, parece haber llegado el momento de anularlas en el plano teórico para asegurar su total extinción. No suele haber teoría sin praxis ni praxis sin teoría.
Porque si algo habían puesto de manifiesto todas las protestas surgidas a raíz del estallido de la crisis era la clara conciencia existente entre amplias capas de la población sobre el fraude democrático y de representación de los gobiernos democráticos de facto. Argumentos que habían servido para la impune ostentación de nuevas oligarquías y la utilización descarada de políticas antipersonas. Dos mitos que saltaron por los aires cuando las gentes se echaron a las calles, desde Egipto a Túnez, desde Grecia a España, a la voz común de “no nos representan” y “lo llaman democracia y no lo es”.
Por eso, reprimida la agitación con artes combinadas, ahora se intenta extirpar de raíz los valores éticos, humanistas, racionales, inclusivos y democráticos que acunaron a aquellas sublevaciones de la sociedad civil. Y para dar el tiro de gracia se han usado dos acontecimientos históricos, diferentes en la forma pero idénticos en cuanto a su interpretación regresiva: el referéndum del Brexit y las elecciones españolas del 26-J. Si uno observa en perspectiva, las valoraciones que se han realizado de ambos sucesos coinciden en criticar una forma de participación política que deja la última palabra a los electores. Es como si de pronto, en pleno siglo XXI, se intentara reeditar de nuevo algún tipo de sufragio censitario para asegurar la gobernabilidad de los Estados contestada a nivel global.
El ataque se ha hecho en dos frentes. Uno centrado en dirimir la eficacia del referéndum como método de consulta para grandes cuestiones, y otro en cuestionar la vigencia en las sociedades complejas del viejo principio democrático “un hombre un voto”. En ambos posicionamientos existe un deseo oculto de recuperar cierto elitismo como alternativa a una “voluntad general” que empieza a considerarse peligrosa cuando los medios de comunicación de masas no logran alinear completamente a los votantes en el trágala del statu quo.
En España, como suele ocurrir con las cosas de comer, la vanguardia en favor del nuevo despotismo ilustrado la ha protagonizado el Grupo Prisa, buque insignia de las grandes entidades financieras mundiales y de las corporaciones multinacionales, y en ese zafarrancho han participado algunos de sus más conspicuos columnistas. La racha comenzó el pasado 8 de abril con un editorial (Lecciones de Holanda), en el que, a resultas del rechazo en referéndum del acuerdo de asociación entre la Unión Europea y Ucrania, se advertía que “el resultado de la consulta marca los límites de la democracia directa”. Tres días más tarde, el 11 de abril, el mismo diario insertaba una columna (Abusos de la democracia directa) del subdirector de internacional del rotativo alemán Die Weit, Silke Mülhher en idéntico sentido. Y culminaba la serie, el 18 de abril, Juan Ignacio Torreblanca con un texto (Cónsules y consultas) en el que el jefe de opinión del rotativo ponía en la picota la sospecha el derecho a decidir con este tenor literal: “¿preguntar es siempre democrático?”. Todos los textos publicados eran en la distancia deudores del enorme fiasco del referéndum boicoteado por el gobierno de Syriza, prueba de que pocas veces desde la izquierda radical ha hecho tanto en favor de la derecha.
El operativo se reactivó cara a la disputa sobre la salida de Gran Bretaña de la UE, mediante la entrada en liza de algunas de las plumas más progresista del periódico presidido por Juan Luis Cebrián. Con parecido mensaje: el riesgo, primero, de dejar temas estratégicos al buen criterio de los simples ciudadanos y, aprobado el Brexit, escrutando sobre la diferente calidad de los votos emitidos. A este última interpretación se han apuntado firmas de reconocido prestigio como la de John Carlin (¡Qué no voten los viejos!); Josep Ramoneda, en la misma línea de su colega pero analizando las causas de la victoria de PP el 26-J (En regresión), y como telonero del programa, Mark Leonard, director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (Un tsunami de plebiscitos en Europa). Este último llegó a tocar el botón del pánico al afirmar que “la avalancha de referendos que los nuevos partidos quizá soliciten a raíz del triunfo del Brexit puede poner en peligro los principios de solidaridad, negociación y democracia sobre los que se funda el proyecto europeo”.
O sea, hablando en plata, que la democracia directa vía referéndum vinculante supone un riesgo para estabilidad de las castas políticas reinantes y que, en una especie de eutanasia electoral, las personas mayores no son dignas de votar sobre ciertas cuestiones porque carecen de visión de futuro. Lo curioso es que esas opiniones se esgrimen desde posiciones supuestamente democráticas y liberales, frente a la avalancha de las tesis de los partidos ultras y xenófobos, cuando en realidad los dos registros se retroalimentan en el fondo. Porque ambos parten del achicamiento y menosprecio de los valores democráticos. Unos manteniendo en la minoría de edad política a parte de la ciudadanía por razón de veteranía, y otros estableciendo un número clausus sobre quién es patriótico y ciudadano con derechos y quién paria. Dos paternalismos y un mismo pensamiento único.
Se trata del viejo problema entre entender la democracia en el crisol reduccionista que arranca de una interpretación sesgada y abstracta de la existente en la Atenas clásica de hace veinticuatro siglos, o verla como una forma de gobierno con valores humanistas, inclusivos y solidarios urbi et orbi que se ha enriquecido con el avance civilizatorio. La prestigiosa helenista Nicole Loraux ya advirtió de esa impostura en su libro “Nacido de la tierra” al denunciar un revisionismo que, basándose en la tradición histórica que excluía de la participación política a mujeres, metecos y esclavos, impone una traducción reaccionaria, populista y oportunista de la categoría “democracia” al momento presente. Manipulación auspiciada en la actualidad por el Frente Nacional francés de Marine Le Pen, en denuncia de la propia Loraux, como abanderado de “democracias auténticas caracterizadas por su saber de la necesaria discriminación entre extranjeros y ciudadanos”.
Un sofisma del que se valen los partidos eurófobos emergentes y que de llevarse hasta sus últimas consecuencias ágrafas implicaría considerar a la Revolución Francesa como un movimiento retrógrado por excluir a las mujeres de la ciudadanía, y a la Suiza contemporánea un país antidemocrático por no haber aprobado el sufragio universal femenino hasta el lejano 1971. Pensar históricamente frente a los falsos profetas que caricaturizan el pasado para justificar opciones políticas, en palabras de la investigadora citada, conlleva “actuar en el campo del pensamiento para recordar el derecho imprescriptible de lo que ha existido a ser antes que nada comprendido en su tiempo”.
Lamentablemente, a veces, los extremos se tocan y en estos precisos momentos ultranacionalistas y eurócratas coinciden en negar la capacidad de todo el pueblo para conquistar responsablemente una democracia avanzada. Es una dinámica que recuerda a aquel infame grito racista “¡exterminad a todos los salvajes!” con que el escritor polaco Joseph Conrad sintetizaba la esencia del colonialismo europeo en su famoso relato “El corazón de las tinieblas”.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid