"Llévame contigo, mi jefe no es bueno. Si vuelvo me pegará y me castigará", pidió Govind
La liberación esta semana de cientos de niños esclavos en la India no es un caso aislado en un país donde 17,5 millones de niños según datos de UNICEF y más del doble según las estimaciones de las ONG trabajan, la mayoría de ellos en condiciones inhumanas. Desde que el pasado abril el Times of India destapara el caso de Afzal Ansari, de 12 años, muerto en Mumbai (la principal ciudad de India, antes llamada como Bombay), después de que sus jefes en un taller textil le propinaran una paliza, una serie de investigaciones periodísticas han conmocionado a la sociedad india y han invitado a las autoridades a actuar.
«Llévame contigo, mi jefe no es bueno. Si vuelvo me pegará y me castigará», pidió Govind
La liberación esta semana de cientos de niños esclavos en la India no es un caso aislado en un país donde 17,5 millones de niños según datos de UNICEF y más del doble según las estimaciones de las ONG trabajan, la mayoría de ellos en condiciones inhumanas. Desde que el pasado abril el Times of India destapara el caso de Afzal Ansari, de 12 años, muerto en Mumbai (la principal ciudad de India, antes llamada como Bombay), después de que sus jefes en un taller textil le propinaran una paliza, una serie de investigaciones periodísticas han conmocionado a la sociedad india y han invitado a las autoridades a actuar.
La redada del pasado miércoles fue planeada meticulosamente durante semanas. Varias organizaciones localizaron decenas de negocios de calzado, bordados y alimentación, donde los menores trabajaban a la vista de quien los quisiera ver. La policía de Mumbai hizo el resto. Unos 150 agentes peinaron hasta 200 comercios del céntrico barrio de Madanpura. Con la llegada de los agentes, los dueños de los negocios conminaron a los chavales a salir corriendo. A otros los obligaron a esconderse en sótanos y desvanes. La operación culminó con la detención de 42 empresarios y la liberación de 450 niños de entre 6 y 14 años.
Los menores, muchos de ellos con síntomas de desnutrición, según los trabajadores sociales presentes, volverán ahora con sus familias, a las que hace años que no ven. La mayor parte de los muchachos procede de los Estados más pobres del país y del vecino Nepal. Las organizaciones piden al Gobierno indio que apoye a las familias -un tercio de la población en India vive con menos de un euro al día- para que no vuelvan a caer en manos de los traficantes.
Kailash Satyarthi lleva 25 años sacando a niños de prisiones laborales donde en el mejor de los casos reciben míseros salarios y donde frecuentemente sufren todo tipo de agresiones. Se muestra satisfecho ante la última liberación, pero insiste en que el problema estructural está lejos de resolverse. «Estos niños venían del Estado de Bihar, el más pobre de India. La precariedad económica forzó a sus familias a entregar a sus hijos a intermediarios que recorren el país ofreciendo créditos de 500 o 1.000 rupias [entre 10 y 20 euros] a los más necesitados a cambio del trabajo infantil. Se llevan a los niños, los colocan en negocios en Mumbai y en Nueva Delhi y las familias no vuelven a ver a sus hijos ni el dinero prometido. Los niños viven en condiciones terribles, como animales. Trabajan hasta 15 horas, comen y duermen en el centro de trabajo y no ven la luz del sol», explica Satyarthi, quien asegura en una conversación telefónica haber liberado, al frente de la South Asian Coalition on Child Servitud, a 66.000 niños.
Govind Prasad Khanal es uno de esos niños. Nació y creció con su familia en Nepal, pero a los nueve años una enfermedad acabó con la salud de su padre y con los ingresos que llevaba al hogar el cabeza de familia. «Fue entonces cuando un hombre apareció en mi casa. Les dijo a mis padres que no se preocuparan, que él les daría el dinero que necesitaban y a mí me llevaría a un lugar donde tendría una buena educación a cambio de unas horas de trabajo. Mi madre le creyó», cuenta Govind por teléfono desde Bihar. Su madre se quedó sin el dinero y el pequeño pasó a servir a la familia de un adinerado ingeniero con seis hijos. «Trabajaba desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche. Lavaba la ropa, limpiaba la casa, cocinaba para todos y me alimentaba de las sobras. Nunca recibí un sueldo y no me dejaban ir a la escuela», relata Govind.
Estuvo encerrado en aquella casa en Nepal durante dos años hasta que reunió el valor suficiente para huir. Llegó hasta la frontera con India. Con 11 años y nada que llevarse a la boca su único objetivo era buscar un empleo. Al poco tiempo lo encontró arreglando teléfonos y atendiendo a clientes en un pequeño negocio de telefonía. Pero su situación laboral no mejoró. Su jefe le pegaba, no recibía un salario y no podía abandonar la tienda ni siquiera para dormir. Sólo el azar permitió a Govind escapar del círculo vicioso de la esclavitud y la pobreza extrema. «Un día vi una manifestación de niños pasar por delante de la tienda. Eran de la Marcha Global Contra el Trabajo Infantil [organización internacional que agrupa a 2.000 asociaciones en todo el mundo]. Montaron un mitin justo detrás del patio de la tienda de teléfonos. Un hombre habló de cómo fue liberado de la industria de alfombras. Parecía buena persona y pensé que si le contaba mi problema me podría ayudar. `Llévame contigo, mi jefe no es bueno. Si vuelvo ahora me pegará y me castigará’, le dije. Me aceptaron».
Fuente: ANA CARBAJOSA | EL PAÍS