La indignación que recorre las calles brasileñas recuerda mucho a las recientes protestas en Turquía, iniciadas en Estambul como rechazo de la propuesta de construir un centro comercial en el parque Taksim Gezi. Una ciudad como epicentro, una medida impopular y un descontento acumulado hermanan ambas movilizaciones. Y como en el surgimiento del 15-M, una brutal carga policial produce una ola de solidaridad y de reproducción de las formas de protesta por todo el país.
La plaza de Sol, la plaza de Gezi, como antes otras plazas de la primavera árabe-africana, son estallidos de protesta social que comparten ciertos rasgos, y que atribuyo a un innovador y largo ciclo de movilizaciones iniciado por los nuevos movimientos globales a finales del siglo pasado.
La plaza de Sol, la plaza de Gezi, como antes otras plazas de la primavera árabe-africana, son estallidos de protesta social que comparten ciertos rasgos, y que atribuyo a un innovador y largo ciclo de movilizaciones iniciado por los nuevos movimientos globales a finales del siglo pasado. La auto-organización en las calles, el hartazgo de una clase política percibida como autoritaria y distante, junto con el buen entendimiento de las nuevas tecnologías como herramienta de agitación y organización social, forman parte del ADN de estos nuevos sujetos políticos.
No son manifestaciones absolutamente “espontáneas”. No lo son, en primer lugar, porque existe un reguero de protestas que las preceden. En las grandes ciudades brasileñas, se dan iniciativas que se reconocen en el “derecho a la ciudad”, como Passe Livre o el Movimiento de los Trabajadores Sin Techo (MTST). En el Estado español, V de Vivienda, el rechazo de la llamada Ley Sinde o iniciativas de desobediencia en las calles como la ocurrida el 13 de marzo de 2004 frente a parlamentos y sedes del Partido Popular, son ejemplos antecesores que dieron forma al 15-M. Pero, sobre todo, no podemos hablar de “espontaneidad” a secas cuando estas movilizaciones emergen tras rechazar implícita y explícitamente las vías de acción de la izquierda clásica. Efectivamente, aquí se reclama un protagonismo social en la protesta.
Y, en segundo lugar, se palpa (en asambleas, discursos, grandes lemas) una hipersensibilidad frente al poder como esqueleto central del mencionado ADN. No ha sido internet, pues, quien ha creado estos nuevos movimientos globales. Los ha amplificado, eso sí, los retroalimenta, les facilita coordenadas de organización social, ya sean ágoras virtuales, convocatorias en las calles o una cultura de trabajo en red. En las últimas décadas, hay una exploración consciente que anima a hackear y reinventar la política. Se rechaza entonces a la izquierda más clásica y ensimismada en sus maquinarias diseñadas para “tocar poder”. Y se tiene a bien escuchar los ecos emancipatorios presentes en: las rebeldías zapatistas (el “mandar obedeciendo” y el “caminar preguntando”); la radicalización de la democracia que inspiró el 15-M; y en la afirmación de que “el mundo no es una mercancía”, sustrato de protestas mundiales como Occupy Wall Street de octubre de 2011 o las convocatorias “antiglobalización” a partir de 1999.
No se trata de “un movimiento global”, sin embargo. El actual Saopaulazo tiene mucho más del Caracazo que sacudiera Venezuela en 1989. La chispa se repite: la subida del transporte público. La población considera insoportable que se realicen “ajustes estructurales” con los de abajo cuando se gastan miles de millones en obras faraónicas para la organización de olimpiadas y mundiales de fútbol. El prefecto de Sao Paulo, como el entonces presidente de Venezuela Carlos Andrés Pérez, insiste en que las arcas públicas necesitan ese dinero. En dos países donde el petróleo significaba riqueza para unos pocos mientras los servicios sociales eran recortados (por el FMI en el caso venezolano) o pendían de una débil agenda social (el estancamiento económico en Brasil repercutirá en las ayudas asistencialistas). Como telón de fondo, está el cuestionamiento de la fórmula de la triple D: Desarrollo + Desigualdad + Dependencia del capitalismo globalizado. Fernando Henrique Cardoso privatizó el país, y Lula y Dilma insistieron en favorecer la conglomeración de grandes empresas de capital brasileño a través de sustanciosos apoyos del BNDES. Aparte de favorecer una agenda depredadora en todo el continente: monocultivos de soja, deforestación amazónica, explotaciones mineras a cielo abierto, desplazamiento de comunidades y una tupida red de infraestructuras (plan IIRSA) que aseguren la “inserción” latinoamérica en el mundo, de la mano del gigante brasileño. Las protestas en Bolivia por la construcción de una carretera en el Tipnis, las movilizaciones indígenas en el Perú o las mingas protagonizadas en Colombia son también avisos para navegantes: el neodesarrollismo, ahora de corte más asistencialista que en los 60, será contestado como antaño lo fueran las directrices neoliberales.
La agenda se contesta porque el maná no llega, porque la mano invisible sigue repartiendo las mejores cartas a los grandes especuladores mundiales. Ciertamente en Brasil hubo una fuerte reducción de la pobreza. Pero no se apuntalaron las conquistas sociales pues residen en programas de apoyo de alcance puntual. Además el ascenso de la clase media (clase C), al igual que en el Estado español, se fraguó merced a un fuerte endeudamiento privado, un crecimiento con los pies de barro. El caracazo fue el pistoletazo de salida de agendas alternativas al neoliberalismo en América Latina. En Venezuela, concretamente, fué el caldo de cultivo para la entrada de Chávez en política, con su intento de golpe de estado tres años más tarde. No será este escenario el caso de Brasil. Aunque sí puede significar el declive de la popularidad de un gobierno y un ascenso de la crítica ciudadana que pide derechos sociales y está dispuesta a combatir viejos y renovados autoritarismos.
El Saopaulazo, por tanto, puede verse como un renovado desafío de agendas obsoletas, sean las promesas vacías, los ejercicios autoritarios o el desarrollismo al servicio de deudocracia, el casino global que exige territorializar sus conquistas, como indica David Harvey. Rezuma economía moral o infrapolítica, es decir, las herramientas de protesta de los desposeídos que se activan cuando la ambición de los de arriba supera ciertos límites, siguiendo a E. Thompson o J. Scott. Vuelve la política a través de la lucha por las necesidades básicas, como constatan Zibechi para Latinomáerica o Vandana Shiva y Mies en su llamada de atención de las economías de supervivencia que se oponen a colonizaciones occidentales y patriarcales. El Saopaulazo queda lejos de todo “cacerolazo” inspirado por la derecha como ocurriera a fines del año pasado en Argentina. Viene a sumarse a las olas de protesta que protagonizan los nuevos movimientos globales que insisten en saltarse siglas y referencias ideológicas cerradas para ahondar en la encuentro de “indignados” desde el protagonismo social (“los rebeldes se buscan” decían en Chiapas).
Pero es muy específicamente brasileño. Está más presente el sentido de articulación social. Al contrario que en el 15-M, rápidamente se han visto apoyos y presencias de movimientos organizados en las calles, trabajadoras y trabajadores, excluídos de las favelas e incluso alguna bandera del propio PT. El propio gobierno ha reaccionado rápidamente aceptando el descenso general del precio del billete del transporte público. Este hecho contrasta con el autoritarismo y la distancia de las élites españolas: ni la propuesta legislativa para una dación en pago de la vivienda frente al desahucio en beneficio de los bancos, ni el escándalo de las preferentes que resultó en miles de estafados por entidades bancarias, por poner dos ejemplos, han encontrado respaldo (ni siquiera discusión) en la agenda política, no ya de los conservadores en el poder, sino de partidos como el PSOE con aspiraciones a compartir el bipartidismo. Este cierre de oportunidades políticas perpetúa el sistema elitista tradicional de la política institucional de los últimos siglos en este país, lo que, a su vez, alimenta la credibilidad y las propuestas de radicalización de la democracia tanto en las demandas (mayor auto-gestión social, co-gestión de servicios públicos, democracia directa en asuntos más relevantes, municipalismo democrático) como en las formas de organización y movilización social.
Gezi, Sol y las calles de Sao Paulo representan ríos subterráneos que han terminado por aflorar y que están abriendo paso a nuevas culturas de entender la política. Como demuestra el caso Islandés, donde recientemente se produjo el retorno de los conservadores al gobierno en las pasadas elecciones, la radicalización de la democracia, o las democracias de alta intensidad de las que habla Boaventura de Sousa Santos, no tienen su impacto (no aún) en el cortoplacismo de las disputas electorales. Pero ya están en la calle. Y en España se dejan ver en las mareas de protesta que reemplazan a las grandes corporaciones. Al igual que emergen formas políticas, partidos-ciudadanía por ejemplo, de fuerte corte asambleario y discursos centrados en el protagonismo social y el rechazo frontal de la agenda neoliberal, sean nuevos partidos que hacen uso de internet como ágora política, espacios territorializados como las CUP en Catalunya o agrupaciones locales en diversas ciudadades y pueblos. Quizás su expresión más soterrada, y al mismo tiempo extendida en los últimos tiempos, sea la auto-organización para la satisfacción de necesidades básicas: iniciativas de economía social-popular, grupos de producción y consumo, cooperatismo en las redes de internet y en la organización de apoyo vecinal, redes que trabajan por la soberanía alimentaria.
El Saopaulazo como el 15-M son ya más que destellos. Quienes no estén atentos y atentas a estos nuevos sujetos políticos pueden encontrarse que hay trenes sociales que les cierran las puertas. Puede que también abran un día la puerta de su casa y se encuentren con una plaza de indigados escracheando su entrada, como promueven la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y Stop Desahucios en el país de las casas sin gente y las gentes sin casas. Los nuevos movimientos globales, así como el hacer más territorial de otras culturas comunitarias más presentes en Bolivia, Ecuador, México o la India (democracias comunitarias en palabras de Luis Tapia), han venido para quedarse e insertarse en las actuales prácticas políticas, cada una adaptándose a un contexto político y económico determinado. Dado que atravesamos tiempos de transiciones inaplazables (económicas, políticas, energéticas) constituirán sin duda un contrapeso que humanizará dichas transiciones, disputando a las élites sus ansias de depredación, y a las izquierdas conservadoras (aferradas al poder institucional o a una ideología historicista) su legitimidad para construir procesos emancipatorios.
por Ángel Calle Collado, autor de La transición inaplazable (Icaria, 2013)
Fuente: Ángel Calle Collado