Artículo de opinión de Rafael Cid

¿Es compatible el electoralismo con negar el derecho al sufragio? Porque es la contradicción que atraviesa nuestras democracias parlamentarias. Cada vez las campañas oficiales en favor de las elecciones parlamentarias son más intensas y agresivas, llegando al extremo ningunear el derecho a la abstención, pero al tiempo también son más numerosos los gobiernos que legislan descaradamente contra el espíritu del sufragio universal. La evidencia más palmaria la tenemos en las extravagantes reacciones que ha suscitado en la Unión Europea (UE) el referéndum sobre la independencia de Escocia.

¿Es compatible el electoralismo con negar el derecho al sufragio? Porque es la contradicción que atraviesa nuestras democracias parlamentarias. Cada vez las campañas oficiales en favor de las elecciones parlamentarias son más intensas y agresivas, llegando al extremo ningunear el derecho a la abstención, pero al tiempo también son más numerosos los gobiernos que legislan descaradamente contra el espíritu del sufragio universal. La evidencia más palmaria la tenemos en las extravagantes reacciones que ha suscitado en la Unión Europea (UE) el referéndum sobre la independencia de Escocia.

Los mismos estadistas que el pasado 25 de mayo animaban con avaricia a votar en las elecciones europeas, al conocerse el resultado del escrutinio escocés han tocado a rebato para evitar que algo parecido pueda repetirse en el futuro. Incluso el primer ministro inglés se ha permitido amenazar a los electores afirmando que el veredicto de las urnas era “para siempre”. Mientras, en el continente, otros países menos lustre democrático sacaban de la almoneda de la historia a constitucionalistas dispuestos a hacerse un sitio en los telediarios bramando contra “la moda del referéndum”.

El sufragio, que si es a la vez activo y pasivo (la capacidad real de elegir y ser elegido), directo y universal, constituye una conquista democrática, está siendo suplido por la rutina electoralista, una modalidad de consulta neocensitaria, indirecta y unilateral. Con ello el derecho a decidir de la ciudadanía queda supeditado en la práctica a ratificar las listas cerradas y bloqueadas que cada equis años ofertan los partidos políticos, convertidos en agentes casi exclusivos de la representación política. Un proceso de oligarquización en la toma de decisiones por el que los que son más y poseen menos se postran ante los que son menos y tienen más. En Andalucía, por ejemplo, solo una de cada diez personas está afiliada a un partido.

No es el gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo. Sino el libre mercado competitivo de los partidos-corporación como mano invisible. Un teatrillo donde actúan representantes con plenos poderes y representados sin apenas capacidad de revocación sobre sus teóricos comisionados, ni exigencia de mandato imperativo. De ahí que los grandes poderes, económicos y políticos, ponderen unánimemente el hecho electoral y, por el contrario, frenen el legítimo ejercicio del referéndum. Se trata de otra versión, mucho más sutil, del atado y bien atado franquista, que se relanzó con el informe redactado por el politólogo Samuel Huntington para la Trilateral en el que pronosticaba que un “exceso de democracia” podía hacer ingobernables las sociedades modernas.

Sin duda ha sido en el Reino Unido donde han surgido las primeras voces firmes contra el derecho a decidir tras pulsar su ejecutivo el “botón del pánico” para revertir el desastre que auguraban las últimas encuestas, sin importarle haber vendido antes la idea de una consulta popular sobre la salida de Gran Bretaña de la UE. Pero es en España donde el paradigma elecciones versus sufragio ha alcanzado mayor virulencia, dado las continuas maniobras de todos los gobiernos habidos para evitar que la gente opine. Por cierto, “habla pueblo, habla” fue el eslogan que acunó la campaña de las primeras elecciones durante la transición.

La política del candado, en nuestro caso, viene de atrás y tiene solera. Primero se intentó quitar carisma democrático al referéndum recordando que el franquismo celebró varios, como si en una dictadura las urnas fueran algo más que un adobo del sistema. Después se sometió a referéndum el texto de la Constitución para sancionar la forma monárquica de Estado dentro de todo el articulado. Y finalmente, ya con el PSOE, Felipe González utilizó todos los trucos imaginables para arrancar el sí en el referéndum sobre la OTAN.

No obstante, fue tan grande el coste político que supuso para el régimen lograr que la opinión pública se tragara el galimatías “OTAN de entrada no” que aquella resultaría la última vez que un asunto estratégico fuera sometido a consulta popular. Temas de enorme trascendencia para el país como la inclusión en la Unión Europea (UE), con su consiguiente cesión de soberanía y reforma de la Constitución anexa; la rectificación de su artículo 135 para garantizar la devolución de la deuda pública por encima de otras prioridades sociales o la cesión del territorio nacional para cuartel general del despliegue del escudo antimisiles de EEUU, fueron aprobados en lo sucesivo a pachas por el duopolio dinástico gobernante PP-PSOE.

De esta manera se enterraba cualquier intento de democracia avanzada, como prometía el preámbulo constitucional, para atenerse lisa y llanamente a la letra de la Carta Magna que dicta el carácter no ejecutivo del referéndum y de la iniciativa legislativa popular, aparte de imponer mayorías reforzadas para su toma en consideración por las cámaras. Un sabotaje similar se ha intentado con la acción popular en el ámbito de la justicia, herramienta que junto con el referéndum y la iniciativa legislativa son los únicos vestigios de democracia directa que contempla la C.E. de 1978. En el caso de la acción popular, la guillotina ha llegado a través de lo que conoce como “doctrina Botín”, un trampantojos que permite anular cualquier procedimiento judicial si el ministerio fiscal desiste de acusar, aunque esté personada la acción popular.

Esta es la democracia sin demócratas que rige hoy en el Reino de España. Sus últimos trofeos son la propuesta para hacer que los alcaldes salgan del partido más votado y la carrera de obstáculos en que se ha convertido el proyecto de referéndum soberanista catalán. Una reivindicación ferozmente combatida por PP y PSOE, a pesar de contar con el visto bueno del 80% del Parlament y el apoyo clamoroso de gran parte de aquella sociedad.

El poder recela del pueblo, al que solo considera como pasivo votante, consumidor y contribuyente. La famosa mayoría silenciosa. Por eso las elecciones, lejos de ser libres, adquieren caracteres de drones antidemocráticos. Y cada vez más forman parte del aparato propagandístico y de control del sistema para institucionalizar una suerte de nuevo sufragio censitario. A este paso, Suiza, la Confederación Helvética, con su tradicional antibelicismo; desprofesionalización de la política; descentralización cantonal y uso del referéndum como herramienta de participación ciudadana, nos va a parecer la Atenas de Pericles.

Rafael Cid

 


Fuente: Rafael Cid