Artículo publicado en Rojo y Negro nº 378, mayo 2023

Definido de una manera general, el sufrimiento es la sensación motivada por experiencias que afectan al sistema nervioso. De este modo, se puede decir que sus causas pueden tener un origen físico o ser emocionales. Dicho sufrimiento siempre es consciente. En este texto nos vamos a referir al “sufrimiento psicológico o emocional”.

¿Cuál podría ser su origen?

Podemos citar tres factores: de carácter ambiental, el psicológico y el biológico. Estos tres factores se encuentran entrelazados entre sí y determinan la conducta humana.
El dolor emocional nos envía señales de que algo no va bien en cualquiera de los factores citados.
Cuando el dolor se manifiesta, alguna estructura orgánica queda afectada. Por ejemplo, si tenemos un dolor de muelas y no tomamos analgésicos nuestro sistema nervioso va a entrar en estado de alerta, lo percibirá como una amenaza, entonces se disparará la ansiedad fisiológica y decaerá el estado de ánimo. Estaremos más irritables y reaccionaremos de manera menos eficiente.
La ansiedad sería una manifestación de alarma ante una amenaza real o imaginaria que produciría desgaste del sistema nervioso y malestar emocional.

¿Qué podemos decir sobre la frustración?

Esta no sería más que el resultado del incumplimiento de una expectativa. La conducta humana está motivada por expectativas. Sin embargo, las expectativas no siempre se cumplen, por lo que el organismo suele reaccionar con frustración, a la que se asocia la ansiedad.
La vida es una moneda de dos caras, una está referida al placer y la otra al dolor. El sufrimiento forma parte de la existencia. Es decir, la adaptación al medio que nos rodea genera malestar: la vida social, el grupo de amistades, nuestras relaciones sentimentales, las relaciones laborales… son sucesos dinámicos que nos producen incertidumbre; a los seres humanos no nos gusta la incertidumbre, nos genera sensación de pérdida de control. Cuanto más «líquida» sea una situación más malestar nos provocará; el cambio lo percibiremos como una agresión a nuestra seguridad. Mantenerse en una permanente sensación de inseguridad agota a nuestro sistema nervioso y provoca inestabilidad emocional. Cuando una rutina es alterada el cuerpo reacciona con estrés, se produce más adrenalina y aumenta la obsesividad por controlar los cambios. En principio, ese aumento de activación favorece la adaptación porque mejora el rendimiento del organismo, pero, al mismo tiempo, si se mantiene o se repite en exceso, no solo genera malestar emocional sino que el procesamiento cognitivo elabora pensamientos catastrofistas desadaptativos que incrementan el malestar y nos alejan de un afrontamiento eficiente. El sufrimiento empuja al individuo a restablecer el equilibrio y lo hace de un modo u otro; si bien no todos los métodos son igual de eficaces.
El sufrimiento psicológico ha sido objeto de estudio desde la antigüedad. En el budismo el sufrimiento depende del procesamiento psicológico: «El dolor es inevitable, el sufrimiento es opcional», se dice que afirmó Buda; para éste el sufrimiento es la inadaptación de la mente a la realidad. Esta desadaptación se produce debido al «apego», que ante un mundo cambiante y plástico intenta mantener estructuras rígidas.
Muchos siglos después de estas palabras de Buda apareció el padre de la Terapia Racional Emotiva, Albert Ellis, que expuso la hipótesis de que «existe una tendencia humana al autosabotaje» que denominó: la conducta neurótica. Ésta incluye formas de conducta que nos alejan de lograr nuestros objetivos.
Un buen número de pensadores de nuestro tiempo describen el sufrimiento actual como propio del contexto social en el que vivimos; es decir, sería la consecuencia del materialismo narcisista, del individualismo, de la falta de apoyo mutuo y empatía hacia nuestros congéneres y de la inexistencia de un pensamiento crítico. Vivimos en una sociedad donde cada vez es más arduo soportar el día a día y la suma de problemas que esto conlleva. En este contexto es necesario tener una idea clara sobre cuál es nuestra posición en él para después ver qué hacemos.
Partiendo de la metáfora de la existencia fisiopsicológica como una moneda de dos caras, es lícito afirmar que existen emociones con diferentes funciones para nuestro organismo; unas están relacionadas con el agrado, la satisfacción o el placer, e indudablemente facilitan el equilibrio y la autorregulación emocional y, por tanto, un cierto bienestar; y hay otras que nos advierten de que algo no va bien (malestar). Se debe insistir en que todas estas emociones resultan útiles para nuestra adaptación al medio. Ahora bien, puede ocurrir que por diversas circunstancias no afrontemos un reto existencial con la eficacia necesaria y que esas emociones «alarma» persistan en el tiempo, entonces, al no restablecerse el equilibrio entre amenaza y resolución de la misma, se van a desencadenar cuadros psicopatológicos conocidos: crisis de ansiedad, estados depresivos, obsesiones, miedos y en situaciones extremas, deseos de muerte.
Es un suceso prácticamente imposible no verse afectado por eventos frustrantes, dañinos para nuestro equilibrio psicológico. En esos momentos críticos nuestra forma de procesar la información nos boicotea e incide en la profundización del malestar hasta convertirlo en una crisis existencial con diferentes consecuencias.

¿Cómo afrontamos el sufrimiento psicológico?

No existe una receta que sirva para todas las personas, cada individuo es un mundo independiente que posee su propia biografía, su experiencia, su biología y su forma de pensar. A pesar de ello, sí podemos, primero, entender nuestro sufrimiento y, segundo, afrontarlo con una cierta eficacia.

¿Cómo podríamos actuar ante una sensación de malestar que nos agobia?

En un primer momento hay que «identificar el malestar», ser conscientes de que algo no va bien en nuestra vida, sea de raíz biológica, social o psicológica. Esta sugerencia que parece evidente no lo es tanto a la hora de su aplicación porque tendemos al «autoengaño» y vivimos en un modelo social individualista que nos exige «productividad» a toda costa; entonces, el «malestar emocional» no tiene cabida, es considerado como propio de personas débiles, incapaces de enfrentar la vida diaria.
En un segundo momento tendríamos que «aceptar nuestra fragilidad» ante un evento que no somos capaces de afrontar. Por tanto, seremos solidarios con nosotras mismas y con las demás, asumiremos que no siempre vamos a encontrar comprensión y aceptación en las personas que nos rodean. Somos diferentes, con procesamientos diferentes, con culturas diferentes y, por supuesto, con sensibilidades diferentes. Nos quedaremos con aquellos elementos de nuestra red de apoyo social que nos refuercen e impulsen a salir del «pozo» del miedo, la ansiedad y la depresión.
Dicho esto, es obvio que tenemos que cambiar nuestra concepción de la vida social individualista, y sustituirla por otra colectivista en la que la suma de las partes sea superior al sujeto individual. Se ha demostrado en diversos estudios que las personas que participan de una sólida red de apoyo social tienen menos probabilidades de padecer un trastorno psicopatológico. Con los apoyos adecuados y una conciencia clara del problema habrá que definir las tácticas de afrontamiento de cada situación crítica. Convertiremos cada una de ellas en un experimento conductual, pondremos a prueba las hipótesis y nos quedaremos con las que nos favorecen. No hay que descartar solicitar ayuda a especialistas en «clínica psicológica» para que nos asesoren. Lo ideal sería que estos clínicos estuvieran imbricados en nuestra comunidad.
Las ideas finales de síntesis para terminar son: «sufrimos porque vivimos» y «juntas somos más fuertes».

Ángel E. Lejarriaga


Fuente: Rojo y Negro