Artículo de opinión de Antonio Pérez Collado

Si en algo coinciden la mayoría de analistas políticos (una de las pocas profesiones que no precisa titulación universitaria ni máster de postín) es en decretar la obsolescencia del sindicalismo clásico. Los más ultraliberales porque consideran que cualquier traba que se ponga a la libertad del mercado, del capital más exactamente, supone una merma de beneficios y, por ende, del crecimiento de la economía que, obvio es recordarlo, está en manos de ese 1% que cada vez es más rico.

Si en algo coinciden la mayoría de analistas políticos (una de las pocas profesiones que no precisa titulación universitaria ni máster de postín) es en decretar la obsolescencia del sindicalismo clásico. Los más ultraliberales porque consideran que cualquier traba que se ponga a la libertad del mercado, del capital más exactamente, supone una merma de beneficios y, por ende, del crecimiento de la economía que, obvio es recordarlo, está en manos de ese 1% que cada vez es más rico.

Pero también desde posturas mucho más progresistas o de izquierdas (parece que ahora ambos términos son equivalentes) se opina que el sindicalismo llamado de clase es una antigualla de cuando esos mismos expertos mamaban intelectualmente de las ubres del marxismo-leninismo y militaban con la esperanza de una pronta dictadura del proletariado.

Caído el muro de Berlín y con él todos los estados proletarios habidos y por haber, con la excepción de Corea del Norte (más dictadura de Kim Jong-un que del proletariado norcoreano) y de Cuba, Vietnam y algún otro ejemplo que mantienen símbolos y denominaciones comunistas -pero donde el capitalismo ha entrado en su versión más salvaje- la izquierda clásica ha sufrido un paulatino proceso de asimilación de teorías y conceptos más propios de la socialdemocracia o incluso de las escuelas conservadoras.

Al sindicalismo se le reconocen y agradecen los muchos servicios prestados (seguramente porque siguen pensando que el sindicato obrero tiene que ser una correa de transmisión del partido bolchevique) pero una vez llegados al Estado de bienestar (quienes hayan llegado, claro) y concedido el sufragio universal, metidos hasta las cejas como estamos en la era de la informática, la robótica y las redes sociales, pues como que la solidaridad y la lucha de clases son cosas de otras épocas menos evolucionadas.

Desde luego que no estamos en los años gloriosos del sindicalismo revolucionario. Aquel tiempo en que se la jugaba por la jornada de las 8 horas, que se enfrentaba (pero literalmente) a la patronal y sus matones contra el trabajo infantil y la insalubridad de las naves industriales, que se desangraba exigiendo derecho de huelga y de asociación, que lograba victorias ya míticas y que practicaba la solidaridad por encima de gremios y fronteras. Es evidente que el que ahora vence en la confrontación de clases es el capital. Pero para ello han sido necesarios decenios de domesticación de los cuadros sindicales y de la propia clase trabajadora. El acceso a bienes de consumo y a servicios públicos, que nunca antes habían estado al alcance de la gran mayoría social, adormeció las conciencias y rompió los vínculos que unían y daban sentido de pertenencia a un gran colectivo con intereses comunes.

El sistema necesitó de mucha represión y mucha propaganda para doblegar, amansar y domesticar al movimiento sindical: en Inglaterra, en Francia, en Italia, en España, en EE.UU. la brutalidad policial, los despidos y la sustitución de leyes que protegían la libertad sindical y el derecho de huelga como garantías básicas fueron sustituidas por reformas laborales y decretos que imponen abusivas restricciones a los derechos de los trabajadores y al propio ejercicio del sindicalismo.

Hoy, en la mayoría de países industrializados, los sindicatos suelen ser una prolongación del departamento de recursos humanos y su cometido no pasá más allá de gestionar ascensos y contrataciones temporales, tramitar pequeñas reclamaciones y negociar convenios donde el resultado suele favorecer más a la empresa que a su plantilla. Con semejante panorama y una precariedad absoluta se puede entender fácilmente que el prestigio de las burocracias proletarias esté por los suelos y los índices de afiliación sindical anden entre un 10 y un 15% .

Pero que nos hayan derrotado y asimilado no quiere decir que todo esté perdido, y que nunca vayan a resurgir la organización y la lucha de los trabajadores…o de los pobres, los oprimidos, los explotados o el término que resulte menos vetusto, porque pobreza, opresión y explotación parece que van a seguir estando de moda, y porque la necesidad de resistir y mejorar las condiciones de vida está impresa en nuestra memoria.

Es muy posible que el modelo sindical tradicional no se repita o que su mayor implantación ya no esté en los mismos lugares. Quizás, a medio plazo, el futuro no existe para el sindicalismo de liberados y despachos (como el que hemos conocido en Europa occidental y Norteamérica) pero quién nos dice que las experiencias que ya se están dando en China, India, Bangla Desh, Brasil, Sudáfrica y otras economías emergentes no son el germen de ese nuevo asociacionismo obrero del siglo XXI.

Otro debate que, al menos en nuestro país, está apareciendo con frecuencia consiste en anteponer el ocaso (por no decir el fracaso) del sindicalismo a la pujanza de lo que se ha venido a denominar movimientos sociales. El razonamiento que se hace es que el sindicalismo languidece y vegeta en pos de meras y magras mejoras salariales y profesionales, mientras los movimientos sociales se mueven por reivindicaciones y proyectos que cuestionan el modelo económico y político existente.

Pues, en mi modesta opinión, ni tanto ni tan calvo. Veamos. Por un lado hay que reconocer que, aun siendo cierta la valoración positiva de las luchas de pensionistas, vivienda, ecologistas, feminismo, antirracismo, etc. en muchos casos estas luchas están separadas (por no decir a espaldas) de otros conflictos sociales y laborales con los que se debería confluir en campañas y acciones comunes, si es que el objetivo es acabar con este injusto sistema. Y por otra parte, es injusto generalizar que el sindicalismo (o la gente que aún milita en él) no comparte y participa de estas luchas de los movimientos sociales. Al revés esa trabazón entre lo social y lo laboral no suele darse tanto.

Me consta, porque lo llevo viviendo más de cuarenta años, que en el caso de los anarcosindicalistas siempre hemos visto como propias y compartibles la movilización contra las centrales nucleares, la lucha de las cárceles, la reivindicación de la memoria histórica, el derecho a la vivienda y a los servicios públicos, las mareas de pensionistas, las caravanas de solidaridad con refugiados y migrantes o las huelgas feministas del 8M y todo tipo de reivindicaciones sociales. Que tengamos secretarías de Acción Sindical y Acción Social define muy bien esa dualidad de compromisos. Tampoco viene mal recordar que los anarquistas y los sindicalistas revolucionarios de hace siglo y pico ya eran naturistas, pacifistas, esperantistas, vegetarianos y racionalistas; incluso ya habían inventado los centros sociales, las huelgas de inquilinos o el arte comprometido, entre otras cosas.

Otro dato esperanzador y que podría desmentir esa muerte anunciada del sindicalismo es la constatación de que la mayoría de las huelgas actuales se producen en e sectores con mucha precariedad, y las deciden y las protagonizan trabajadores y trabajadoras jóvenes: Amazon, telemarketing, Bicing, repartidores, Telepizza, bomberos forestales, las “kellys”, etc. Lo que vendría a significar que no es el sindicalismo, el asociacionismo, lo que se muere o han matado, sino que se acaba el modelo burocratizado de sindicalismo y nacen nuevas formas de luchas, ya sean estas clasificables como sindicalismo revolucionario, anarcosindicalismo o simplemente como autoorganización.

Y, poniéndonos en el peor de los casos, se podría pedir respecto al sindicalismo la misma comprensión y paciencia que se tiene con los partidos y el parlamentarismo que, indudablemente, han dado pruebas de llevar mucho peor su envejecimiento; incluso cuando se trata de propuestas pretendidamente novedosas.

Antonio Pérez Collado


Fuente: Antonio Pérez Collado