En muy pocas ocasiones las sociedades serenan sus comportamientos. La dinámica de su existencia muestra, y nos demuestra, el ánimo de insatisfacción que acomoda e integra a sus componentes en su progresivo devenir, derivando e inclinándose inalterable y constantemente hacia el conflicto.

Pero por suerte, e incluso por necesidad, hay momentos en que las sociedades, -insisto, a pesar de la permanente mutación hacia el conflicto a las que son sometidas durante su existencia-, en los que calman su ininterrumpido existir, volviéndose más transparentes que de costumbre otorgándose la capacidad de reescribir un nuevo boceto historiográfico con la intención de ser consecuentes y responsables ante su pasado.

Pero por suerte, e incluso por necesidad, hay momentos en que las sociedades, -insisto, a pesar de la permanente mutación hacia el conflicto a las que son sometidas durante su existencia-, en los que calman su ininterrumpido existir, volviéndose más transparentes que de costumbre otorgándose la capacidad de reescribir un nuevo boceto historiográfico con la intención de ser consecuentes y responsables ante su pasado. Cuando brotan estas intenciones, la escenografía y el guión donde la sociedad se proyecta se asemeja a la del púgil en un combate de boxeo cuando esta noqueado y en centésimas de segundos transcurre ante sí toda una vida sin saber a qué atenerse: si a los consejos de su manager para que abandone la pelea, a la cuenta del árbitro que consume el tiempo de sufrimiento o a las ilusiones y esperanzas que ha depositado en el futuro, que ahora, tumbado y derrotado, ve desparramadas en la lona del ring. La serenidad de estas coyunturas, que ni mucho menos son revolucionarias, sino más bien reivindicativas, es el cultivo de prolongadas desilusiones, de interrupciones temporales, más o menos largas, de las que no se regresa fácilmente hacia el camino del desarrollo más básico. En este caso, me refiero a los cuarenta años de dictadura franquista, inconclusos a pesar de la Inmaculada Transición (en voz de Beneyto), que tan solo beneficiaron a los de siempre, y que por el contrario, no solo a los derrotados, sino todo aquel que no compartiese la ideología de la corrupción y la estafa franquista, sufrió continuas amenazas tanto en lo que respecta a sus propias vidas como a los medios de subsistencia que necesitaban para vivir, en un mundo de lleno de pobreza y precariedad. De modo, que con el paso del tiempo la reparación está resultando cada vez más difícil por varios motivos, a la vez, que por la existencia de muchas fortunas y personajes involucrados.

Como digo, la serenidad a la que aspiran las distintas civilizaciones sólo se consigue en similares condiciones a las que se enfrenta el púgil noqueado sobre la lona. Al igual que éste ve como sus expectativas se fugan en la cuenta atrás del K.O. invadiéndole la serenidad de la derrota, ésta misma serenidad llama a la puerta trasera del pueblo cuando un amplio segmento de sus componentes está a punto de desaparecer, extinguiéndose de esta manera una parte esencial de un pasado aún sin tamizar. Es ahora, y sólo entonces, cuando las sociedades abandonan los comportamientos racionalmente correctos, reconstruyendo nuevos episodios que ampliaran la adenda de su historia, a través de los cuales las sociedades se someten al tercer grado dejando ver los contornos que han construido su conciencia sin tapujos ni señuelos, sin adivinanzas ni escondites. Esta inquietud antes silenciada por el temor de los hijos de la guerra se ha transformado en la reclamación de justicia por parte de los nietos de la guerra civil, convirtiéndose en su referente, en el sentido de la vida y de la propia historia, al que no deben traicionar, a pesar de la intencionalidad malsana de encubrir unos hechos que, si salen a la luz con su realidad propia, pueden desestructurar el presente edificado mediante el consenso franquista y una oposición de oficio interesada, más en figurar y aparentar que en reivindicar el alma y reclamar justicia para sus muertos y represaliados. Esta es la tarea que la memoria libertaria demanda a sus herederos, el sentido de la vida a través del cual se tiene que reconocer que los vencedores no lo fueron más que por la ayuda del fascismo europeo y los argumentos de la fuerza, la represión y la tortura, bendecido todo ello por la jerarquía eclesiástica católica; los mismos componentes que hoy insisten en que se olvide el genocidio al que sometieron al pueblo, tanto en lo referente al aspecto cultural y educativo como al propio marco económico, desde el cual disfrutan de unos beneficios obtenidos mediante el expolio, el latrocinio y la rapiña bélica a la que sometieron a la población que ajusticiaron.

Una vez que las sociedades son capaces de apartar los miedos, es posible encontrarse cara a cara con las ilusiones frustradas, con las ambiciones de otros tiempos, con las columnas y los rastros de los ideales que las movieron, para enfrentarse con los perfiles y las aristas cortantes del presente construido con los objetos a la deriva de la historia, con las ruinas del destino o acatando la rutina integradora de las mansiones institucionales vigentes, construyendo un diálogo político-social que se puede identificar como un progreso lento y adecuado, con errores, pero legitimados democráticamente. Es verdad que la serenidad que puede otorgar este sentido de la vida a las sociedades normalmente llega tarde, como hemos dicho, y no está demás repetir, sobre todo, para los que han sufrido la represión de los vencedores directamente, llega cuando la mayoría de los testigos están al borde de su desaparición o ya están incapaces para el recuerdo. Pero como decimos, es ahora cuando la serenidad destapa sus ocultos tesoros que durante tanto tiempo ha protegido como un coleccionista, en beneficio de los historiadores, -que por otra parte, a veces también se olvidan que es la propia sociedad la que demanda la aclaración de estos hechos, no solo lo intereses académicos-, a la vez, que ofrece la posibilidad de sanear las cloacas de su memoria y la reparación moral y ética de los que fueron ejecutados y amordazados por ser disidentes de los métodos autoritarios y totalitarios de la ideología fascista que recorría el continente europeo por aquellos años. Es ahora cuando es posible insistir en el sentido de la vida, es ahora cuando la serenidad posada en el humus humano nos ofrece la posibilidad de atrapar las oportunidades que se pierden por no reclamar la justicia que el poder siempre se niega a reconocer a tiempo, y, dicho sea de paso, también a destiempo.

Va siendo la hora en que se esclarezcan los casos de los niños robados y que los negocios eclesiásticos de Marías y terratenientes salgan a la luz; es hora que las homilías homófobas dejen paso a la libertad de elección sexual; que los herederos del régimen vuelvan a hacer las maletas y se vayan; que la Academia de la Historia deje de patrocinar panegíricos franquistas que rezuman machismo; que se reparen moralmente las ideologías tan calumniadas como eran, y son, el anarquismo y el socialismo real –no el de pandereta y vino de ahora-; que las desigualdades se equilibren por medio de la socialización, no de la deuda de los bancos –los grandes beneficiarios del franquismo-, sino de sus beneficios a nuestra costa; va siendo lo hora de que el catolicismo deje de constituir un grupo favorecido a costa del erario público; va llegando la hora que los manuales de historia de los colegios contengan la historia real de un levantamiento contra un pueblo que salió a la calle, muy similarmente a lo que los que participan en el movimiento 15 M, demandando, eso: igualdad, justicia y reparación, lo que es lo mismo, ningún corrupto, menos privilegios y más sinceridad. Cuando la calle demande esto, y los provocadores de siempre se olviden de provocar, entonces será cuando la serenidad de sentido a la vida.

Julian Zubieta Martínez


Fuente: Julián Zubieta Martínez