<<El plural de anécdota no es estadística>>
(Dicho popular)
No se trata de una reedición del relato nazifascista clásico, pero los populismos a diestra y siniestra vuelven a arengar sobre el yunque de la intolerancia y la discriminación frente a lo nuevo, lo viejo y lo diferente. La extrema derecha está cada vez más presente en la mayoría de los países europeos, ya sea a nivel de gobiernos (Italia, Hungría, Finlandia) o de sus parlamentos (Francia, España, Portugal, Grecia, Eslovaquia, Suecia, Alemania), presionando desde las instituciones para achicar derechos que afectan al feminismo, la ecología o la migración, tanto en el plano nacional como en el marco de la Unión Europea (UE). Incluso formaciones que nominalmente no se reconocen en el contexto ideológico ultra les disputan algunas de sus propuestas más mendaces. Mientras Gran Bretaña plantea confinar a los inmigrantes irregulares en una macroprisión flotante fondeada en el Canal de la Mancha, Dinamarca debate externalizar el problema en cárceles de Kósovo, previo pago de 21 millones de euros anuales por retener a 300 extracomunitarios.
No existe una sola causa del auge de las formaciones de extrema derecha de sesgo trumpista. Hay una confluencia de motivos que van desde la frustración de los tradicionales votantes de izquierda con la socialdemocracia; los devastadores efectos sustitutivos sobre el trabajo humano por la aplicación de herramientas cibernéticas; la creciente desigualdad entre clases sociales y territorios tras el estrangulamiento de los recursos del Estado de Bienestar; la creciente brecha abierta entre el mundo rural y el urbano en cuanto a cantidad y calidad de equipamientos y servicios; la percepción de menosprecio existente en el primer sector extractivo al creerse preteridos en los programas de la nueva política (agricultores y gente del mar por las regulaciones dictadas desde Bruselas y la prevalencia de acciones a favor de la agenda verde de los gobiernos que soportan un impacto para su hábitat económico); la falta de perspectivas para la juventud como víctima propiciatoria de la ruleta rusa del desempleo estructural y la precariedad laboral; y la circunstancia de que muchos trabajadores-contribuyentes compitan en la asignación de prestaciones sanitarias, educacionales o en subvenciones públicas con los extranacionales acogidos.
Tampoco se registra una unidad de destino en el conglomerado ultranacionalista. Salvo en el apoyo más o menos disimulado a la embestida del Kremlin contra Ucrania (aquí en coincidencia con sus antípodas de extrema izquierda) y en haber atemperado su euroescepticismo inicial, en general todas esas formaciones mantienen un perfil propio de adaptación a su medio electoral. No representa lo mismo el abandono de la solidaridad nórdica de puertas abiertas a los vulnerables y expatriados (con el apoyo parlamentario desde octubre de 2022 de los extremistas Demócratas de Suecia al ejecutivo o la entrada del Partido de los Finlandeses en ese gobierno en junio de 2023); que la escalada hacia el poder del partido de Marine Le Pen Agrupación Nacional en Francia (89 escaños y pisando el terreno a Macron en las últimas presidenciales); los progresos de los neonazis de Alternativa para Alemana en el país germano o el encumbramiento de Georgia Meloni con Hermanos de Italia el año pasado a la cabeza de la tercera economía de la UE. Circunstancias todas ellas que testimonian el fracaso de los reclamados <<cordones sanitarios> para revertir su avance. Voluntariosas declamaciones más atentas a la rentabilidad propagandística del <<no pasarán>> que a resolver las serias carencias de fondo y forma que están adoquinando el auge ultra.
Son distintos pero no distantes. Los de Le Pen han sustentado su crecimiento sobre las bases obreras que en su día seguían al Partido Comunista Francés (PCF) y, como mal menor, suscribían el voto útil hacia el Partido Socialista Francés (en las últimas presidenciales el 64% de sus adhesiones venían de trabajadores y parados). Alternativa para Alemania tiene su baluarte y principal cantera en los excomunistas de la antigua República Democrática Alemana (RDA), que se vieron discriminados con la reunificación respecto a los ciudadanos del oeste. Los seguidores de Meloni, igual que con Le Pen, se benefician en parte del trasvase tránsfuga de afiliados del que fuera poderoso Partido Comunista Italiano (PCI), perfil adobado con una estrategia de dinamización cultural que tiene en el concepto gramsciano de hegemonía su baza secreta (el húngaro Viktor Orban hizo su tesis doctoral sobre el teórico comunista). El pragmatismo ideológico no es una anomalía en el vademécum político de la extrema derecha. El primer Podemos, por ejemplo, se servía de la teoría del <<significante vacío>> del marxista argentino Ernesto Laclau, quien a su vez bebía en las fuentes filosóficas del filonazi Carl Schmitt, y su catalogación del adversario político como enemigo a exterminar. Era lo que su líder Pablo Iglesias denominaba <<cabalgar las contradicciones>>.
En este sentido, el campeón del sincretismo es Vox (reducido a 33 escaños tras el batacazo del 23-J), el grupo que junto al Chega portugués (12 escaños) identifica a la extrema derecha en la Península Ibérica. Pero los de Santiago Abascal son un caso aparte sin casi paragón entre sus colegas de la galaxia ultra. En su seno conviven reaccionarios al pie de la letra, conservadores, carlistas, católicos preconciliares, ex falangistas, neoliberales y hasta escolásticos del mesianismo marxista. Todos ellos comprometidos con la recentralización del Estado restando competencias a las autonomías. Surgido al parlamentarismo en las elecciones andaluzas de 2018, Abascal es un <<discípulo>> del pensador riojano Gustavo Bueno, marxista heterodoxo que algunos califican como el filósofo español más importante del siglo XX. El líder de Vox y Bueno, miembros destacados de la Fundación para la Defensa de la Nación Española, compartían la visión de que los <<males de la patria>> radicaban en el proceso de desmembración del Estado. La paradójica comunión intelectual entre el político ultramontano y el filósofo materialista (autores a cuatro manos del libro En Defensa de España) tiene raíces biográficas. Del lado de Abascal por su lucha contra el acoso de ETA en el País Vasco y del lado de Bueno por sentirse decepcionado por una izquierda que había trocado su internacionalismo proletario por el independentismo soberanista. Esas influencias cruzadas debieron pesar a la hora de designar como candidato para la moción de censura activada por Vox al economista Ramón Tamames, antiguo dirigente del Partido Comunista de España (PCE) durante la transición.
El alma neoliberal de Vox, por el contrario, representó una auténtica bendición para el gobierno de coalición <<social-comunista>>. De suyo, fue gracias a la insólita abstención en bloque de los entonces 52 diputados de Abascal que Pedro Sánchez logró la exclusiva para gestionar los multimillonarios Fondos de la Unión Europea sin ningún órgano de control independiente por medio, una excepción en el panorama democrático de los veintisiete. Todos los demás grupos parlamentarios votaron en contra, deferencia de los ultras que llevó a la vicepresidenta Carmen Calvo a declarar públicamente en señal de agradecimiento que <<Vox ha demostrado sentido de Estado>>. El mismo Vox que desde su aparición había sido tildado por Moncloa y Ferraz como el núcleo duro del <<trifachito>>. Astuto espantapájaros con el que PSOE y Unidas Podemos (UP) urdieron su <<alerta antifascista>>, aserto que en realidad entrañaba a la vez la victimización de la despuntante extrema derecha y su blanqueamiento al equipararla con el Partido Popular (PP) y Ciudadanos (Cs). Ya no había duda: si toda la oposición era infame facha, los únicos progresistas estaban en el gobierno. Lo que sí hizo Feijoo en los ayuntamientos de Barcelona y Vitoria, apoyando la candidatura socialista contra los independentistas de Junts per CAT y Bildu, y no correspondió Sánchez favoreciendo al PP como partido más votado el 28-M y el 23-J para marginar a los terraplanistas de Vox que <<pretenden meternos en un tenebroso túnel del tiempo>> (siguiendo el ejemplo de Revilla en Cantabria, que respaldó a los populares para noquear a Vox). ¿Cuánto peor, mejor? La misma izquierda que hoy abandera orgullosa un negacionismo pactista fue la que en 2011, con el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, promovió un acuerdo exprés con la derecha de Mariano Rajoy para reformar el artículo 135 de la Constitución. En la práctica, un cordón sanitario contra el pueblo soberano destinado a priorizar el pago de la deuda sobre cualquier otra contingencia. Por supuesto, con el voto a favor sin restricciones ni aspavientos del entonces diputado socialista Pedro Sánchez.
Suele decirse que cada pueblo tiene el gobierno que se merece. Parece lógico, en una democracia se decide de abajo-arriba. Los gobiernos nacen de la voluntad general expresada en las urnas. Y ahí se rompe el encanto de salida, a partir de ese momento todo se invierte y corrompe, funciona el rodillo arriba-abajo. Una reversión del espíritu democrático que se institucionaliza porque una vez conquistado el <<sí quiero>> la mayoría social implicada se autoexcluye. Delega derechos y deberes (no hay unos sin otros) en la élite de los que van a mandar en nuestro nombre. El tracto así perpetrado se convierte en un troquel de dominio pleno, una suerte de cheque en blanco de los representados a los representantes. Un recorrido de despersonalización en el que se borra el individuo moral y la ética colectiva. Esa es la clave del actual avance de la extrema derecha, el capitalismo de amiguetes, la democracia impostada y otros adefesios, aunque también el cepo de intereses y trampantojos a que nos someten partidos, sindicatos afines y malhechores varios. El secreto, pues, está en la masa, ese colectivo ingente, informe y narcisista, domado para la obediencia debida. La disyuntiva es elegir entre el gregarismo de ver pasar la historia de nuestra vida como espectadores o asumir mentalidad de sociedad activa haciendo nuestra vida protagonista de la historia.
Fuente: Rafael Cid