La contundente victoria de Angela Merkel en unas elecciones nacionales que se han validado en clave continental supone la confirmación del dominio de la canciller sobre las políticas de la Unión Europea y un serio aviso para navegantes: la larga marcha a través de la instituciones está vedada para la izquierda que no renuncie a sus atributos.

Los electores alemanes que han refrendado en las urnas la gestión de la crisis realizada por Merkel, a cambio de provocar situaciones de emergencia social para rescatar al sistema financiero, quieren que siga apretando esa soga y frene cualquier iniciativa que entrañe repartir los sacrificios entre todos socios de la UE. Por eso, por primera vez desde que la recesión apareció y arreciaron las traumáticas reformas, un gobierno de la eurozona no ha sido derrotado en una consulta electoral.

Los electores alemanes que han refrendado en las urnas la gestión de la crisis realizada por Merkel, a cambio de provocar situaciones de emergencia social para rescatar al sistema financiero, quieren que siga apretando esa soga y frene cualquier iniciativa que entrañe repartir los sacrificios entre todos socios de la UE. Por eso, por primera vez desde que la recesión apareció y arreciaron las traumáticas reformas, un gobierno de la eurozona no ha sido derrotado en una consulta electoral. El desplome de los partidos que se han ido turnando en el poder en Portugal, Italia, Grecia o España, por poner solo el ejemplo de los países que integran el despectivo acrónimo PIGS (cerdos), se ha traducido en una revalidación cum laude en el caso de la Alemania merkeliana.

Esto confirma que nada bueno cabe esperar a partir de ahora de Bruselas para las sociedades más golpeadas por la crisis. El plebiscito germano hacia la figura de la meliflua “lideresa” significa institucionalizar una Europa a dos velocidades sin marcha atrás, pero con la suficiente respiración asistida para que Alemania siga disfrutando del privilegio de ser el mayor proveedor de las economías del entorno. Es como si el mensaje de los votantes pro Merkel dijera “adelante, duro con ellos, más maderos”. Sin buscar ninguna cacofonía histórica, lo cierto es que el ideal de una Europa de los pueblos que cerrara las heridas de la Segunda Guerra Mundial, presente en el espíritu del inaugural Tratado de Roma de 1957, se frustrara al gravitar otra vez todo el peso de esa comunidad de naciones en construcción que es la UE sobre el Estado que desató el conflicto bélico.

Pero además, esta especie de empresa político-económica de suma cero, por la cual el ganador se lo lleva todo, introduce una suerte de numerus clausus ideológico que descarta a la izquierda como opción de poder. No porque la CDU haya superado por goleada al SPD en los recientes comicios, sino porque hace tiempo que esa misma izquierda arruinó cualquier planteamiento que recuerde sus orígenes radicales. El tropismo de la socialdemocracia alemana hacia zonas calientes del neoliberazlismo desfloró cuando el canciller Gerard Schröder aprobó la famosa agenda 2010 como hoja de ruta para robarle su clientela a la derecha.

Aquella contrarreforma, basada en la suicida devaluación social que ahora impone la Troika para manejar la crisis, tuvo un doble y asimétrico efecto bumerán. Por un lado, provocó la derrota del SPD en el 2005 por el voto de castigo de los trabajadores alemanes, pero por otro cimentó las estructuras que iban a hacer posible la fortaleza de la economía germana hasta convertirla en una excepción en el contexto recesivo generalizado de la UE. Neurotizada en esa encrucijada, la suerte estaba echada para la vieja socialdemocracia. A tal nivel de rigor llegó la conversión del SPD al neoliberalismo que no dudó en aportar un ministro de Hacienda al gobierno de coalición presidido por Angela Merkel que sucedió a Schröeder. Por más señas. la cartera la desempeñó Peer Steinbrück, el mismo candidato socialdemócrata que antes de la cita del 22 de septiembre dejaba claro urbi et orbi que rechazaba de plano un pacto con Die Linke y Los Verdes “ahora y en el futuro”.

Semejante declaración de intenciones, en realidad un certificado de últimas voluntades, deja el juego parlamentario en mera ficción. En las democracias del capitalismo global la alternancia en el poder está confiada al rodillo del duopolio partidista que se reparte el centro, pero no existe alternativa real. Los conceptos derecha e izquierda como diferentes visiones del mundo carecen de sentido, están amortizados por la realpolitik. Ni siquiera cabe el consabido duelo gobierno-oposición. Gracias a esa progresión continua de las burocracias políticas hacia su total inmersión en el sistema, los ciudadanos han pasado de titulares de la democracia a ser meros contribuyentes de un Estado que conspira contra los intereses de la mayoría social.

Renunciar de antemano a formar un frente de izquierdas en el país motor de la Unión Europea para tratar de rebañar votos de la derecha, y que además tal vuelco sea protagonizado por la formación emblemática de la izquierda continental, constata una rendición sin condiciones al statu quo. Dirigentes y dirigidos, gobernantes y gobernados, explotadores y explotados, arriba y abajo, ya no serán términos ambivalentes sino recurrentes. Aunque una rutinaria perfomance electoral se encarga cada cuatro años de mantener vivo el simulacro derecha-izquierda para que la fiesta no decaiga.

Este giro copernicano no es una exclusiva alemana, se ha adueñado de toda la izquierda institucional realmente existente. Ya no hay nadie que pueda decir de esa cicuta no beberé. Ni radicales ni progresistas escapan al contagio, aunque cada uno lo vive a su manera. La extraña familia de depredadores de votos, nacida del instinto de supervivencia política, no repara en contradicciones. Logró que Felipe González considerara como su maestro político al ex canciller Helmut Kohl, el líder de la CDU que prefirió abandonar la política a revelar a los tribunales qué manos estaban detrás de la financiación ilegal del partido. Y una cepa del mismo virus parece haber alcanzado al coordinador de Izquierda Unida en Andalucía, Antonio Maillo, que ha mostrado públicamente su convicción de que la derecha puede ser la próxima cantera de la izquierda, porque muchos votantes desencantados del PP “votarán a IU” (El País. edición andaluza, 22/09).

Tanta sinceridad acojona. Pero lo que más alarma produce es constatar como el “no hay alternativa” a la explotación se ha instalado en los códigos de los partidos del sistema. Lo predicó la conservadora Margaret Thatcher respecto al neoliberalismo de primera hornada. Lo ha repetido ahora en su misma franja ideológica la centrista Angela Merkel sobre las políticas de austeridad en el seno de la Unión Europea. E incluso nuestro “estadista” de cabecera, el oráculo del PSOE Felipe González, rema en idéntica charca cuando advierte con la solemnidad que le caracteriza eso de que la independencia de Catalunya “es imposible, imposible, repito”. Y ya se sabe: reunión de pastores, oveja muerta.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid