En los últimos años una discusión ha ido ganando terreno en América Latina: Las consecuencias económicas, sociales y ambientales de un modelo de desarrollo basado en el extractivismo. Después de una década, la de los 90’s, de arremetida del neoliberalismo y el Consenso de Washington, los Estados de la región han reconquistado parte del espacio perdido promocionado sus ventajas comparativas en el mercado global, especialmente la extracción de recursos minerales y energéticos.
Así la región profundiza su papel al servicio del flujo de capitales planetario, como proveedor de bienes que son transformados en los centros industriales del llamado “Primer Mundo” y que, literalmente, son los combustibles que mantienen encendido el motor del capitalismo contemporáneo.
Así la región profundiza su papel al servicio del flujo de capitales planetario, como proveedor de bienes que son transformados en los centros industriales del llamado “Primer Mundo” y que, literalmente, son los combustibles que mantienen encendido el motor del capitalismo contemporáneo. A lo anterior hay que agregar la creciente demanda mundial de minerales e hidrocarburos, especialmente de los mercados emergentes como China e India, lo cual motiva que organismos internacionales como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) promuevan la inversión en grandes infraestructuras para reducir costos y tiempos de transporte. Además de las resistencias populares, han sido las propias condiciones creadas por la economía globalizada las que han jerarquizado otros proyectos sobre aquellos promovidos con tanto énfasis en los años 90. Por ello hoy las exigencias de la circulación global de capitales adoptan nombres como “Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana” (IIRSA).
La discusión sobre los alcances del extractivismo, además, ha cobrado fuerza debido a las expectativas creadas por los llamados “gobiernos progresistas” de América Latina, quienes a la par de la retórica seudo antiimperialista –centrada exclusivamente en la Casa Blanca estadounidense- han continuado y profundizado la economía primario-exportadora y las relaciones con las compañías transnacionales de sus antecesores. Estos gobiernos, debido a la manipulación y socavamiento de las luchas populares, han podido concretar políticas entreguistas que décadas atrás solo eran posibles asumiendo un altísimo costo social y enfrentando, a sangre y fuego, las resistencias populares. Maquillando la hipoteca de los recursos con nombres políticamente correctos (como “soberanía energética”), redistribuyendo con bombos y platillos parte de sus ingresos y tributos en programas sociales y, por último, creando espejismos de participación democrática restringida que reivindican en el plano de lo simbólico a las clases históricamente excluidas, estrategias mediante las cuales se ha domesticado a sectores sociales tradicionalmente críticos del intervencionismo foráneo en sus economías.
Sin embargo, las mentiras y demagogias no pueden mantenerse eternamente. Después de una década, a los supuestos experimentos progresistas, como el venezolano, comienzan a vérseles las costuras. Por un lado se han agravado los impactos y daños tanto sociales como ambientales. Asimismo, han crecido exponencialmente las redes productivas poco diversificadas y concentradas en contados grupos empresariales, sintonizados con sus pares globalizados, estimulando a los que, como pago de la lealtad política, obtienen luz verde para enriquecerse súbitamente con la especulación, el control de mercados y la importación de todo tipo de productos. A pesar de cierta propaganda, nunca como antes hemos sido tan dependientes de los vaivenes del mercado internacional y del capitalismo más voraz y depredador. Por otra parte, el paulatino esclarecimiento del papel de los gobiernos de populismo de izquierda ha catalizado, lenta pero imparablemente, el surgimiento de movimientos de resistencia y la actuación de comunidades y grupos opuestos a las minerías. La respuesta de los “progres” ha sido la típica de quienes desean mantener el poder a cualquier precio: la criminalización de los que luchan. La derecha siempre hemos sabido lo que es; es la izquierda burocratizada la que siempre decepciona.
Por todo lo anterior, activistas autónomos de base latinoamericanos, especialmente los y las anarquistas, debemos tener la lucha contra el extractivismo como una de nuestras prioridades. Siendo parte de las comunidades movilizadas contra la expansión de los proyectos de exploración y comercialización de petróleo, gas, carbón y otros minerales; solidarios y solidarias con las etnias indígenas desplazadas y en resistencia, así como con las poblaciones que por su cercanía con pozos y minas sufren los efectos de la contaminación y del empobrecimiento del suelo. Lejos de los cantos de sirena de “frentes progresistas” y “poderes populares” controlados por partidos políticos y oportunistas de todo pelaje, nuestro papel es participar en el único hermanamiento posible entre los oprimidas y oprimidos: la solidaridad concreta en sus luchas.
Editorial El Libertario 64
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Fuente: El Libertario, Venezuela