Siento que el tema es recurrente. No lo puedo evitar. Hace unos días he participado en unas excavaciones en la localidad guipuzcoana de Elgeta. De tres fosas hemos rescatado para la historia los cuerpos de 9 milicianos, gudaris en nuestra lengua milenaria, que fallecieron entre el 20 y el 24 de abril de 1937. Tres de ellos perdieron su vida en un ataque de la Legión Cóndor, la temible aviación de Hitler que utilizó el territorio vasco como laboratorio para la barbarie.
Los otros seis fueron fusilados al ser copados por las tropas franquistas en el caserío Antsuategi. Se rindieron y salieron con las manos en alto. En vano. Los rebeldes les ejecutaron en el acto. Entre los restos hemos encontrado un reloj detenido a las cinco menos diez. Y, según los testigos, ésa debió de ser la hora de la tarde en la que
se produjo la ejecución. Triste revelación.
Uno de los fusilados en Antusategi, a decir del forense, apenas tenía 18 años de edad. Lo primero que me vino a la mente fue que el fallecido tenía un par de años más que mi hijo mayor. Las comparaciones nos avivan la congoja. Toda una vida por delante. Sus huesos estaban desgastados por la lluvia y la acidez de la tierra. Desnudos. A la altura de su cadera, donde hace 67 años colgaba el bolsillo de una cazadora, la arcilla ocultaba una estilizada funda de caucho. Abrimos la funda y apareció un lápiz, con la punta perfectamente afilada. El tiempo se había detenido. Miré alrededor.
Los semblantes eran sombríos. Llevamos más de dos años recuperando restos de nuestra memoria y, sin embargo, aún nos tiembla el pulso y la voz se nos ondula en ocasiones. Ésta era una de ellas.
El silencio nos cubrió con un manto húmedo. Llovía como llueve por estas tierras : suave, sin prisa. ¡Cuántas cosas había dejado nuestro desconocido muchacho de 18 años por escribir ! ¡Cuántas reflexiones se habían ahogado bajo la hierba de Antsuategi ! ¡Cuántas cartas de amor se habían esfumado ! ¡Cuántas noticias a esos hijos que nunca llegaron a nacer !
Rescatar huesos parece una tarea inútil. Alguna vez me lo han echado en cara. Me cuesta creerlo. No rescatamos huesos sino que los vestimos. De sentimientos, de esa vida que se les fue. Podemos recrear y estamos en disposición de hacerlo. No es una trampa sino una realidad bien notoria.
Ese lápiz del miliciano es capaz de concitar toda una serie de sensaciones como lo hizo en su día. ¿Para qué escribimos, si no ?
En algún lugar de nuestro país, quizás entre las fértiles tierras de la ribera del Ebro, o, por qué no, bajo las sombras de los chopos centenarios del Zadorra, o quizás a la vera de las piedras rectangulares de un puerto de la costa guipuzcoana o entre los humos de los hornos vizcaínos, alguien leía emocionado las letras de nuestro joven miliciano vasco. Hasta el 24 de abril de 1937. A lo mejor esas cartas de ese lápiz enfundado, se demoraban para llegar a México o Argentina. ¿A quién escribías con tanto cariño como para gastar ese lápiz ? ¿A quién contabas tus alegrías muchacho desconocido ?
¿Dónde están tus padres, tus hermanos, esa chica a la que después de
superar tus vergüenzas te decidiste escribir ?
El lápiz de ese miliciano de apenas 18 años, escondido bajo un soberbio manzano en los terrenos del caserío de Antsuategi, ha vuelto a la vida. Y aunque el ordenador en el que escribo inserta las letras en la pantalla siguiendo los impulsos de mis dedos, sé, a ciencia cierta, que hemos conseguido desenfundar un lápiz que dicta sueños. Y que, en alguna parte, esos sueños volverán a ser transportados por un cartero que los depositará en un buzón anónimo. O quizás familiar. Y, entonces, aplacaremos estas lágrimas tan amargas. Porque, aunque polvo somos, la tierra nos es, a menudo, bien extraña.
Iñaki Egaña