Si uno se deja llevar por el lenguaje convencional (ya lo advertía el recién desaparecido Agustín García Calvo) lo que ha dejado a su paso por Estados Unidos el huracán Sandy es un país sumido en la anarquía. Esa ha sido la expresión usada en muchos medios de comunicación. La anarquía, el no gobierno, el anti estado, producida por causas naturales, sin intervención humana. Pero si actuamos racionalmente, y nos mantenemos al margen de la lógica mental que dicta el sistema, lo que ha sucedido en la costa este del país más poderoso del mundo es justamente lo contrario: ha sido el Estado el que ha ocasionado el caos en esa parte de su territorio.

La dolosa falta de previsión ante una brusca contingencia climatológica, que las agencias medioambientales de la nación habían anunciado (en un Estado que además se caracteriza precisamente por ejercer en sus aventuras bélicas la doctrina de la “justicia preventiva”, anticipándose a supuestos o imaginados golpes del adversario), supone un caso de libro del modelo político de gobernanza representativa.

La dolosa falta de previsión ante una brusca contingencia climatológica, que las agencias medioambientales de la nación habían anunciado (en un Estado que además se caracteriza precisamente por ejercer en sus aventuras bélicas la doctrina de la “justicia preventiva”, anticipándose a supuestos o imaginados golpes del adversario), supone un caso de libro del modelo político de gobernanza representativa. Una fórmula que adorna a la mayoría de los sistemas de corte democrático que adoptan el medio de producción capitalista, aunque como en el ejemplo de EEUU esté coronado con un “Estado mínimo”.

Mínimo o máximo, como era su ejemplo rival de la Unión Soviética, su característica fundamental es la delegación de la autonomía y la responsabilidad personal en favor de unos supuestos representantes estatales a los que se encarga pilotar la nave del Estado (y con ella la administración de las cosas), mientras que, por mor del contrato social que establecemos los individuos, se comprometen a una suerte de disciplina de pensamiento único que consiste en cumplir las leyes y que tiene como principales pilares la obligación de votar cada cuatro años y ayudar al sostenimiento del aparato del Estado como contribuyentes.

Con este marco general de actuación se supone cerrado el ciclo que conforma una sociedad ordenada a un fin, es decir, un sistema convivencial legal y legítimo, en teoría conducido desde la perspectiva del interés general. En el cual, la gente, en su trabazón individual y social, queda relegada a su privacidad mientras el Estado, “personalizado” en una minoría gubernamental plenipotenciaria, emerge como el titular de la soberanía nacional al auto identificarse con lo público. Podría decirse, como en la escena de Luis XIV, que hoy también el Estado son ellos, los ricos y poderosos.

Aunque ese aserto histórico ya sólo se cumple en esencia radical, no en apariencia, y tal es el logro de la modernidad que hace del Estado en su última versión un auténtico Leviatán filantrópico, el depredador social por excelencia al actuar sin oposición de sus víctimas. La jugarreta de evaluar lo que es público estatal como si en verdad perteneciera a la esfera de lo público social constituye el eslabón la clave de la servidumbre voluntaria que en última estancia gobierna a las democracias de referencia. Una usurpación que permanece oculta hasta que la crisis, llegue esta por desastres naturales o económicos, hace aparecer la verdadera estructura que soporta el tinglado de la farsa.

Y eso es así porque en estos momentos de catarsis sobrevenida, los abajo firmantes no se rebelan contra sus creadores, como resulta obvio, sino que ante el pasmo, la estolidez y el pánico de éstos, el artefacto que llamamos Estado, presunto depositario de las esencias de lo público, encalla y emerge como naturaleza muerta expuesta a la suerte de los elementos. Es la misma expresión del caos, lo que en el glosario de lo políticamente correcto llaman anarquía. Sin saber que la anarquía es la máxima expresión del orden porque entraña la autonomía y la responsabilidad de las personas como dote indispensable de su experiencia vital. Mientras que el caos, como desorden degenerativo que es, se establece en lugar de las personas, reinando sobre el destronamiento de lo humano. De esta forma, el Estado delegativo se convierte en un epítome de la destrucción, como una bomba de neutrones que actúa sobre la conciencia dejando en pie el atrezzo.

Por eso es relativamente secundario que exista un Estado mínimo (EEUU) o un Estado máximo (la antigua URSS). Lo que crea la obsolescencia de lo humano es la propia naturaleza del Estado y sus prerrogativas, asumidas ambas como elementos civilizatorios. Cuando en realidad se trata de una contingencia que ha estado unida a la expansión del sistema de producción capitalista y su correlato político con el Estado-nación. Fase que, precisamente ahora, ha entrado en crisis por las exigencias de la globalización dimanante del propio sistema, que ha puesto en marcha un proceso de voladura controlada de su franquicia ideológica (el Estado-nación) para dar paso a formas supraestatales sin tener aún lista la prótesis supletoria que impida su lógica ingobernabilidad coyuntural. Por eso se equivocan quienes, desde una perspectiva de izquierda comunista, ven la salida a las crisis en más Estado y más regulación normativa (el tejido conjunto estatal), y atribuyen “la anarquía” provocada por Sandy a la mengua de lo público a consecuencia de la creciente desigualdad social (palpable, existente y lacerante), confundiendo causas con efectos y la parte con el todo. El Estado ni se crea ni se destruye, sólo se transforma en nuevas modalidades de status.

La prueba de tamaño error histórico y axiológico está en lo que sucedió con el derrumbe de la antigua URSS, otra catástrofe, en este caso social, que destruyó a sus sociedades llevándolas a cotas de miseria impensables, a pesar de que el contexto era el de un Estado de máximos y una desigualdad formal (no real) de mínimos. El denominador común entre una experiencia y otra, aunque en las antípodas de la convención política, es su postración ante un Estado que había expropiado lo que de más humano existía en sus comunidades. Quizás se deba a este olvido de las raíces el hecho de que sociedades que acaban de salir del “socialismo de Estado” hayan buscado su redención echándose en brazos del “capitalismo de Estado” con la vehemencia de los conversos. Socialismo de Estado o capitalismo de Estado, lo importante es que cacen ratones, es decir, que pongan a sus ciudadanos bajo el manto protector, paternalista y caníbal, de un Estado que infantiliza a sus súbditos.

De ahí la mandanga esa de los Estados fallidos, que se lanza a manera de sociedades de segunda o tercera regional dignas de no ser tenidas en cuenta más que para su rendición incondicional. Pero tras ese mantra se esconden algunos de las escenarios del crimen de lesa humanidad que atesoran nuestros Estados placebos. Y no sólo porque ellos son los que en sentido literal representan mayores cotas de desigualdad social (distancia entre los pocos muy ricos y los muchos muy pobres), sino porque, contradiciendo la maledicencia convencional, en algunos de esos Estados a medio hacer todavía son posibles sociedades en la que el hombre aspire a ser la medida de todas las cosas.

En algunos casos porque las propias aspiraciones de sus dirigentes son meros desideratum materialmente irrealizables, como en la Cuba de los hermanos Castro con su socialismo de cuartel, que ha resistido mejor que el imperio yanqui los embates de Sandy porque el Estado aún deja mucho que desear y la iniciativa popular en lo doméstico le reemplaza con mérito. O en el más próximo ejemplo del caso español, donde un Estado oligárquico y casi teocrático, fruto de la herencia envenenada de generaciones oligárquicas, teñido de la práctica de la corrupción como un brindis al sol, ha mantenido secularmente la existencia de una resistencia popular frente a todos los poderes. Desapego éste cuyas virtudes se están revelando providenciales a la hora de crear redes de solidaridad para conjurar la crisis económica-financiera actual. Quizás, otro quizás, en esta sabiduría del pueblo llano esté la solución al enigma de cómo es posible que con 6 millones de parados, un 20% de la población por debajo del umbral de la pobreza y el 55% de los jóvenes sin perspectivas profesionales de ningún tipo, no haya explosionado ya el malestar social, y sí, por el contrario, una innata creatividad política, todavía no cercenada por el ogro filantrópico del Estado de marras, que ha dado a las ciencias morales ese monumento de democracia cooperativa que es el 15-M y afluentes.

Ya decía Hegel, que fue el padre putativo del Estado como alfaguara del poder a derecha e izquierda, que el búho de Minerva sólo levanta el vuelo a la caída de la noche.

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid