Artículo de opinión de Rafael Cid
Desde que allá en los albores de la transición, Felipe González, entonces flamante líder del PSOE renovado, se hiciera la foto de la victoria en el campamento saharaui de Tinduf, en Argelia, hasta la última y estrafalaria prohibición de la presidenta de la Junta de Andalucía a su número dos, Diego Valderas de Izquierda Unida, para visitar los asentamientos del Frente Polisario, las relaciones con Rabat han estado dominadas por el chantaje y la represalia.
Desde que allá en los albores de la transición, Felipe González, entonces flamante líder del PSOE renovado, se hiciera la foto de la victoria en el campamento saharaui de Tinduf, en Argelia, hasta la última y estrafalaria prohibición de la presidenta de la Junta de Andalucía a su número dos, Diego Valderas de Izquierda Unida, para visitar los asentamientos del Frente Polisario, las relaciones con Rabat han estado dominadas por el chantaje y la represalia. La democracia española, gobernaran los socialistas o los conservadores, siempre ha sido complaciente con los deseos de los soberanos marroquíes. El arranque de esta sumisión está en aquella “marcha verde” de 1975 que humilló al feroz ejército franquista y cuya imprevisible coz se utilizaría luego como “botón de pánico” para eliminar la ruptura política de la hoja de ruta de la oposición de izquierdas.
Por eso, la inexplicable tardanza en auxiliar a los espeleólogos españoles atrapados en el Alto Atlas, con el resultado de dos muertes posiblemente anunciadas, debe ponerse bajo sospecha a la luz del tradicional comportamiento mafioso de las autoridades marroquíes. Solamente la tutela preferencial que Estados Unidos otorga a Mohamed VI, como antes hiciera con su padre Hassan II, debido a la situación estratégica de ese país en la boca del Mediterráneo, explicaría la actitud disciplinada de Madrid ante los reiterados gestos de hostilidad de su vecino del sur, Perejil aparte. Eso y el hecho de mantener en su territorio las ciudades de Ceuta y Melilla, de facto dos enclaves-militares que cuestionan el derecho internacional.
En ese contexto es en el que habría que considerar la posibilidad de que la calculada desidia a la hora de socorrer al grupo de espeleólogos tenga conexión con el procesamiento por el juez Pablo Ruz de 11 altos cargos militares y civiles marroquíes por delitos de genocidio y torturas cometidos en el Sahara Occidental entre los años 1976-1991. La ley de justicia universal, aunque recortada en sus capacidades primero por el ejecutivo del PSOE y luego por el del PP, permite la investigación de hechos que afecten a españoles fuera del territorio nacional. Según tiene argumentado el magistrado-juez en su auto, todas las víctimas saharauis disponían de DNI español.
Después de cuatro años durmiendo en un cajón del despacho de Baltasar Garzón, el caso se reactivó en 2011 a partir de las declaraciones aportadas por la activista saharaui Aminetu Haidar ante su sucesor en el juzgado de instrucción número 5 de la Audiencia Nacional. Se da la circunstancia de que al mismo tiempo en que producía el múltiple accidente, los servicios de información del rey Mohamed VI fueron alertados desde Madrid de la inminente resolución judicial. Un hecho especialmente grave para los intereses de Rabat dado que precisamente durante este mes de abril está previsto que el Consejo de Seguridad de la ONU debata de nuevo sobre el contencioso del Sahara Occidental, que Marruecos pretende territorio soberano.
El caso saharaui ha sido siempre un ejemplo de descarnada realpolitik ante la que los sucesivos gobiernos españoles han claudicado sistemáticamente, hasta el punto de aparecer como una especie de “gran hermano” del régimen alauita. Escenas como la del jefe del Estado, Juan Carlos I, consolando a moco tendido a Mohamed VI ante el cadáver de su padre Hassan II, dan idea de la naturaleza endogámica existente entre ambas dinastías. De ahí que nuestro país haya sido suntuario para torturadores marroquíes y cadalso para miembros activos de la oposición a palacio, cuya influencia llega hasta el extremo de haber logrado que Ignacio Cembrero, el veterano corresponsal del diario El País en la zona del Magreb, fuera despedido por presiones de Rabat.
El expediente Hassan II-Mohamed VI tiene capítulos tan sangrantes como el asesinato en 2004 de un disparo en la cabeza, en Fuengirola, del disidente Hincham Mandari, aún sin resolver policialmente, o la Concesión de la Gran Cruz de la Orden de Isabel de la Católica, máxima distinción del Estado español, a los generales Hamidu Laanigri y Hosni Bensliman (BOE 15/01/2005), jefe de la gendarmería el primero y de los servicios secretos el segundo. Este último reclamado por la justicia francesa por su implicación en el secuestro, tortura y asesinato en 1965 del dirigente socialista marroquí Medhi Ben Barka. Esta trabazón entre las autoridades marroquíes y los líderes socialistas españoles ha revelado su penúltimo episodio de “diplomacia busines” en la presencia estelar del ex presidente José Luis Rodríguez Zapatero y el antiguo ministro de Asuntos Exteriores Miguel Ángel Moratinos en el foro patrocinado por el lobby pro-marroquí Crans Montana para publicitar internacionalmente la posición de aquel régimen en el conflicto saharaui.
Si las autopsias privadas realizadas en España a petición de sus familiares confirman que los montañeros murieron a causa de la dilación en socorrerlos, habría considerar seriamente si los hechos no constituyeron ad initio una contraprogramación deliberada de las autoridades de Rabat (rehenes de una razón de Estado) para presionar al juez Ruz por el fulminante procesamiento de su cúpula represiva.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid