Editorial Rojo y Negro 208
El “estado capitalista” sigue siendo ante todo “Estado”, es decir, aparato de coerción, de coacción, de represión y fuente máxima de legitimidad de la desigualdad socialmente existente. Aunque son muchas las voces de la izquierda que hablan de la lobotomización del Estado por el mercado, y la conversión de aquél en un agente más de éste, no deja de ser una interpretación nostálgica de una visión supuestamente “neutralista” del Estado, como si esa cosa que llamamos “Estado” fuese un contenedor que pudiera llenarse de cualquier cosa. Pero la realidad nos señala que nunca, ni tampoco ahora, ha sido así. El Estado obviamente muta, cambia, se modifica y adapta al contexto social, económico y cultural que el propio estado (más propiamente : sus relaciones y correlaciones de poder) contribuyen a modelar. Ya no vivimos propiamente en estados-nación omnímodos y soberanos, sino más bien en un estado-gobernanza supranacional, omnímodo y soberano, en el que los antiguos estado-nación mantienen algunas de sus atribuciones delegadas. Entre otras, en el caso europeo, además de mantener la ficción de la democracia representativa, de hacer ingeniería financiera para garantizar algunos derechos y servicios públicos cada vez más escuetos y recortados, está la más propia tarea de todo estado que ha sido y será : parapeto y paraguas de los poderosos, de los expropiadores, de los detentadores del capital contra cualquier respuesta o resistencia social que pueda cuestionar el sistema en su conjunto.
Editorial Rojo y Negro 208

El “estado capitalista” sigue siendo ante todo “Estado”, es decir, aparato de coerción, de coacción, de represión y fuente máxima de legitimidad de la desigualdad socialmente existente. Aunque son muchas las voces de la izquierda que hablan de la lobotomización del Estado por el mercado, y la conversión de aquél en un agente más de éste, no deja de ser una interpretación nostálgica de una visión supuestamente “neutralista” del Estado, como si esa cosa que llamamos “Estado” fuese un contenedor que pudiera llenarse de cualquier cosa. Pero la realidad nos señala que nunca, ni tampoco ahora, ha sido así. El Estado obviamente muta, cambia, se modifica y adapta al contexto social, económico y cultural que el propio estado (más propiamente : sus relaciones y correlaciones de poder) contribuyen a modelar. Ya no vivimos propiamente en estados-nación omnímodos y soberanos, sino más bien en un estado-gobernanza supranacional, omnímodo y soberano, en el que los antiguos estado-nación mantienen algunas de sus atribuciones delegadas. Entre otras, en el caso europeo, además de mantener la ficción de la democracia representativa, de hacer ingeniería financiera para garantizar algunos derechos y servicios públicos cada vez más escuetos y recortados, está la más propia tarea de todo estado que ha sido y será : parapeto y paraguas de los poderosos, de los expropiadores, de los detentadores del capital contra cualquier respuesta o resistencia social que pueda cuestionar el sistema en su conjunto.

Cuando el “estado de derecho” ejerce su violencia institucional, organizada, premeditada, selectiva contra sus súbditos desobedientes, y cuando los voceros del estado legitiman, legislan, regulan y venden consensuadamente la violencia ejercida, el estado actúa desde su fin primordial, desde su esencia siempre oculta pero siempre latente : el monopolio de la fuerza. Otra cosa es cómo la fuerza es ejercida, con qué grado y ensañamiento, con qué nuevas tecnologías implementadas al efecto : una ley antiterrorista, una ordenanza cívica municipal, un código penal, una ley de extranjería, armamento con descargas eléctricas, cámaras de videovigilancia, guardas jurados, más cárceles y más tipos distintos de cárceles (centros de internamiento para inmigrantes), vallas electrificadas y detectores de calor…. Al final quien es juzgado, encarcelado, privado de su libertad, o directamente muerto y asesinado, son las personas desobedientes, rebeldes, inadaptadas a un mundo generador de violencia, en el que sólo la violencia tiene la última palabra. Toda apelación a la seguridad pública, no es más que una apelación a la seguridad del estado, garantía de que el poder capitalista pueda seguir su incesante proceso de expropiación y alienación de las personas, de su trabajo, de su ocio, de sus afectos, de su tiempo de vida. Toda apelación a la seguridad es en último extremo un llamado al orden castrense, a la militarización de las relaciones sociales para el bien de la libertad de mercado.

Vivimos un tiempo en el que un probable colapso del actual proceso de globalización de capitales, con sus secuelas de precariedad y falta de derechos, sugiere un escenario de progresivo aumento de la violencia, como medida de contención de las futuribles – y actuales – movilizaciones de la desobediencia social. Vivimos los inicios de ese proceso, con detenciones aparentemente aisladas de sindicalistas y de activistas sociales (ecologistas, okupas…). Y, para más desgracia, formando parte del mismo, están los neofascismos rampantes al calor de ideologías atávicas promovidas por los políticos del poder, y que en su afán de mostrarse fuertes, llegan al paroxismo del asesinato a sangre fría. ¿Quién pudo asesinar al joven Carlos, militante social madrileño de 16 años, sino un joven militar profesional, adiestrado militarmente para matar, es decir, adiestrado por el Estado, e imbuido de la ideología más atroz de cualquier estado : del totalitarismo fascista ?

Pero no nos engañemos. Mientras grupúsculos fascistas se adueñan de la calle, el Estado ejerce con más impunidad la represión de los colectivos sociales desobedientes. Mientras ponemos nuestras energías contra el fascismo naciente, nuestras fuerzas en luchar contra el orden de cosas existente se dispersan y debilitan. Es un juego diabólico el que el poder establece en su ejercicio de la violencia : por un lado nos quieren entretenidos en “pegarnos” con los fascistas y por otro nos detienen y encarcelan por ejercer nuestras libertades. Así pueden publicitar que todo es cosa de pandillismos, de “jóvenes descerebrados” o, en el mejor de los casos, de confrontaciones entre extremistas de diverso signo. La lucha social es esto : una movilización permanente contra el despotismo en todas sus vertientes, en lo económico, en las relaciones sociales y personales, en lo cultural, en los valores, en las creencias… El problema estriba en aceptar encasillamientos procedentes del poder para así facilitar su represión y aislamiento selectivos : ser sólo antifascista, o sólo ecologista, o sólo feminista, o sólo antimilitarista, o sólo sindicalista combativo. Este ser “sólo” un trozo de la utopía, del descontento, generalmente se resuelve en no ser nada contra nada, en un ser “progre” de ficción.

Luchar contra el fascismo en la calle y la represión del Estado es, debe seguir siendo, luchar contra el caos capitalista que todo lo mercantiliza : contra el machismo y el sexismo, contra la precariedad laboral y social, contra la falta de derechos, contra la exclusión y explotación de las personas migrantes, contra los despidos colectivos y cierres patronales, contra el expolio medioambiental, contra el consumismo alienante, contra la TV basura, contra nuestras propias miserias y miedos.