Artículo de opinión de Rafael Cid

Esta nota esta transida de fluidez heraclitiana. Seguramente algo, o bastante, de lo que ahora se ponga negro sobre blanco cambie con el paso de los días. La letal dinámica del coronavirus en su despliegue por poblaciones y territorios no permite acogernos a ningún daimon protector. El hoy es incierto y el mañana no está escrito (¡Fíate de la virgen y no corras!) Pero así y todo, tiene algún sentido para demostrar en el terreno de los hechos que el Covid-19 no es derechas ni de izquierdas, y que las lecturas de sesgo ideológico solapan hechos y certezas.

Esta nota esta transida de fluidez heraclitiana. Seguramente algo, o bastante, de lo que ahora se ponga negro sobre blanco cambie con el paso de los días. La letal dinámica del coronavirus en su despliegue por poblaciones y territorios no permite acogernos a ningún daimon protector. El hoy es incierto y el mañana no está escrito (¡Fíate de la virgen y no corras!) Pero así y todo, tiene algún sentido para demostrar en el terreno de los hechos que el Covid-19 no es derechas ni de izquierdas, y que las lecturas de sesgo ideológico solapan hechos y certezas. Otra cosa bien distinta son los efectos de la pandemia sobre las clases sociales, que una vez más hará de los sectores más vulnerables quienes más padezcan sus consecuencias. Tanto por el impacto en sí de la plaga como por la calidad de las acciones emprendidas desde los gobiernos para paliar sus estragos económicos. Sin embargo, los ejemplos de China y Grecia permiten una aproximación a la tragedia que ha llevado a medio mundo a recluirse. Perspectiva que seguramente no responde a la categorización que se hace en los medios de comunicación. Tanto en los convenciones como en buena parte de los alternativos. Veamos.

Existe una percepción bastante generalizada de eficacia acerca de las medidas adoptadas por las autoridades chinas ante el brote del coronavirus. Es idea cifra el éxito de su contención en las acciones draconianas empleadas en Wuhan, epicentro de la crisis, y en la provincia de Hubei, zona de expansión contigua. De ahí que se den por buenas y justificadas actuaciones vistas en la televisión mostrando violentas intromisiones de personal sanitario en casas particulares, arrestos en plena calle por la policía o incluso destierros forzosos de familias enteras a cargo de destacamentos militares.  Todo por el bien de los ciudadanos, según la comprensión popular, amén de celebrar su alto grado de disciplina y comportamiento cívico.  Que incluso llega a desear iguales o mayores dosis de autoritarismo por parte de los poderes públicos en nuestras  sociedades de democracia neoliberal.

Esa valoración no se ha visto empañada por otras informaciones que ofrecían un contraste menos positivo. Las dudas sobre la transparencia en las estadísticas ofrecidas por Pekín al mundo en cuanto contagiados y fallecidos (82.718 y 3.335); el hecho verificado de que la primera persona que alertó a la administración de la entidad de la epidemia, el neurocirujano Liu Zhiming, fuera acusado de difundir rumores falsos, reprendido y momentáneamente arrestado; la censura a medios de comunicación occidentales; que se ocultara durante un tiempo vital la morbilidad de la enfermedad a la comunidad internacional; o la avidez comercial a que se ha lanzado el gigante asiático después de frenar la pandemia con la venta a gran escala de suministros. Nada de eso hizo mella en la gente ni quebró su impresión de que la vía china era un dechado de virtudes. Al fin de cuentas, hoy figura en el ranking de la pandemia que elabora la Johns Hopkins University (JHU) en el número sexto, por detrás de Estados Unidos, Italia, España, Alemania y Francia.

Ni que decir tiene que en medios progresistas de izquierda (¿un pleonasmo necesario?) el modelo de la China de los dos sistemas (capitalista en lo económico y comunista en todo lo demás) alcanzaba cotas de excelencia. Causaba lógico asombro y envidia ver la eficiencia y rapidez con que se levantaban de la noche a la mañana decenas de hospitales, espléndidamente dotados según los videos servidos por la televisión gubernamental, para contener el desbordamiento provocado por el aluvión de infectados en los centros sanitarios. Empatía que no hizo sino ganar enteros cuando el cretino de Donald Trump, con su habitual estulticia, xenofobizó la pandemia con el mote de <<el virus chino>>. Quizás por eso, cuando en Madrid se levantó otro macrohospital de urgencia en el recinto de IFEMA, se percibieron antes sus fallos iniciales que las innegables virtudes. Las comparaciones son odiosas.

Existen pocas dudas de que lo apreciado en el modelo chino tiene un sesgo ideológico (hay sectores de la izquierda que aún esperan que Pekín propicie un rapapolvo al imperio yanqui, aunque sea en la liga capitalista en que compiten ambos colosos), en principio debido a su supuesta capacidad para derrotar al virus, pero también por desconocimiento de cómo es y cómo funciona la sanidad en aquella megapotencia. Y aquí es donde el relato toma otros derroteros. De entrada algo tendrá que ver ese sistema de salud y la competencia del régimen en el hecho de que algunas de las más voraces epidemias hayan tenido allí su origen. Nos referimos a la gripe aviar, el SARS y ahora el coronavirus, todas ellas provocadas (por confirmar aún en cuanto al Covid-19) por la comercialización en los canales alimentarios de animales salvajes, cuya ingesta forma parte de sus hábitos culinarios.

Lo que sucede es que ese foco potencial epidemiológico no saltaría la barrera del contagio masivo si existiera una red sanitaria pública, universal y de calidad. Cosa que en la China del capitalismo de Estado al por mayor es más un desiderátum que una realidad contante y sonante. El sistema de salud en el país ni es mayoritariamente público, ni universal, ni gratuito. Sino que, por el contrario, se parece bastante al que existe en Estados Unidos, con sus dos formatos Medicaid y Medicare, según sea el rango de ingresos de los pacientes, y  una extensa y cara red de asistencia privada. La liberalización del sector en la década de los años ochenta en China, emprendida con la modernización económica, estratificó la sanidad en varios niveles, distintos y distantes. La privada, bien dotada y selectiva, alcanza sobre  todo a los trabajadores urbanos cuyas empresas pagan la prestación. Y luego están los desempleados, a cuenta del Estado, y la población rural que se acoge a un seguro cooperativo que cubre principalmente la atención primaria. Estos dos últimos escalones son altamente deficientes y, para según qué especialidades y medicamentos, conllevan una tasa de copago que alcanza hasta el 30% de la facturación. En algunos casos, la resistencia a la hospitalización de infestados por el coronavirus está motivada por el miedo a los costes derivados. Además un rígido padrón restringe los servicios sanitarios y educativos a la provincia de nacimiento (de ahí los conatos de linchamiento de personas desplazadas fuera de su demarcación tras salir del confinamiento)

Al contrario de lo que pasa con el dragón chino, objeto de bienaventuranzas, el minotauro griego permanece en silencio. Apenas hay una nota en prensa, televisión y mentideros sobre el impacto del Covid-19 en el hermoso país heleno. Y llama la atención porque buena parte de las críticas que en España se hacen a las deficiencias del nuestra sanidad pública (universal y gratuita) trae causa de los perniciosos ajustes y recortes aplicados durante la Gran Recesión del 2008 (por no escalar hasta la Ley 15/97 aprobada por PP y PSOE que abrió la sanidad a la gestión privada). Pues bien, si hay en la Unión Europea una sociedad asolada por el austericidio en su sistema sanitario esa es la griega. De ahí, que mutatis mutandis y extrapolando lo necesario en cuanto a demografía, el minotauro debería acusar las mismas carencias o más que denunciamos en España, y que son en buena medida responsables de la colmatación de las UCI. Máxime, si cabe, teniendo en cuenta que nuestros vecinos del Mare Nostrum han sufrido tres canallescos rescates y acoge a buena aparte de la población migrante procedente del conflicto sirio y de la hambruna africana. Pero no es así, por el contrario Grecia aparece en la lista de la JPU en el desahogado puesto 47 (a fecha 07/04) con 1.755 infectados y 81 muertos.

Milagros no hay, ni aunque los dioses del Olimpo nos sean propicios. Así que el diferencial España-Grecia habrá que buscarlo en el factor humano. Vayan al respecto un par de datos para la reflexión:

-Grecia cerró los colegios el 10 de marzo, con 73 contagiados y cero muertos, a los 16 días del primer caso (España lo hizo el 11 de marzo cuando contabilizaba 2.2277 contagiados y 54 fallecidos, 40 días después del primer contagiado y 27 de la primera defunción).

-Grecia aprobó el confinamiento el 22 de marzo, con 530 contagiados y 13 fallecidos, transcurridos 25 días del primer positivo y 10 de la primera muerte  (España, el 14 de marzo, con 7.798 casos y 289 fallecidos, pasados 44 días del primer contagio y 31 de la primera muerte).

-Finalmente, Grecia decretaba el cierre de las actividades no esenciales el 16 de marzo (antes del confinamiento), con 331 contagiados y 4 fallecidos, a los 19 días del primer contagio y 4 del primer muerto (España lo hizo el 23 de marzo, con 33.089 contagios y 2.182 fallecidos, a los 52 días del primer contagio y 39 del primer muerto).

Gato blanco, gato negro, lo importante es que cace ratones (Deng Xiaoping, presidente de China tras Mao Tse-Tung).

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid