Acoso exterior y deserción interior. Estas son las condiciones necesarias para que un régimen colapse. Y ambas ya se han hecho presentes aquí. Una ha sido la protesta insurgente del 15M y otros colectivos sociales contra las políticas reaccionarias del bipartidismo dinástico turnante. La otra, la implosión en las entrañas del sistema de la deriva independentista de CiU, que rompe por el eje el pacto que fundó la transición. Ahora sólo cabe esperar la reacción de los poderes fácticos y, llegado el caso, que la ciudadanía responda con la legitimidad revolucionaria que la ocasión demanda. Veremos si 34 años de constitución han sido suficientes para fomentar en el seno del Ejército valores democráticos que sofoquen su ardor guerrero contra la soberanía popular.
Ni los más ilusos podían haber imaginado que la estocada decisiva contra el régimen iba a surgir de uno de sus pilares, el catalanismo conservador. El mismo grupo político que, junto con la derecha tardofranquista de UCD, el PSOE felipista que había defenestrado la herencia republicana y el PCE carrillista revenido en sostén de la monarquía del 18 de julio, selló el consenso de aquella manera.
Ni los más ilusos podían haber imaginado que la estocada decisiva contra el régimen iba a surgir de uno de sus pilares, el catalanismo conservador. El mismo grupo político que, junto con la derecha tardofranquista de UCD, el PSOE felipista que había defenestrado la herencia republicana y el PCE carrillista revenido en sostén de la monarquía del 18 de julio, selló el consenso de aquella manera. Ni siquiera el nacionalismo vasco del PNV, que aunque no estuvo en la ponencia constitucional más tarde se integró en el sistema, con toda la presión a que le ha sometido el independentismo abertzale, había llegado tan lejos.¿A qué se debe, pues, este punto de fuga de CiU que puede dar el tiro de gracia institucional a la ruptura democrática que la calle lidera?
Como casi todo en política, todo efecto tiene su causa y su antecedente. En este caso, dos en realidad, y ambas provienen de “daños colaterales” producidos por la gestión del partido socialista en el poder, en su afán de ser más papista que el Papa, que ha sido el rol asumido tradicionalmente por el PSOE desde que fue catapultado a “primus inter pares” del sistema legado por la nomenklatura postfranquista. Primero fue la traición de Rodriguez Zapatero a Pascual Maragall, presidente de la Generalitat, y a su proyecto de reforma profunda del Estatut. Como se recordara, después de prometer solemnemente que aceptaría “lo que los catalanes decidan” (mitín de noviembre de 2003 en el Palau Sant Jordi), Zapatero y todo el aparato del PSOE organizaron una auténtica cacería humana que culminó con el sacrificio político del “hereje Maragall” y supuso un vía crucis para su no menos blasfemo proyecto.
De nada valió su aprobación por el Parlament de Catalunya en septiembre de 2005 con la única oposición del PP, ni su refrendo popular en referéndum en 2006 tras su paso por el Congreso -donde se lo “cepillaron”, según expresión del presidente de la Comisión Constitucional, Alfonso Guerra, esa luminaria-, PSOE y PP se repartieron los papeles para enmendarle la plana y facturar un Estatut low cost. El Pilatos providencial fue una vez más el Tribunal Constitucional, quien liquidó lo poco que quedaba del texto original mediante una sentencia de la que fue ponente su presidenta Maria Emilia Casas, adscrita al sector progresista, en respuesta al recurso presentado por Genova 13, 4 comunidades del PP y una del PSOE, y el defensor del Pueblo, cargo designado por el gobierno socialista. El resultado de tanto cambalache colmó una manifestación de más de un millón de de catalanes que salieron a la calle el 10 de julio de 2010 al grito de “Som una nació, nosaltres decidim” .
La otra zapatiesta tiene también por protagonista al PSOE y surgió del “golpe de Estado” que supuso la reforma expres del artículo 135 de la Constitución, consensuada mano a mano por Zapatero y Rajoy, para incluir el equilibro prespuestario y la primacía del pago de la deuda. Esta ley-candado, aprobada al alimón por el duopolio PSOE-PP en el Parlamento, anticipaba en la práctica el fin de la autonomía financiera de las autonomías. Y por tanto suponía el licenciamiento de sus tradicionales tribus políticas, que a partir del 2020, fecha de entrada en vigor de la norma, se verían reducidas a simples mendicantes del Estado central. Eso, o tirarse al monte en vista de la actitud refractaria del régimen para permitir un auténtico autogobierno en las sedicentes comunidades autónomas, cada vez menos autonómas. Que es lo que acaba de hacer CiU con el respaldo del ERC, precisamente el partido que al votar en contra el Estatut en el referéndum, para no secundar el “cepillado” efectuado por Madrid, provocó la ruptura del gobierno tripartito formado por PSC-ERC y ICU-EUiA.
De aquellos lodos, a la inversa, proceden estos vientos independentistas de hoy, en un escenario político que nada tiene que ver con el existente en 2010. Las recientes elecciones del 25-N, aún castigando severamente a CiU y PSC, los artífices de la taimada desnaturalización del Estatut, han tenido el efecto bumerán de producir una rotunda mayoría soberanista en el nuevo Parlament con la remontada de ERC, en clara sinfonía con el clamor popular evidenciado en la manifestación que recorrió Barcelona el 11 septiembre bajo el lema “Cataluña nuevo Estado de Europa”. Tanto fue el cántaro a la fuente de la política-mercado, que al final ha sido el propio pueblo el aguafiestas que ha decidido saciar su sed acudiendo directamente a las fuentes manantiales.
Abiertas las compuertas que anegaran el régimen salido de la transición, es previsible que la respuesta de cuantos han hecho de aquella rentable circunstancia su razón de ser pinten bastos. Los avisos y amenazas no se han hecho esperar. El Rey lo ha calificado de “quimera”, Rajoy de “algarabía” y Felipe González, siempre en primera línea de combate, utilizó la campaña electoral vasca para advertir que “no habrá independencia en ningún territorio de España, y quien diga que va a haberla está sometiendo a los ciudadanos a una frustración peligrosa”. No son ciertamente las mismas señales que en su día lanzaban desde las páginas de El Alcázar los emboscados del 23-F, pero aquella experiencia debe servirnos para ponernos en guardia. Lo pronosticó Santayana, “los que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo”.
La transición se basó de hecho en el monopolio del derecho a decidir a cargo de una minoría dominante. Y cuando alguien intenta que ese activo, patrimonializado durante más de tres décadas por una casta oligárquica, sea socializado por el pueblo soberano, cabe la posibilidad de que los usurpadores no se resignen y sientan la necesidad de pelearlo. Ni el bunker durante la dictadura, ni la “Marca España” en la democracia, son tigres de papel.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid