El próximo año 2014 se cumplirán cien años de la muerte de Anselmo Lorenzo (1841-1914), el padre del anarconsindicalismo español, pues el abuelo fue el italiano Fanelli, y autor del libro de cabecera del movimiento libertario durante el siglo XX, “El Proletariado Militante” (1901-1923), donde el tipógrafo toledano ofrecía una exhaustiva crónica de la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT) en España. 

El primer tomo de la obra apareció en 1901 con el título ampliado de “El proletariado militante, origen del sindicalismo” y el subtitulo autobiográfico de “Memorias de un Internacional”, mientras el segundo volumen, que continuaba y culminaba la obra, fue escrito en 1910 y publicado tras su fallecimiento y llevaba “una explicación previa” en la que Lorenzo excusaba su demora por las penurias que la lucha revolucionaria le había ocasionado, entre ellas el encierro y posterior destierro por su incriminación en el proceso de Montjuich.

El primer tomo de la obra apareció en 1901 con el título ampliado de “El proletariado militante, origen del sindicalismo” y el subtitulo autobiográfico de “Memorias de un Internacional”, mientras el segundo volumen, que continuaba y culminaba la obra, fue escrito en 1910 y publicado tras su fallecimiento y llevaba “una explicación previa” en la que Lorenzo excusaba su demora por las penurias que la lucha revolucionaria le había ocasionado, entre ellas el encierro y posterior destierro por su incriminación en el proceso de Montjuich.

Ante una efemérides de tanta trascendencia y emotividad para los seguidores de la Idea, según la clásica acepción, lo coherente parece ser rememorar sus indudables valores y enseñanzas, un rasgo que no obstante muchas veces queda en simple ditirambo o vana añoranza de aquella heroica gesta. Sin embargo, sería más provechoso para la causa de la emancipación social y el espíritu crítico que preconizaba el memorial del internacionalista analizar aquellos acontecimientos a la luz de la necesidades que impone el momento presente. Es decir, qué los hechos allí narrados aportaran luz para el compromiso actual y saber cuáles de sus mensajes han quedado obsoletos o incluso podían ser contraproducentes si los asumimos ex cátedra.

Eso no significa pasarnos al enemigo y considerar una antigualla el legado de Lorenzo. Una característica de toda gran obra es que el tiempo nunca la supera del todo porque imponen un tributo de autenticidad que carece de fecha de caducidad. Este es el caso de “El proletariado militante”. Basta con que citemos las palabras con que Lorenzo justifica el título del libro al final de la “introducción” del primer tomo para vocear su vigencia sin estridencias. “La Internacional -escribe- fue como la infancia de aquella gran personalidad proletaria que, según frase de Proudhon, habiendo recogido del fango la bandera del progreso arrojada por la burguesía, lucha, es decir, milita, es el Proletariado Militante, a quien la Revolución Social dará el triunfo, no en beneficio de su clase, sino para la refundación de todas las clases, en beneficio universal de la humanidad”.

En este párrafo, que supone un compendio del pensamiento del autor y no una mera recreación de los avatares de aquella AIT pionera, se encuentran representadas ambas expectativas: el pasado superado y caduco y el pasado añorado y por venir. Un marco de reflexión y acción que analizado a la luz de las coordenadas vigentes nos `permitirán encarar las tareas pendientes con la resolución cabal de los grandes proyectos humanistas, pero sin el engorroso endoso de mimetismos estériles. La historia ni se para ni descarrila, pero quien la olvida está condenado a regurgitarla.

Con este criterio, lo primero que debemos hacer es abordar humildemente una carencia esencial: ¿existe hoy un proletariado militante? Incluso podría cuestionarse si hay un proletariado a secas. Existe, ciertamente un proletariado “en si”, pero es dudoso que lo haya “para sí”. Es decir, en el conjunto de los “estamentos” que componen la sociedad del siglo XXI en los países del neoliberalismo capitalista de Estado solo una exigua minoría de trabajadores pelea su condición de sometidos al sistema. Por tanto, no tenemos claro eso que con cierta prepotencia se ha denominado “el sujeto revolucionario”, siguiendo en la senda de la tesis proletaria. Y quizás por eso mismo tampoco cabe una Internacional que agrupe a ese agente teóricamente predestinado para el vuelco social. Por mucha voluntad que pongamos, aquellas profecías de Carlos Marx que veían en el proletariado a la clase destinada a crear las condiciones objetivas y subjetivas para suicidar al capital nadan en la perplejidad. En tal contexto, la “gran personalidad proletaria” de que hablaba Lorenzo es un desideratum; en su lugar mejor sería más lógico decir “indolencia proletaria”.

Todo esto implicaría neutralizar la validez del aserto que depositaba en el proletariado, de manera exclusiva y excluyente, la responsabilidad de la transformación social. Ignorar estos agujeros negros que la experiencia ha puesto ante nuestros ojos, o hacernos trampas en el solitario para que las cuentas cuadren en la casilla de nuestros intereses, es conformarnos con la maldición de Sísifo, condenarnos a un eterno ejercicio de impotencia. Porque semejante gasto de ocultación es innecesario. La cuestión social no solo sigue activa sino que se ha hecho más perentoria si cabe con la amenaza que pende sobre el planeta por la gestión depredadora del capitalismo global. Aunque el “Qué hacer” de Lenin se lleve la palma de la fama, la cuestión de dar una respuesta adecuada a las injusticias siempre ha tenido quien la escriba.

Volver sobre las palabras de Anselmo Lorenzo puede iluminarnos. Como todo en la vida, la infancia bien entendida puede ser un provechoso camino de iniciación para encarar con plenitud esa “bandera de progreso” que ha traicionado la burguesía. Aunque esté por determinar quién la izará de nuevo. Lo único claro es que agua pasada no mueve molino. Marx lo decía en bonito: “la tradición de las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”. De ahí la necesidad de huir de soluciones zombis. La alternativa pasa por identificar al desconocido con personalidad suficiente para avanzar colectivamente hacia esa utopía en beneficio de toda la humanidad. Y aunque sin sujeto revolucionario, hoy más que nunca el estado de las fuerzas productivas permite hacer realidad esa utopía.

Naturalmente ese esplendor material, por muy desequilibrado e injusto que sea su reparto, es una de las causas que frustran la emergencia de un proletariado militante. Hasta el estallido de la crisis financiera de 2008, lo normal era que los de esa clase social tuvieran mucho más que perder que sus cadenas, algo por cierto muy alejado de los presupuestos que analizaron nuestros mayores internacionalistas, encerrados en una existencia casi hobbesiana de miseria, sudor y lágrimas. El capitalismo existe porque existe la mentalidad consumista-capitalista y negarse a uno mismo, por mucha clarividencia que se tenga, siempre implica una cierta dosis de masoquismo. Así que el problema se reduce a indagar cómo derrotar al capitalismo sin dañarnos a nosotros mismos. Un estar dentro militando fuera que permita acumular fuerzas suficientes para organizar un cambio que realmente signifique algo nuevo.

En un trabajo de Cornelius Castoriadis titulado “¿Cómo luchar?”, publicado en el número de 23 de enero de 1958 de la revista Socialismo o Barbarie, se lanzan algunas opiniones que pueden contribuir a despejar atolladeros. Tomo tres de ellas. Una: ”no hay que confundir la unidad de los trabajadores y la unidad de las burocracias sindicales”. Remite a la forma en que el elemento “representativo” se interpone entre las autenticas necesidades sociales y los intereses de los dirigentes. Dos:”es totalmente falso pensar que los trabajadores no pueden actuar fuera de las organizaciones sindicales”. Aquí se insiste en lo que de suplantación hay en la representación, pero con el valor añadido de sugerir la necesidad de una movilización general de todos los trabajadores, desbordando los límites de las centrales obreras, para la revolución social. Y tres:”la primera condición para la eficacia de cualquier lucha es una preparación democrática”.

¿No son estas reflexiones otra manera de plantear la radical vigencia de esa divisa que ha identificado históricamente a la Internacional sobre que “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”? Ojo, la Primera Internacional, la única que entendió el conflicto social desde una perspectiva autogestionaria, porque las siguientes internacionales obreras introdujeron el principio de división de funciones entre vanguardia y base, imitando a la burguesía, con las consecuencias sabidas. Pero mientras haya opresión en el mundo y el hombre razone con dignidad, siempre habrá un proletariado militante para combatirla que dejará huella en la historia.

A finales del siglo XIX y comienzos del XX la revolución social parecía ser un medio y la democracia un fin, y por ese camino se despeñaron muchas ilusiones. En la actualidad los términos aparecen invertidos, haciendo que la democracia sea el medio y el fin la revolución social, un pathos que impregna a buena parte de esos movimientos ciudadanos que se han conocido como ”primaveras” aquí y allá. Ese podría ser el espíritu que anida en la proclama “la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los trabajadores mismos”. Traducido así: que la emancipación de los trabajadores como expresión del cambio se fecunda con la propia experiencia democrática de los trabajadores.

De mi exclusiva cosecha: con luchar desde abajo no basta, se necesita demo-acracia. En el espíritu de aquella Alianza Internacional de la Democracia Socialista que fundara Mijail Bakunin, “el pensador militante” del que precisamente el próximo año 2014 se cumplen dos siglos de su nacimiento.

(Nota: Este artículo ha sido publicado en el número de octubre de Rojo y Negro, aunque con la última frase incompleta por un error de archivo).

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid