Rafael Cid.-

Túnez, Egipto, Israel y España son países diferentes, culturas diferentes, geografías diferentes, historias diferentes, economías diferentes, y sin embargo en todos ellos se ha abierto paso un mismo movimiento de indignados contra el sistema. ¿Qué tiene en común esa diferencia de origen? Esa es la pregunta que deberíamos responder para poner en valor la irrupción del 15-M en el acontecer de unas sociedades tan distintas.

Y con ser
importante esa herramienta comunicacional, no es la tecnología como cordón
umbilical lo que está en la base de esos proyectos convergentes. Las redes
sociales virtuales, la interactividad digital 2.0, son formatos de expresión,
pero no activos sustanciales de este fenómeno que se revela como una semilla
revolucionaria que trastoca el statu quo imperante haciendo que, como afirma
Carlos Taibo en el título de un reciente libro sobre el tema, ya nada vuelva a
ser como antes. Tan radical es la apuesta que, hoy por hoy, aquí y ahora, el
15-M representa.

Y con ser
importante esa herramienta comunicacional, no es la tecnología como cordón
umbilical lo que está en la base de esos proyectos convergentes. Las redes
sociales virtuales, la interactividad digital 2.0, son formatos de expresión,
pero no activos sustanciales de este fenómeno que se revela como una semilla
revolucionaria que trastoca el statu quo imperante haciendo que, como afirma
Carlos Taibo en el título de un reciente libro sobre el tema, ya nada vuelva a
ser como antes. Tan radical es la apuesta que, hoy por hoy, aquí y ahora, el
15-M representa.

Es curioso, pero lo que las revueltas
populares destacan en conjunto es la necesidad de recuperar las esencias de la
política (verdadera) y de la democracia (auténtica) como formas de convivencia
entre libres e iguales. Política y democracia, dos conceptos tan manoseados por
los poderes dominantes (lo público secuestrado por lo privado) que se han
revelado como burdas banderas de conveniencia del sistema. Con lo que, al
arrebatárselos a los usurpadores, los indignados están eligiendo el camino de
la “revolución reformista” o, si se quiere, de la “reforma revolucionaria”. Es
decir, una transformación radical y exigente en el fondo y tolerante e
inclusiva en las formas. Es como si por efecto de esa inteligencia colectiva
que les motiva hubieran metabolizado que no hay revolución sin ruptura, pero
que igualmente sólo existe cambio real en la ruptura si lo respalda una mayoría
social de agentes sociales que lleva un mundo nuevo en su corazón, por usar la
hermosa frase atribuida a Buenaventura Durruti.

Sin dirigentes, abierto a todas las
ideologías y sensibilidades transformadoras, asumiendo el razonamiento y la
palabra como supremo legislador, el movimiento de los indignados recrea la
mejor tradición de la democracia participativa, autogestionaria y libertaria.
En suma, la de la invención de la política, esa veta nunca totalmente colmada
que arrancó hace 25 siglos en la polis griega y ha vivido agazapada en la conciencia
del pueblo soberano a la espera de coyunturas que hicieran propicia su
reaparición, ante la irreparable barbarie de lo que el discurso convencional
nos presenta como el menos malo de los sistemas posibles. Ahí radica
precisamente la clave del 15-M, su nudo gordiano, ese principio seminal que
hace de sus propuestas un hito histórico y la primera muestra de revolución
ciudadana del siglo XXI: en desmontar el mito suicida y placebo de la
inmutabilidad del sistema.

Cuando los poderes del Este y del
Oeste se confunden en un único modelo de explotación y dominación bajo la fórmula
del capitalismo neoliberal; en el momento preciso en que la globalización
anuncia el fin de las ideologías y de la confrontación entre antiguas potencias
hegemónicas; en el decisivo instante en que el sistema totalitario y
totalizante exige a sus súbditos cumplir el dantesco precepto “dejad los que
aquí entráis toda esperanza”, el 15-M, el movimiento de los indignados,
Democracia Real Ya ,o las variadas identidades que toma la insurgencia del
pueblo en el ejercicio de su soberanía, rompe todos los esquemas y lanza un
rayo de luz con el subversivo mensaje de ¡si se puede!, un grito que revela la
oculta indigencia de esos presuntos poderes inapelables.

Se pudo en Túnez y en Egipto, derrocando
tiranos e iniciando un proceso democrático constituyente de nuevo cuño que es
visto con tanto temor por los Estados como ilusión por sus habitantes. Y ahora,
en Israel y en España, mutatis mutandis, ese mismo tozudo y viejo topo que en
sus contadas apariciones a lo largo de la historia demostró que son los pueblos
quienes preñan el devenir de la humanidad y no las élites, mina la base misma
del statu quo asumido como servidumbre voluntaria en que los poderosos han
cifrado su perturbadora excelencia. Esa es por encima de cualquier otra la
virtud simpar del 15-M: demostrar con su intransigencia democrática que se
puede (y por tanto se debe) derrotar al sistema. Está en los genes, en nuestra
primera naturaleza: La
libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron
los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni
el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar
la vida” (Don Quijote de la Mancha, capítulo 58, 2ª parte).

El
15-M representa ese esfuerzo “quijotesco”, anónimo y colectivo, que hace tiempo
bullía necesario para que el profundo malestar de una sociedad canibalizada por
el dinero y la deshumanización al servicio de los nuevos déspotas, emergiera
bajo el atributo de la dignidad violada que nos hace personas y seres sociales.
Es ese el destello que a veces, en los momentos más negros de la historia,
fulge como una necesidad vital. El ¡si se puede! fue el grito que el
anarcosindicalismo y el movimiento libertario izaron a todos los vientos en la
guerra civil demostrando que incluso contra un pueblo en alpargatas, cuando
está imbuido por ideales de libertad, dignidad y justicia, nada podían los
mercenarios del sistema. El ¡si se puede! fue la fuerza motriz, la divisa
enarbolada el 19 de julio de 1936 en Barcelona por García Oliver, Ascaso,
Durruti y otros, que selló la vigencia de la revolución española frente a la
criminal embestida del ejército fascista, vencido y derrotado por aquellos
indignados que nos precedieron.

Pero
el 15-M no es el pasado redivivo, no es un plagio ni un cliché. Significa, aún
en sus primeros escarceos actuales, infinitamente más. En él hay un patente
ejercicio de lucidez emancipatoria que supera fórmulas pasadas porque está
asumido por hombres y mujeres de nuestro tiempo, con sus inquietudes, problemas
y también carencias. Por eso rompe los esquemas de las ideologías acotadas y
tiene esa enorme capilaridad social que le hace transversal a toda la sociedad
civil, otorgándole una legitimidad pocas veces vista. Parafraseando a Cornelius
Castoriadis en su definición de democracia, el movimiento de los indignados
pretende “la autoinstitución de la sociedad por la sociedad misma”. De ahí su
radicalidad, su civilismo revolucionario, su carácter resistente, su no
resignación, su proyecto acumulativo de mayoría social, deliberante,
participativo, autónomo y no gregario. El 15-M es el primer movimiento
contestatario y subversivo del siglo XXI que no es un movimiento de masas
amorfas sino de voluntades conscientes y responsables. El tiempo de la rebelión
de las masas, fermento de nuevos episodios autoritarios de dominación, ha
pasado al desván de la historia por la irrupción de la ciudadanía activa que
teorizó Hannah Arendt, y con ello la superchería de un Estado paternalista y
benefactor, dogal utilizado por todas las oligarquías, camina hacia el ocaso
reemplazado por una sociedad civil autogestionada y corresponsable.

Todas
estas pautas están en el discurso y la acción del 15-M (es un movimiento
andante y vivaqueante). Pero es un proceso. Una larga marcha que habrá que
preservar, enriquecer y dotar. Que nadie espere “revoluciones de palacio”,
saltos en el vacío, apuestas del todo o el nada que por su propia evanescencia
terminan donde empezaron, reafirmando el statu quo. La bondad del 15-M, su
perfil más corrosivo, está en ese sabio “vamos despacio porque vamos lejos”.

Y
sin complejos. La democracia griega, con todas sus imperfecciones, limitaciones
y flagrantes desigualdades, duró dos siglos y nació de una gran derrota
militar. Su acto constituyente fue la Oración Fúnebre de Pericles por los
muertos en la segunda guerra del Peloponeso. Por su parte, la expresión “Estado
de Bienestar
” se generalizó en
el mundo con la política de “New Deal” implantada por el presidente norteamericano F.D. Roosevelt para
luchar contra la gran Depresión. ¿Por qué en estos momentos de crisis sistémica
del modelo dominante no habría de producirse una catarsis semejante, si además
los avances técnicos y materiales existentes, puestos al servicio de la gente,
pueden valer para eliminar los factores de miseria y dominación que el poder
utiliza para justificar la permanente lucha fratricida entre sus sometidos?

Pero
tan importante como la toma de conciencia de que ¡si se puede! son los
atributos que el 15-M conlleva y que han hecho posible ese nuevo imaginario
colectivo. Atributos que también representan una brecha con el modelo oficial,
lo que contribuye no sólo a su ruptura teleológica sino también a su
obsolescencia procedimental, eslabones de una cadena que, unidos ambos, hacen
que el proyecto de los indignados adquiera una dimensión de alternativa real,
difícilmente compatible con cualquier reposicionamiento doctrinario del
capitalismo neoliberal. Me refiero a su categorización como un movimiento
asambleario-deliberativo que ha hecho cierto el carácter público-social de la
geografía urbana (la polis) donde ostenta sus señas de identidad el régimen. Me
refiero a su renuncia a la violencia ofensiva, práctica o retórica, que tantas
veces ha servido al sistema para justificar repudios, represiones y montajes a
través del control orweliano de los medios de manipulación de masas. Y me
refiero, finalmente al hecho descomunal e histórico de haber puesto en marcha
un proceso de ruptura sistémica en usencia de representantes, líderes, famosos,
mentores, dirigentes u hombres providenciales (a pesar de los ingentes
esfuerzos de los poderes fácticos por poner nombre y apellidos a supuestos
portavoces con el indisimulado objetivo de privatizar y acotar la revuelta
permanente). Atributos todos ellos que posibilitan el ejercicio de la
experiencia propia en un entorno en que el fraudulento elixir de la
representación ahoga toda vestigio de humanidad, haciéndonos cómplices del
poder. El pueblo sólo existe contra los líderes.

Esa
condición de “anonymous” del movimiento de los indignados es, sin lugar a
dudas, su lado más creativo y revolucionario, y la garantía de que estamos ante
un proceso de ruptura para alumbrar una nueva dimensión de organización social
profundamente democrática. En la estela de aquella otra clásica ya citada que contemplaba
al hombre “como medida de todas las cosas” (Protágoras) siendo al mismo tiempo “animal
social” (Aristóteles) en un marco de convivencia donde los ciudadanos que sólo
se ocupaban de sus intereses privados eran tenidos por “idiotas” (raíz etimológica
del uso deformado que se da al término en la actualidad).

Sobre
el panorama esbozado cabría objetar que estas revueltas populares carecen de
contenido económico preciso, si a la enmienda a la totalidad del sistema y a
las acciones puntuales realizadas contra las ejecuciones hipotecarias, por
ejemplo, se las puede considerar ajenas al mundo económico. Estamos tan
acostumbrados a ver a los gobernantes como claque de los poderosos del mundo
que ya no apreciamos que lo socialmente determinante es la voluntad política y
no al revés. De suyo, las movilizaciones de los indignados han puesto de
manifiesto que lo que la clase política llama Estado, gobierno o democracia sólo
es una modelo de negocio.

La vieja isonomia (igualdad ante la
ley), la isegoria (igualdad de palabra), la parresia (decir verdad), la elección
de representantes por sorteo, su carácter de revocabilidad total, la potestad
del ágora como elemento director de un estado bien ordenado (sin necesidad de
Estado estructura), la acción directa, el sentimiento de comunidad y la
convicción de que un hombre completo no necesita ser una autoridad, son valores
que están presentes en ese inicial aleteo de mariposa que significa el
movimiento de los indignados. Un aleteo que con el tiempo puede derivar en un
ciclón y cambiar el mundo a mejor o morir insertado en el corcho de los
funestos taxidermistas que ofician de cancerberos del sistema. Pero incluso así
su mensaje resistirá flotando dentro de la botella a la espera de que alguien
en la otra orilla recoja el testigo.

Rafael Cid

Nota: Este artículo ha sido publicado
en la revista Al Margen, del Ateneo Al
Margen, de Valencia.


Fuente: Rafael Cid