En un primer momento el estallido de la plaza Tahrir, en la estela de la revolución del jazmín tunecina, introdujo en el imaginario social la noción de cambio desde abajo, el famoso “si se puede”. Hasta que una feroz réplica traída desde arriba ha subvertido ese paradigma de las “primaveras árabes”. La sangrienta irrupción militar con fuerte apoyo popular confirma una intuición: las verdaderas transformaciones requieren que además de promoverse desde la base aporten valores éticos irrenunciables.
Dotar de sentido democrático a ese “si se puede” exige políticamente calibrar el potencial reaccionario del adversario más allá de las retóricas al uso. En Egipto la oligarquía dominante sacrificó una torre del tablero del poder con la salida de Mubarak para conjurar el jaque mate, y le salió bien la jugada. Precisamente ha sido a través del “Estado profundo”, encarnado por la casta militar, la policía, los tribunales y al alta administración, desde donde se ha gestado la actual involución.
Dotar de sentido democrático a ese “si se puede” exige políticamente calibrar el potencial reaccionario del adversario más allá de las retóricas al uso. En Egipto la oligarquía dominante sacrificó una torre del tablero del poder con la salida de Mubarak para conjurar el jaque mate, y le salió bien la jugada. Precisamente ha sido a través del “Estado profundo”, encarnado por la casta militar, la policía, los tribunales y al alta administración, desde donde se ha gestado la actual involución. Gracias sobre todo a que de un amplio sector ciudadano, escaso de reflejos democráticos, ha encumbrado al ejército que en 2011 había dirigido la represión contra los movimientos contestatarios, sellado el estadio de Port Said para convertirlo en una ratonera y vejado a las mujeres egipcias con sus test de virginidad.
Esta aparente paradoja no es nueva en la historia reciente. Ya ocurrió en la España de la transición. Entonces, la oposición que hasta la víspera reclamaba el fin del régimen se alió con los herederos de la dictadura, renunciando a sus principios al aceptar una monarquía personificada en el Rey designado por “el caudillo”. Como en Egipto en estos momentos, aquí se dejó intacto el aparato del Estado. Los mismos jueces prevaricadores, los mismos policías torturadores y los mismos militares facciosos pasaron de servir al dictador a regir los destinos de la naciente democracia. Derecha e izquierda unidos por idéntico cordón umbilical: el fin justifica los medios.
En España sin el elevado coste en vidas humanas del Egipto de los generales, pero con idéntica amnesia y similar estrategia de la tensión. Se coronó a un “soberano” que meses antes había respaldado los fusilamientos de septiembre del 75; se celebraron unas primeras elecciones democráticas de númerus clausus (con republicanos ilegalizados, por ejemplo) y se toleró la detención y encarcelamiento de los miembros de la Unión Militar Democrática (UMD), la única organización militar decidida a tumbar el franquismo.
Ese formato de transición vigilada desde arriba mimetizada desde abajo es el que parece imponerse ahora en el país del Nilo. Un vaivén contradictorio alimentado por el consenso híbrido entre la izquierda institucional y los legatarios del viejo orden que da como precipitado una democracia sin demócratas. La otra circunstancia que acompaña al proceso de renuncia y desmemoria es la teatralizada amenaza de una posible guerra civil de persistir los disidentes en reclamar la ruptura. Algo impensable salvo que existan dos “bandos armados” frente a frente, como sucedió en el Alzamiento de 1936 en España.
Por tanto, la experiencia acumulada indica que solo con desde abajo no basta para lograr un cambio de progreso real. Sobre todo porque la costumbre política habilita que los de abajo sean “representados” por partidos, sindicatos o líderes, organizaciones todas ellas que suelen tener intereses cortoplacistas diferentes a los de sus representados. Como dejara escrito Gustave Le Bon en un texto ya clásico, la psicología de las multitudes es polisémica. De ahí que el secreto del éxito de muchos procesos de corte reaccionario esté en “la masa”. Es decir, en el arte de capitalizar los instintos gregarios del populacho sin ideales.
No es casualidad que las dos grandes operaciones de consenso para arbitrar el paso de la dictadura a la democracia sin ruptura hayan tenido como escenario países que, como España y Egipto, comparten parecidas señas de identidad: centinelas el Mediterráneo (Estrecho de Gibraltar y Canal de Suez); profunda crisis del capitalismo (la del petróleo del 73-79 y la actual de carácter financiero) y una oportuna conversión de las fuerzas de la oposición a la lógica de la “razón de Estado”. Un simple vistazo al mapa demuestra que Egipto y España son dos peones esenciales en el despliegue militar de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN.
Por eso el enviado especial de la Unión Europea (UE) en la zona, el socialista Bernardino León, sostiene que lo de Egipto “es más complejo que un golpe”, reconociendo que en el mundo globalizado los intereses comerciales predominan frente a los derechos humanos. Lo dice alguien con pleno conocimiento de causa. El ahora alto funcionario de la UE fue quien, en su condición de secretario general de Presidencia del Gobierno y asesor personal de Rodriguez Zapatero para asuntos diplomáticos, más influyó en Moncloa para fijar en suelo español la base del sistema de escudo antimisles de EEUU sin consultar a la ciudadanía.
Un suma y sigue de las políticas de Estado que no entiende de ideologías, permitiendo que las grandes modificaciones geoestratégicas se hagan al margen de la voluntad general, desde el trucado referéndum sobre la entrada en la OTAN hasta el ingreso de España en la Unión Europea en 1986 sin refrendo popular. Hechos consumados en los grandes asuntos de la política interna que imitan el armazón dominante en la estructura de poder a nivel global. La vieja doctrina de la “no intervención” es elevada a dogma de fe cuando se trata de mantener el statu quo y muda a “injerencia humanitaria” si el bloque hegemónico se enfrenta a un rival o compite por sus recursos. No hubo piedad para Gadafi en Libia, objeto de un macabro linchamiento televisado en prime time, pero las potencias occidentales se muestran inútiles a la hora de detener la carniceria siria.
El mercado lo justifica todo. Las armas de destrucción masiva, tanto de tipo convencional como químico, son hoy uno de los negocios más florecientes del mundo. No existe una gran diferencia entre suministrar tanques al Ejército egipcio para aplastar las protestas de los islamistas o en suministrar los arsenales de Damasco con gas sarín para “escarmentar” a la oposición civil. En ambos casos se llama terrorismo de Estado. En una crisis económica como la actual, que no ha dejado sector empresarial indemne, la industria de la guerra sigue en racha. Por eso, gobiernos como el español nombran ministros de Defensa a ex altos cargos de empresas armamentistas. Sin disimulos ni escrúpulos. Al contrario, sacando pecho. Porque trabajando para matar también se crean puestos de trabajo. En nuestro caso, Morenés, procedía de la sociedad que producía las prohibidas bombas antipersonas, y si nos fijamos en el periodo felipista habría que recordar que el gas mostaza usado por el Irak de Sadan Hussein contra la minoría kurdos tenía la denominación de origen “Marca España”.
Como ha estudiado en profundidad el economista Takis Fotopoulos, la concentración política y la económica son las magnitudes que definen al sistema imperante. De ahí que, en esa deriva exponencial hacia un mercado global con seguridad jurídica fiada al uso de la violencia del Estado, las distancias entre representantes y representados, gobernantes y gobernados, se abismen hasta el infinito, diluyendo el contrato social en la nada inoperante. Por eso la salida al caos reinante hay que buscarla en el camino de vuelta. Construyendo comunidad de abajo arriba, mediante la autoorganización y la democracia directa con valores inclusivos, evitando que las instituciones suplanten a la gente, decreciendo política y económicamente hasta “desarmar” la irracionalidad de sus respectivos mercados, y confederando un planeta sostenible y plural que facilite el viejo ideal clásico de hacer que hombres y mujeres sean la medida de todas las cosas.
Puede que en el contexto de lo políticamente correcto que des-gobierna el orbe capitalista sea una utopía confiar en que las personas se valgan por sí mismas, sin delegar sus vidas en salvadores de la patria o inexistentes profetas. Que las relaciones entre sociedades, razas, creencias, géneros y países estén guiadas por el apoyo mutuo. O que el trabajo voluntario y el paro obligatorio dejen de ser tributo de esclavitud para unos y de miseria para otros. Pero la verdadera utopía estaría en creer que esto es una utopía.
Por eso, estar con las víctimas del conflicto egipcio para reconquistar en recto camino hacia la autodemocracia no debería ser una anomalía sino el paradigma. Egipcios somos todos.
Rafael Cid
Fuente: Rafael Cid