Tuve el otro día la oportunidad de ver en La Puntual el espectáculo “La Niña Invisible”, del grupo madrileño instalado en Barcelona “Títeres Cuatro Caminos”. Y la verdad es que, desde la perspectiva que me otorga mi condición de viejo titiritero, vi en su trabajo cualidades escénicas notables y una buena labor titiritera.

Tuve el otro día la oportunidad de ver en La Puntual el espectáculo “La Niña Invisible”, del grupo madrileño instalado en Barcelona “Títeres Cuatro Caminos”. Y la verdad es que, desde la perspectiva que me otorga mi condición de viejo titiritero, vi en su trabajo cualidades escénicas notables y una buena labor titiritera.

No es fácil hacer espectáculos para niños que, sin caer en la ñoñez o en el simple “infantilismo”, consigan interesar a grandes y pequeños. Lo digo por experiencia, pues debo confesar que siempre me ha costado encontrar el registro propio para dirigirme a los niños más chicos. Esa dificultad hace que valore mucho los logros de mis compañeros en tales terrenos. El oficio titiritesco que va dirigido a los niños, cuando es honesto y está bien hecho, merece un reconocimiento que no siempre recibe, atrapado como está por las labores del día a día y por los prejuicios existentes hacia el sector de lo “infantil”. Un reconocimiento que, por suerte, los titiriteros van alcanzando cada día en mayor grado.

Tal es el caso de Antonio José Gonzalez Rodríguez y su colega titiritero que le ayuda en la ejecución. Con “La Niña Invisible” han conseguido crear un cuento sencillo y funcional, puesto al servicio de una causa siempre justa : la que promueve la abertura al “otro” y ensalza la diferencia como factor básico de riqueza. Para ello recurre a una historia de tres niñas que viven en el más feliz de los mundos hasta que un día, a los reyes de sus pequeños reinos se les ocurre defender lo propio (es decir, sus respectivos colores : naranja y morado) aplicando el principio de “exclusión” : que lo diferente a mi, sea considerado mi enemigo. He aquí expuesto en pocas palabras el ideario nacionalista y el delirio de la negación del “otro” al que tanto se ha recurrido en los últimos tiempos. Las niñas, como es lógico, caen en la trampa, obligadas por sus padres, verdaderos energúmenos en la obra –lo que sin duda pondría a más de algún padre incómodo, por cierto…

Interviene entonces otro personaje que hace de bisagra entre los mundos y que precipita, a modo de catalizador ácrata, el encuentro de los contrarios y el regreso de la armonía peleona en los juegos siempre diabólicos de las niñas : Zacarías, un sabio vagabundo que canta, nada más aparecer, una canción libertaria de trotamundos. Incluso en algún momento se le escapa una estrofa de “A las barricadas”, el himno de la FAI… Aquí, a los titiriteros se les ve el plumero… “anarquista”, lo cual siempre es un alivio.

Pero el trasfondo digamos “revolucionario” (o, simplemente, de “sentido común”) de la obra entra bien, a través de un lenguaje suavizado por el buen hacer de los dos titiriteros, que saben como dirigirse a los niños y a sus padres. Las referencias más políticas entran con buena mano izquierda, y lo importante es el juego de los títeres, dónde ambos manipuladores sobresalen por sus buenas dotes interpretativas. Se les nota oficio y experiencia, y el público se deja seducir por los juegos de palabras, las persecuciones y los enredos de la historia que acaba en una escena de sexo practicado por la realeza. Tacto, delicadeza, fino humor, agilidad coreográfica de la manipulación, buena secuenciación de las escenas, decorados sencillos y eficientes, títeres graciosos y espontáneos, y una atención al público (el famoso y difícil “saber escuchar”) que permite la fresca improvisación. Tales serían, a mi modo de ver, las virtudes del espectáculo.

Cómo decía al principio, calidad y eficiencia de los titiriteros madrileños de Cuatro Caminos, felizmente instalados en Barcelona.


Fuente: www.titerenet.com