Artículo publicado en Rojo y Negro nº 383 de noviembre
¿Hasta dónde puede llegar la psiquiatría y la psicología en su relación con la sociedad? La historia de ambas disciplinas es una y la experiencia personal de las profesionales otra. ¿Bajo qué supuestos hemos decidido en un momento dado de nuestras vidas iniciar el estudio de estas disciplinas? Quizá por simple curiosidad; también por una cierta sensibilidad ante los males del individuo. La aproximación primera, desde luego, tendría que ser filosófica y antropológica, pues difícilmente llegamos a comprender el interior humano a través del mero estudio; es en el compartir donde atisbamos el malestar de ese ser arrojado a la vida que somos. Pero esto sólo es una aproximación, porque cada ser humano es un mundo en sí mismo. Además, cada cultura tiene peculiaridades que las diferencian de las demás, con sus reglas y simbología. Por ello no podemos erigir un saber único y acabado, porque lo que llegamos a conocer es limitado.
Desde esta reflexión, ¿cómo podemos realizar una intervención clínica, sobre una persona que sufre, sin asumir el papel de opresores? ¿Acaso la psiquiatría y la psicología no pueden convertirse en instrumentos represivos o cuando menos alienantes? La sociedad se cimenta sobre las relaciones de dominación: el hombre ejerce dominación sobre la mujer, el propietario sobre el desposeído, los padres y madres sobre sus vástagos, los niños y niñas entre sí, en el ejército o en la escuela. Las relaciones de dominación conforman nuestra existencia; esta es una realidad que hay que subvertir. El sostenimiento del orden actual está fundamentado en estas relaciones opresivas. Para transformarlas en igualitarias hay que realizar un esfuerzo que trasciende lo material y alcanza a nuestro cerebro, a la forma en que éste procesa la realidad social. Si el sufrimiento psicológico deriva en gran parte de las relaciones de dominación, el papel de la psiquiatría y de la psicología debería ser fomentar todo lo contrario, la liberación.
Así, esos bloques hegemónicos, que no homogéneos, que conforman las profesionales de la Salud Mental tendrían que posicionarse sobre cómo desean participar en el mundo de hoy estresante y bárbaro, si como parte del Sistema o como grupo facilitador de una conciencia transformadora. Entre otras cosas, podríamos empezar por llamar al sufrimiento por su nombre, es decir, definiéndolo desde su etiología, generalmente social; planteando que “sanar las mentes” pasa por cambiar nuestra forma de vida, en sí la sociedad entera.
Para llegar a estos estándares de atención, la psiquiatría y la psicología tendrían que ser absolutamente públicas, esto lo primero. En segundo lugar, sobre todo la psiquiatría, deberían desplazar su centro de atención desde sí misma hacia la persona que sufre. Es otro hecho constatado que el o la psiquiatra, cuando están ante los pacientes, ¿realmente los ven, los escuchan, interiorizan sus quejas, reflexionan sobre su forma de pensar, sobre su sistema de creencias? Es un suceso poco probable debido al gran volumen de trabajo que acumulan; también por su actitud biologicista hacia esas personas internadas, incapacitadas o simplemente disminuidas en sus capacidades volitivas. Este es el terrible significado de la institución psiquiátrica y de la Salud Mental en general. La psicología, al ser básicamente privada, da margen al profesional para realizar una labor más próxima y centrada en la persona; eso sí, siempre que pueda pagarla.
Ser una persona deprimida o estresada no es algo que inspire solidaridad o empatía, al contrario esos estados se observan como pruebas de debilidad de carácter. Una actitud darwinista corre por las calles, es un hecho. No hay escucha activa, no hay confrontación de sentimientos, solo ocultación y la posible ayuda llega a través de las pastillas, los hospitales y esas habitaciones siniestras que existen en muchos hogares donde se esconde nuestro Gregorio Samsa de turno.
He empezado hablando de psiquiatría y de psicología y he pasado a romper esa “cuarta pared” que divide el escenario para incorporar al público espectador. Cuando hablamos de Salud Mental lo hacemos con un cierto desprecio hacia las personas inestables que, al ser diferentes, alteran el buen orden de la convivencia.
El discurso oficial es que los profesionales de Salud Mental se ocupan de personas consideradas defectuosas. Comunicarse o establecer lazos con ellas puede verse como una humorada y, en el mejor de los casos, como pura labor social; como si cada una de nosotras estuviéramos libres de padecer un desequilibrio emocional debido a la agresión de un estresor vital. A través las personas que sufren podemos entender los males que aquejan las relaciones sociales y su orden injusto.
¿Qué conclusiones podemos extraer de todo lo dicho? En primer lugar, la psiquiatría y la psicología no son ciencias exactas, sino aplicaciones que deberían estar al servicio de la comunidad y no es así, establecen relaciones de dominación. En segundo lugar, la diferente, aquella persona que padece un trastorno emocional de origen físico o psíquico, no es una persona extraña, sino un ser humano doliente, herido. Es obvio que necesita ayuda, tal vez la ayuda de la psicología y de la psiquiatría, mas no el sometimiento autoritario a unas prerrogativas médico-sanitarias en las que no tiene capacidad de decisión. En tercer lugar, las personas somos vulnerables en cuanto que durante nuestra vida siempre estamos aprendiendo; no somos extremadamente inteligentes, ni tampoco absolutamente estúpidas —categorías imprecisas que forman parte de un continuo que tiene su representación según el momento vital biológico por el que circulamos—. En cuarto lugar, no sé qué es la locura ni a quién llamar loco; tampoco tengo una buena relación con la cordura ni sé a quién denominar cuerdo; es de suponer que nuestra posición, dentro de esta escala de valores, va a depender del nivel de poder que acumulemos. ¿Podemos pensar si Hitler, Truman o Trump estaban o están locos? Son dirigentes de naciones con gran capacidad destructiva.
Reflexionar sobre la psiquiatría y la psicología clínica actual pasa por poner el foco de atención en el autoritarismo que caracteriza las relaciones humanas, desde el contexto más pequeño hasta la gestión de las naciones y, por tanto, actuar en consecuencia. Luchar por acabar con las relaciones de dominación es un buen cambio en nuestra estructura psicológica que se proyecta en nuestro estar en el mundo.
Ángel E. Lejarriaga
Fuente: Rojo y Negro