Artículo de opinión de Antonio Pérez Collado

La conmemoración del 80 aniversario de la revolución social de julio de1936, surgida como respuesta a la sublevación militar y facciosa encabezada por Francisco Franco y otros fatídicos generales, cuyos nombres se han resistido a abandonar el callejero de nuestras ciudades (Mola, Queipo de Llano, Sanjurjo, Yagüe, Goded, Varela, etc.), así como los numerosos actos programados en Valencia para recordar su breve etapa como capital de la República, vuelven a desempolvar las banderas y otros aderezos tricolores a la par que se suceden las exposiciones, conferencias y publicaciones en las que se

La conmemoración del 80 aniversario de la revolución social de julio de1936, surgida como respuesta a la sublevación militar y facciosa encabezada por Francisco Franco y otros fatídicos generales, cuyos nombres se han resistido a abandonar el callejero de nuestras ciudades (Mola, Queipo de Llano, Sanjurjo, Yagüe, Goded, Varela, etc.), así como los numerosos actos programados en Valencia para recordar su breve etapa como capital de la República, vuelven a desempolvar las banderas y otros aderezos tricolores a la par que se suceden las exposiciones, conferencias y publicaciones en las que se idealiza bastante sobre lo que representó realmente la II República Española.

En primer lugar hay que destacar que, en muchos casos, se confunde (o se intenta confundir) lo que significó el gobierno republicano con lo que en realidad fue una generosa epopeya del pueblo trabajador, una auténtica (aunque breve e incompleta) revolución social, como ya empieza a ser reconocido y admirado por infinidad de rigurosos historiadores de todo el mundo; algunos incluso de nuestro país.

Parecerá una perogrullada, pero creo necesario recordar que la república es una forma de gobierno que hoy comparte el 90% del planeta. Repasando la larga lista de repúblicas nos podemos encontrar con gobiernos tan poco democráticos como los Corea del Norte (incluyamos si se quiere a la del Sur, para que no se diga) Siria, China, Honduras, Guinea Ecuatorial, etc. Aquí ya escucho algún murmullo de asombro por mi posible apoyo a las monarquías, entre la que hay ejemplos tan poco edificantes como los de Arabia Saudí, Tailandia, Marruecos o Brunei, por citar a los primeros que me vienen a la cabeza. Es cierto que hay repúblicas mucho más respetuosas de los derechos y libertades, pero también hay monarquías –como las nórdicas- con unas leyes y condiciones de vida que para sí quisieran muchos republicanos.

No pretendo ¡Bakunin me libre! justificar ni mucho menos reivindicar una institución tan irracional y anacrónica como la que se basa en el gobierno de unas dinastías pretendidamente nombradas por el dios respectivo hace un porrón de años. Simplemente quiero apuntar que la forma republicana puede ser tan injusta, opresiva e inútil como la monárquica: ejemplos los hay a porrillo todos los días. Espero que se pueda entender que no ser un incondicional del republicanismo no te convierte forzosamente en un monárquico ferviente. Hay otras formas de organizarse las sociedades, sin que unas personas reinen o manden sobre otras. Pero no es hablar de los proyectos libertarios, autogestionarios o de democracia directa la intención inmediata del que esto escribe. Tiempo habrá para reflexionar y debatir sobre cómo superamos el aparente dilema de estar condenados a elegir entre Málaga o Malagón; o dicho de otra forma: entre reyes y presidentes.

Hechas todas estas aclaraciones, volvamos a nuestra segunda y última república (de momento) que no empieza en 1936, sino en 1931. Para el imaginario de esa izquierda en permanente reconstrucción la República Española viene asociada con los versos de Miguel Hernández, el teatro de Lorca, la renovación pedagógica, las columnas de milicianos y las calles, fábricas y campos llenas de trabajadores puño en alto. Efectivamente, esa puede ser la fotografía de la sociedad española de 1936. Pero la república también era la forma del Estado existente en 1933, cuando la matanza gubernamental de Casas Viejas, y en 1934, cuando la represión que sucedió a la Revolución de Asturias. Y no son casos aislados; son los más conocidos y desmitificadores.

Como se ve, incluso en el mismo país y en la misma época, se dieren tres fases diferentes de república: la burguesa inicial de 1931, la conservadora de “bienio negro” y la parcialmente revolucionaria de 1936.

Y si la República, tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero del 36, supuso el comienzo de importantes cambios sociales y la mejora de derechos y condiciones de vida para las clases populares fue, en gran medida, porque existía una clase trabajadora solidaria, concienciada y organizada que llevaba décadas de reivindicaciones y prácticas autogestionarias (sobre todo con la potente CNT, pero también con la UGT en muchos casos) que vio con el cambio de régimen la oportunidad de implantar, por fin, los sueños revolucionarios que consideraba justos.

Pero es que además de los anarquistas y anarcosindicalistas, que eran mayoría, también se contaba con republicanos, socialistas, comunistas, masones y otras formaciones con un componente transformador indiscutible; al menos en su militancia de base. Este era el verdadero capital de los tiempos republicanos, un pueblo trabajador fuerte y unido. Y junto a él un mundillo intelectual, unas vanguardias artísticas, un plantel de maestros y sanitarios totalmente identificados con el pueblo e implicados en el cambio social. Publicaciones como “Solidaridad Obrera”, “Revista Blanca”, Mujeres Libres”, “Estudios”, etc. dejaron muy clara la colaboración y el compromiso de muchos intelectuales, artistas y científicos con el proyecto revolucionario. Pero en la base del cambio, como motor de la transformación estaba el pueblo. Es ese pueblo puesto en marcha el que merece nuestro reconocimiento y la recuperación de su ingente obra colectiva. Un pueblo trabajador que, con independencia del gobierno que tenga encima, sigue dando ejemplos de solidaridad y lucha.

Mientras Azaña, La Pasionaria, Pablo Iglesias, Largo Caballero, Lluis Companys, Blas Infante o la misma Federica Montseny van ocupando un lugar en el nomenclátor urbano y en las páginas de la Historia, miles de trabajadores anónimos y su revolución social siguen sepultados por el olvido y, en muchos casos, por la tierra seca de cualquier cuneta.

Antonio Pérez Collado

 


Fuente: Antonio Pérez Collado