Ahora que ya hemos confirmado lo que sabíamos de antemano y todo vuelve donde solía, en un suma y sigue que nos hará aún más ciegos, conviene desmitificar ese proceso electoral que nos ha llevado de la nada a la más absoluta miseria. Para demostrar, quien quiera verlo y no esté fanatizado por la “verdad oficial”, que de las urnas del 20-N no ha salido más que una especie de “corralito” político que busca reducir el margen de maniobra del movimiento 15-M en su vertiente antisistema.

Porque participar en un juego con reglas
trucadas y cartas marcadas, como es el actual modelo electoral español y su
supeditación a los intereses estratégicos de los dos partidos dinásticos hegemónicos,
es reproducir el modelo de dominación que se combate en la contumaz disidencia
ciudadana y someterse a la lógica institucional que sirve para legitimarle.
Vamos por pasos.

Porque participar en un juego con reglas
trucadas y cartas marcadas, como es el actual modelo electoral español y su
supeditación a los intereses estratégicos de los dos partidos dinásticos hegemónicos,
es reproducir el modelo de dominación que se combate en la contumaz disidencia
ciudadana y someterse a la lógica institucional que sirve para legitimarle.
Vamos por pasos.

Con toda lógica, el partido de Rodríguez Zapatero ha sido vapuleado en
las urnas por las políticas neoliberales aplicadas por el gobierno siguiendo el
dictado de los mercados de capital. Unas medidas claramente reaccionarias y
antisociales que, además de ser diametralmente opuestas a las que figuraban en
el programa con que llegó al poder, contradicen los mínimos aceptables en una
formación que se reclama retóricamente obrera y socialista. De ahí que el “donde
dije digo, digo Diego” funambulesco entonado por el candidato Rubalcaba, tomando
por imbéciles a sus potenciales votantes, no hiciera sino confirmar que el PSOE
merecía pasar a la oposición con armas y bagajes.

Y dicho y hecho. Abandonado por buena parte de sus seguidores, que
optaron por engrosar la abstención o se dividieron salomónica y
estrafalariamente entre la roja IU y la gualda UPyD, la victoria por mayoría
absoluta del Partido Popular de Mariano Rajoy resultaba una obviedad. Pero a
rey muerto, rey puesto. Desde el inicio de la transición, PSOE y PP forman una
suerte de partido único, pero en tándem, y la salida de uno para dejar sitio al
otro no significa novedad. Y menos cuando una crisis económico-financiera sistémica
amenaza con quebrar el statu quo y liquidar con ello el régimen en el que tal derecha
e izquierda justifican su razón de ser.

Por eso, el “súmate al cambio” ganador de Rajoy, con el respaldo de
casi 11 millones de votantes, representa en última instancia un punto y
seguido, un relevo, un pasar el testigo. Esa es la burda ironía de estas
elecciones en las que algunos depositaron vanas ilusiones, aunque los pactos
de mesa camilla PSOE-PP en la antidemocrática reforma constitucional y la cesión
de Rota como cuartel general para el despliegue del programa “escudo
antimisiles” en el mediterráneo constituían el típico caso de la profecía
autocumplida.

Se tumba al PSOE por su gestión antisocial de la crisis y se da la
bienvenida al PP, que será de ahora en adelante el digno continuador y posible
profundizador de esas mismas políticas “matapobres”. En suma, el ritual de las
urnas, burla burlando, termina en un bumerang. El voto popular del 20-N hará
que el cabreo de la sociedad por los recortes y esos 5 millones de parados se
interprete como una legitimación para que la derecha termine la faena que
comenzó el PSOE. Ese es silogismo que hermanó durante la campaña a un
Rubalcaba que no quería hablar del pasado y un Rajoy que evitaba hablar de sus
planes futuros. Todo muy coherente. De ahí el 70% de electores que, según la última
encuesta del CIS, no le interesa nada la política. Un oxímoron digno del
Guinness que recoge lo sembrado por los dos partidos que durante estos 33 años
de democracia de mínimos monopolizaron el gobierno: 21 años el PSOE y 12 las
diferentes versiones de la saga PP ¿Educación para la ciudadanía?

Rafael Cid


Fuente: Rafael Cid